domingo, 2 de octubre de 2011

HOMILÍA 27º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO A, 2 DE OCTUBRE DE 2011


HOMILÍA 27º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO A, 2 DE OCTUBRE DE 2011
Una de las más notables imágenes que guardo en mi memoria es la de un padre caminando junto a su hijo y contemplar el inconfundible parecido del hijo con el padre, de las características del padre impresas en las del hijo.
Yo, como mucho de ustedes crecí con el sustrato de que era digno que el hijo se pareciera al padre, expresado en el dicho: “de tal palo, tal astilla”. Se, como ustedes, que esto es cuestionado por algunos. Muchos padres  creyentes, quieren que sus hijos sean imagen viviente de sus aspiraciones humanas nada más. Algo así como si sus aspiraciones trascendentes quedaran afuera de esas aspiraciones y, que consideraran impropio que sus hijos sacaran mayores implicancias y consecuencias que la que ellos sacaron de ellas. Así, ya “la astilla” no sabe a que palo pertenece y puede considerarse insignificante por hallarse aislada, o puede considerarse el centro del mundo al no tener punto de referencia, o aún, considerarse uno más en un montón de astillas arrinconadas por el viento sin ningún sentido.
¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya hecho?, se pregunta Dios ayer, hoy y siempre. El Padre, es el dueño de la viña, -esto es el origen, el creador, el que la ha pensado, el que ha desplegado su plan y ha ordenado su existencia dotándola de vida-, que es el universo, que es su pueblo, que es su Iglesia, que somos cada uno de nosotros. Y como Padre, su obra quiere que se le parezca, quiere verse identificado con ella que ha salido de sus entrañas. El problema de la viña es que desconoce al propietario, se ha desvinculado de el, lo niega, lo rechaza, de manera ingrata e innecesaria. Los viñadores nos hemos apropiado de la herencia, pero sin percatarnos que la misma no puede ser herencia sin su origen, su creador.
Ayer, hoy y siempre, cada uno de nosotros y todos juntos, estamos llamados a descubrir la belleza del Propietario Dios y de su obra. Solo en la admiración, en la contemplación, en el gozo por la existencia, el modo de ser y de hacer del Propietario Dios, podremos alcanzar nuestra propia dimensión y sentido.
El propietario es nuestro Padre, nuestro Creador, que se ha involucrado personalmente en disponer todo para nuestro bien y gozo. Pero aún más como obra de sus manos personales –expresado hoy el la bella imagen: “Un hombre poseía una tierra y allí plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia…”, somos algo vivo para el Padre, somos vivientes rodeados de vida, somos vivientes rodeados de protección, somos vivientes bajo su mirada amorosa. Pero este Padre, tan amoroso y generoso como expresa Isaías, “Mi amigo tenía una viña en una loma fértil. La cavó, la limpió de piedras y la plantó con cepas escogidas; edificó una torre en medio de ella y también excavó un lagar.”, se identifica con su obra, la ha asimilado a sí mismo, pero en su generosidad no nos hace sentir que somos una propiedad cualquiera, no nos trata como a una cosa, no nos enrostra que es nuestro dueño, nos da en custodia de nosotros mismos y de unos para con otros. Y nosotros olvidamos que eso es fruto de su generosidad y bondad.
Una vez más, para entender al hijo, hay que mirar al Padre, y el primero que debe hacerlo es el hijo mismo. Una y otra vez, estamos necesitados de descubrir la maravilla de Padre que tenemos y entonces dimensionaremos su obra, que somos nosotros mismos y los que nos rodean. Como Jesús, cada madrugada debemos mirar al Padre, buscarlo en el silencio de la existencia y palpar la dimensión de su obra y de su obrar. Como Jesús, a lo largo de la jornada debemos mantener la mirada fija en la obra del Padre y admirarnos de su fecundidad. Como Jesús, cada noche debemos sumergirnos en la espesura del silencio para contemplar al Padre pasar por nuestro día y dejar su huella, buscando la experiencia de la alegría de parecernos a Él. Porque ese es el fruto que el Padre espera, que nos parezcamos a Él, como se le parece Jesús, el Hijo Amado.

P. Sergio Pablo Beliera