HOMILÍA DOMINGO DE
RESURRECCIÓN, CICLO B, 8 DE ABRIL DE 2012 (Lc 24, 13-35)
Queridos hermanos, en esta noche de Pascua, les deseo de todo
corazón: “Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar…”
Jesús, con su Resurrección ha abierto para nosotros una nueva valoración de
Dios y de nosotros. Él, en su propia vida, ha iluminado nuestros corazones,
para que alcancemos a ver el valor, de lo que tiene verdadero valor, de lo que
verdaderamente vale la pena que valoremos por sobre lo demás, para que todo lo
demás quede plenamente valorado.
Esto implica preguntarse: ¿qué
tiene valor para mí? ¿qué valoro por sobre todo en mi propia existencia? ¿soy
parte de lo que tiene valor? ¿cómo vive en mí lo que tiene valor?
Como los discípulos de Emaús, nosotros en esta Pascua, valoramos los
acontecimientos vividos de una manera propia. La pregunta de Jesús Resucitado
se dirige directamente a nuestro corazón: “¿Qué
comentaban por el camino?” Hoy Jesús
Resucitado nos vuelve a preguntar sobre lo que ocupa nuestro corazón, nuestros
pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras conversaciones, nuestras
preocupaciones, nuestros intereses… El Señor quiere saber que termina por
valorar nuestro corazón, que inclina la balanza de la vida hacia Él o hacia
otra cosa.
¿Es que
aún no han muerto nuestros pensamientos sin Dios? ¿Es que aún no ha muerto
nuestro querer sin Dios? ¿Es que aún no han muerto nuestros sentimientos sin
Dios? ¿Es que aún no han muerto nuestro hacer sin Dios? ¿Es que aún no han
muerto nuestras ideologías sin Dios? ¿Es que aún no han muerto nuestros
voluntarismos sin Dios? ¿Es que aún no han muerto nuestros sentimentalismos sin
Dios? ¿Es que aún no han muerto nuestros activismos sin Dios?
Una nueva Luz aparece en nuestro camino, en
nuestro andar triste, nacido de un triste corazón, de un triste pensar, de un
triste querer y sentir. La tristeza de nuestros rostros es la tristeza de
nuestro interior. También nosotros, cuando nos aferramos a nuestras tristes
maneras, decimos al Señor Jesús Resucitado: “¡Tú eres el único forastero en
Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”… Dura afirmación, que
manifiesta la dureza en la que muchos aún vivimos después de la Resurrección.
Pero el Señor Jesús Resucitado, conociendo lo que nuestro corazón mal valora,
abre la puerta de un nuevo camino negado, con una simple pregunta: “¿Qué
cosa?”, y con una exclamación que golpea la roca de nuestra comprensión
de los acontecimientos: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les
cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!” y por si faltara
algo, nos cuestiona para empezar a iluminar nuestra valoración de los
acontecimientos pasados, presentes y futuros: “¿No era necesario que el Mesías
soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” Y nos dedica con
la Luz de su inteligencia, con la Luz de su corazón, con la Luz de su voluntad,
con la Luz de su obrar, un recorrido en el que va transfiriendo esa Luz en sus
múltiples formas, a nuestro interior. Para que entonces sí ahora podamos “valorar
la esperanza a la que han sido llamados” los que lo ha conocido y
amado en la tierra para que lo pasen a conocer y amar en su nueva y definitiva
realidad espiritual que ha alcanzado después de pasar por el sufrimiento del
rechazo y de la muerte. ¿Valoramos con
toda la fuerza de nuestro corazón y de nuestra inteligencia “la esperanza a la que hemos sido llamados”?
Y, ¿en que consiste esa esperanza?.
“…los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos, y la
extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los creyentes,
por la eficacia de su fuerza”. Jesús Resucitado es en nuestras
existencias una renovada llamada del Padre. Soy llamado, soy el llamado por el
Padre a ser su hijo amado en el que Él pueda obrar una vez más la maravillas de
ser su creatura. Llamado a un vínculo de amor renovado por una interioridad,
una intimidad que revaloriza los acontecimientos, los hechos desde el maravilloso,
silencioso y amable obrar de Dios. Soy llamado a completar una historia, a
formar parte de ella a través de una nueva manera de pensar, querer, sentir y
obrar, según la imagen y semejanza de Jesús Resucitado, cuya apariencia no
reconozco, pero donde Él si me reconoce a mí y yo aprendo a reconocerlo a
través de a experiencia que los discípulos traducen de la siguiente manera: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y
nos explicaba las Escrituras?”
Nuestros corazones iluminados por una
valoración de la esperanza a la que hemos sido llamados, descubre “…los
tesoros de gloria… la extraordinaria grandeza del poder con que él obra…la
eficacia de su fuerza” en la experiencia Eucarística del
discípulo que ruega: “Quédate con
nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba” Y a la que le Señor Jesús Resucitado responde con el gesto tan suyo: “Él
entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la
bendición; luego lo partió y se lo dio.” “Entonces los ojos de los discípulos
se abrieron y lo reconocieron” como nosotros ahora.
P. Sergio Pablo Beliera