Escuche
hace tiempo una pequeña historia: un hombre remoto y sencillo, empezó a amar a
todo el que se encontraba a su paso, y en la medida que se encontraba con
alguno que lo odiaba, empezó a amarlo también. De pronto se encontró que cuanto
más amaba, más personas lo odiaba, pero a la vez los que él había amado
comenzaban a imitarlo. Se detuvo en su marcha y preguntó a los que lo odiaban:
¿porqué me odian? Le respondieron, por qué cuando tú amas a los que te odian
pones de manifiesto que tu amor es grande y no estamos dispuestos a que alguien
sea más que nosotros, así que como tu amor son escandaliza, te odiamos. Luego
preguntó a los que había amado y lo seguían, ¿porqué me siguen e imitan? Le
respondieron, porque haz rotos las cadenas de la indiferencia, y somos tan
felices de ser amados que queremos que otros también lo experimenten, y en la
medida que amamos más nos vemos más y más amados y libres. El hombrecito
prosiguió su caminos amando y seguido de sus nuevos amigos, se perdieron en las
líneas del tiempo y del espacio.
Las
historias del odio son atroces, sus imágenes vergonzosas, y sus palabras
inaudibles. El odio no sabe hacer historia y mucho menos historias. Lo que el
odio hace en desnudar nuestra miseria y no dejarnos salir de ellas, el odio es
a fin de cuenta el fin anticipado de toda historia y de cada historia humana.
Su instrumento final es la venganza, la vergonzante venganza que desnuda que ha
dejado de ser humano. Casi podríamos decir que aprender a dejar el odio de lado
es como darse la oportunidad de aprender a vivir. A vivir en otra esfera
temporal y en otro espacio.
“Amen
a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que
está en el cielo…” Si Jesús hubiese pronunciado estas palabras
solamente, sería un hombre de una gran ética, un gran pensador, un hombre
sensato. Pero Jesús, las vivió en carne propia, su historia es la historia de
un hombre que ama a sus enemigos y hace el bien a los que no lo aman, un hombre
fuera de las esferas del odio y de la venganza. Cuando Jesús ama es el
pensamiento concretado, la filosofía superada en sus supremas reglas
universales, la dignidad humana tangible, el hombre que desde la plataforma de
la dura tierra se alza a las puertas que constituyen el cielo.
Cuando
pensamos que el enemigo viene a ser el rival de mis conquistas, empezamos a
estar bajo su dominio. El paso siguiente es redoblar las fuerzas para
defenderme y defender lo que es mío. Y cuando empiezo a no poder, entonces
empiezo a hacer trampas sutiles. Y cuando ya veo que ni eso alcanza me lanzo
tras una trampa mayor aún cuando. Todos los espacios que transitamos quedan
tocados por este esquema simplificado. Basta con repasar lo que pasa en
nuestras casas, escuelas, clubes, el trabajo, la calle, etc.
Reeducarnos
de esta mirada es esencial para que no degrademos el amor a los enemigo a una
mera utopía, o un valor incansable y por lo tanto inútil.
Porque
cada vez que degradamos esta cumbre del amor cristiano, perdemos el norte: “Sean
perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo”. Si para
nuestros ojos las faltas de amor son hirientes, imaginémonos lo que podrían ser
para el Padre Dios, sin embargo él no se deja llevar por eso y desborda en más
amor a toda persona envuelta en una situación de desamor u odio. La perfección
del Padre es su plenitud de amor, su amor desplegado en situaciones de desamor
u odio. El Padre Dios no tiene enemigos ni en su corazón, ni en su mente, ni en
su mirada, él ama lo no amable.
Desde
aquí, el enemigo, el amor difícil, no es otra cosa que las fronteras hasta
donde hoy he amado y que estoy llamado a superar. Es entonces, cuando abrazados
al amor sin fronteras de Jesús como el Padre, que podemos lanzarnos a
conquistar la próxima cumbre, la orilla descubierta, a cruzar el desierto en
busca del oasis. Como cuando llego a los pies de la cama de una enfermo
gravemente herido y siento inmediatamente lo infranqueable de su experiencia y
la mía, hasta que me logro concentrar en un aspecto amable en él y supero los
límites ahora de mí propio corazón sumergiéndome en el suyo.
Esta
es nuestra escuela, la cruz de Jesús que señala el corazón del Padre. Esa es
nuestra fuente fresca, nuestro aire puro, el culmen de nuestras aspiraciones
que nos marca el paso inicial y el siguiente. Es nuestra llamada original e
irrenunciable que estamos llamados a resolver. Lejos de necesitar una receta,
lo que necesitamos es él ejemplo que nos seduce a ser creativos y originales en
los campos humanos del amor, amor aún al enemigo, que por ese mismo amor deja
de serlo en mi propio corazón y tal vez también en el suyo.
P.
Sergio-Pablo Beliera