domingo, 25 de diciembre de 2005

HOMILÍA DE NAVIDAD CICLO B 25 de diciembre de 2005


Somos los hijos de la aurora. Y debemos vivir en la aurora. La Navidad es el comienzo de un Día que no tiene fin. Somos hijos de un Comienzo que debe perdurar, permanecer inalterado en nosotros. Estamos en la aurora del nuevo milenio y somos los responsables de que este día brille para el resto de las generaciones.

Elegí para este día el Evangelio de la segunda Misa de Navidad, llamada “de la aurora”, por esto.

A la vez este Evangelio nos pone en contacto con dos actitudes que quisiera destacar a partir de los pastores y de María. Ellos nos marcan cuál debe ser nuestra respuesta y nuestra actitud ante el Niño recostado en el pesebre.

Los pastores personifican la respuesta de fe ante el anuncio del misterio. “Fueron rápidamente” dejando atrás su rebaño, interrumpen su descanso; todo pasa a un segundo plano frente a la invitación de Dios. Necesitamos esta actitud de fe, de respuesta inmediata, sin dilaciones, llena de entusiasmo, con esa fuerte percepción de presente, de ahora. Van directamente hacia el acontecimiento con actitud expectante, deseosos de ser colmados en su asombro. Buscan esa experiencia directa con el Dios Vivo, no piensan en Él sino van en busca de Él mismo.

María personifica la actitud contemplativa y profunda de quien, en silencio, contempla y adora el misterio: “María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón”. Llama la atención que esta Mujer que pregunta y responde en la Anunciación, que canta en la Visitación, se guarde todas las palabras en este justo momento. Es que María está ante la Palabra definitiva de Dios, está maravillada, llena de asombro. María es el modelo insuperable de este silencio adorador. Su silencio no es un sencillo callar; es un “silencio religioso”, un estar dominada por la grandeza de la realidad.

La Navidad podría ser para alguno la ocasión de redescubrir la belleza de momentos de silencio, de calma, de diálogo consigo mismo o con las personas. También hoy, la palabra de Dios desciende allí donde encuentra un poco de silencio.

Para terminar les cuento esta pequeña historia navideña que leí: Entre los pastores que acudieron la noche de Navidad a adorar al Niño había uno tan pobrecito que no tenía nada que ofrecer y se avergonzaba mucho. Llegados a la gruta, todos rivalizaban para ofrecer sus regalos. María no sabía cómo hacer para recibirlos todos, al tener en brazos al Niño. Entonces, viendo al pastorcito con las manos libres, le confió a él, por un momento, a Jesús. Tener las manos vacías fue su fortuna. Es la suerte más bella que podría sucedernos también a nosotros. Dejarnos encontrar en esta Navidad con el corazón tan pobre, tan vacío y silencioso que María, al vernos, pueda confiarnos también a nosotros su Niño.