domingo, 23 de febrero de 2014

Homilía 7º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 23 de febrero de 2014

“…no hagan frente al que les hace mal…”
Estas palabras de Jesús, dichas en el contexto actual de violencia generalizada, son de una resonancia sin par. Son palabras para el hoy que urgen.
El mundo, aún el mundo de las religiones, tiene mucho que hacer para asumir y aproximarse a el odio y la enemistad derrotadas por el amor y la oración, por cada uno y por todos los que nos hacen mal.
Para Jesús no es una propuesta idealista, es el mismo quien al mal de los hombres no le hará frente. Todo lo contrario, está dispuesto a morir por el mal que los hombres somos capaces de concebir y engendrar.
No nos ha enfrentado con su Justicia, no nos ha enfrentado con su Poder, sino con su Amor y su Misericordia en el sacrificio de la Cruz.
Jesús quiere que sus discípulos unidos e identificados con su persona, renuncien al principio de la autodefensa.
Y porque nos es teórico, propone ámbitos concretos de renuncia a la autodefensa:
Renuncia a la autodefensa física.
Renuncia a la autodefensa jurídica.
Renuncia a la autodefensa de los bienes materiales.
Renuncia a la autodefensa en el trabajo.
Renuncia a la autodefensa de que dar y no dar.
Todas ellas son justificadas artificiosa y abundantemente en la sociedad. Desde chicos enseñamos y recibimos la enseñanza de consagrarnos al egoísmo, al primero yo, primero lo mío, a la competencia, a la generosidad dosificada. Aún hoy enseñamos a los niños a pegar, a no prestar, a defender su derecho a ser egoísta.
No resistimos al mal, porque nuestra esencia en el Bien.
No resistimos al mal, porque nuestra esencia es ser Hermano.
No resistimos al mal, porque nada de lo que nos es quitado hace a nuestra plenitud.
Por eso nos preguntamos: ¿Dónde y porque nos resistimos al mal? ¿En que circunstancias me aferro a la autodefensa?
Pero la propuesta que Jesús vive en su propia carne, va por más: “…Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores…” Si, Jesús amó a sus enemigos: fariseos, escribas, sumos sacerdotes, soldados, incluso a Judas, Herodes y Pilatos. Y amándolos les quitó el poder de hacerse su enemigo, un peligro para ellos, y aún así se desnudo la miseria de sus corazones. Entonces Jesús ruega por ellos, ruega con firmeza y decisión: “Padre, perdónalos, no saben lo que hacen”. Así Jesús nos ofrece la oración que sus discípulos debemos abrazar para que nuestra humanidad acepte el amor a costa de todo, el amor hasta el extremo.
¿Hacemos esta oración desde las entrañas cuando sobreviene el mal que me inflige aquel que me odia, me desea y hace el mal, se me opone injustamente?
La gran motivación vuelve a aparecer, el meollo de la cuestión, la médula de la llamada: “así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos.” ¿Me alcanza este motivo?
Hay un Padre, que defiende mi causa.
Hay un Padre que me ama.
Hay un Padre que es mi Bien supremo, todo Bien, Bien sobre todo Bien.
Por lo tanto:
Soy un hijo que puede descansar en los brazos de su Padre extendidos desde el principio de la Creación hasta el Juicio final.
Soy un hijo amado en las circunstancias mas adversas y paradójicas de la vida, y cuyo amor puede bastarme para siempre y siempre.
Soy un hijo a imagen y semejanza de la Bondad del Padre, bien hecho y hecho para el Bien.
Si renuncio al Padre, entro en el mundo oscuro de la violencia.
Si renuncio al Padre, mi insatisfacción esencial me llevará a ser violento, despiadado.
Si renuncio al Padre, ya no soy hijo, ya no hay hermanos, todos son enemigos, aún los amigos, estoy solo en la existencia, arrojado a ella sin piedad, sin compasión, sin misericordia, o sea, el fin.
Para resumir este camino que nos propone, Jesús nos dice: “sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo.”
¿Qué es esa perfección?
No es la perfección que perseguimos y nos ahoga, nos asfixia, nos deprime, nos descorazona, nos desesperanza, nos abate, hasta ponernos en el filo del abismo de renunciar, de claudicar, de huir, de esconderme, de fugarme.
No, “sean perfectos como es perfecto el Padre”, es otra cosa muy distinta. Es la llamada a la perseverancia hasta alcanzar la meta del Padre. Es la perseverancia a pesar de mí mismo, en el camino espiritual de volver y hacer progresar en mi, la bondad esencial que el pecado no puede destruir.
Es nuestra vocación de hacernos tan íntimos del Padre, que nos hacemos como el Padre, tenemos sus rasgos, sus modos, su estilo, su ser y su hacer, porque lo dejamos ser nuestro todo en nuestra frágil nada, pero que para el Padre es motivo de darnos al Hijo, de entregar al Hijo, para que seamos como Él que es como el Padre.
El “sean perfectos como es perfecto el Padre”, es el compromiso de Jesús de ayudarnos a progresar incesantemente por el camino del Evangelio. Al elegir un medio perfecto, como es el Evangelio del Padre, me pongo en relación directa con la meta existencial suprema: ser como el Padre, como lo es Jesús, el Hijo amado, Cristo pobre y crucificado.
Así vivimos en una tensión libre y espontánea, gozosa y duradera, hacia la perfección del Padre. Todo hijo quiere identificarse con su padre, más aún cuando ese hijo es hijo del Padre Dios, el deseo y necesidad de identificación es aún mayor, y lejos de ser una carga es un gozo indescriptible.
Estamos llamados a hacer el bien a todos, pero no ha hacerlo todo bien.
El que hace el bien a todos vive en tensión gozosa entre el amor del Padre y la necesidad de su hermano, eso lo ocupa todo y da paz, porque la semejanza da paz.
El que se ocupa de hacerlo todo bien en todo y siempre, vive en tensión consigo mismo en cuatro polos: su mentalidad, su voluntad, su instinto y su alma, así termina descuartizado, hay guerra en su interior y por lo tanto odio y enemistad, todo se le vuelve intolerable y se hace intolerante.
El camino cristiano, nos ubica en nuestro lugar, al invitarnos a sacar del interior el amor de hermanos con todos. Así somos semejantes y perfectos como el Padre. No se nos manda hacernos amigos, sino hacernos hermanos porque lo somos en el Padre. La amistad necesita de la afectividad, la hermandad necesita de la paternidad de Dios, es bien diferente.
La perfección de nosotros mismos y de los demás, como exigencia y condición han sido derogadas.
Esta perfección o semejanza cristiana como el Padre, es un ponerse en camino siguiendo a Jesús manso y humilde de corazón, pobre y crucificado, que hace el camino y nos allana el sendero y por eso es el Camino que nos conduce a ser como el Padre porque allí lo esta todo. 
Y quien se pone en camino, persevera en el por la atracción de la meta, volver a encontrarse con el Padre que sale a buscarnos por el jardín para estar con nosotros.
Jesús, concédenos en el momento apremiante de nuestra cruz, gritar al Padre contigo: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu.”
Padre, recibe nuestro abandono en ti en los momentos de amar hasta el extremo.


Pbro. Sergio-Pablo Beliera