El Adviento, por su propia dinámica
vuelve nuestra mirada hacia la Historia de la Salvación recorrida por nuestros
padres en la fe que culmina con la Encarnación del Hijo de Dios, hacia la venida
continua de Jesús como Señor en la Eucaristía celebrada por la comunidad
cristiana (que es a vez Palabra y Caridad en acción), y finalmente hacia la
Venida definitiva de Jesús como Señor a instaurar el Reino del Padre por los
siglos de los siglos.
Es un movimiento que nos hace mirar el
pasado, el presente y el futuro desde la mirada de un Dios Misericordioso, que
en medio de todas y cada una de las circunstancias de la humanidad peregrina,
nos acompaña desde las entrañas de la misma humanidad, para ascender hacia
nuestra plenitud como hijo de Dios y como pueblo de Dios. Es un movimiento que
lo envuelve todo hacia una plenitud insospechada, mientras confesamos: “A
ti, Señor, elevo mi alma; Dios mío, yo pongo en ti mi confianza…” (Sal 24, 1)
Se trata, por nuestra parte, de “salir
al encuentro de tu Hijo que viene hacia nosotros”. Salir al encuentro
del Dios que ha salido hacia nuestro encuentro. Es su venida lo que nos mueve a
salir. Él sale hacia nosotros y nosotros entonces nos animamos a salir hacia
Él. Dios busca al hombre y entonces el hombre haciéndose consciente de esa
búsqueda, sale a buscar a Dios que viene y no cesa de venir.
Buscar al Dios que nos busca es el
camino ascendente del hombre que va cantando y confesando: “Muéstrame, Señor, tus caminos,
enséñame tus senderos. Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque
tú eres mi Dios y mi salvador.” (Salmo 24, 4-5a.)
Dios nos muestra el camino y nosotros
damos el paso.
Dios nos enseña el sendero y nosotros
nos ponemos en marcha.
Dios nos guía y nosotros nos metemos por
la espesura del camino de su fidelidad, porque Él es nuestro Dios y nuestro
Salvador, que no se desentiende de nuestro destino.
Ese Dios que alcanzó su plenitud de
manifestación en Jesús Muerto y Resucitado, y que nos alimenta en nuestro
peregrinar con su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, es el que nos hace salir
a su Encuentro mientras caminamos, haciéndonos “crecer cada vez más en el amor
mutuo y hacia todos los demás”.
El hombre que ha salido al Encuentro de
su Dios cada mañana, alimentado por su Presencia, se afirma en esa búsqueda
ascendiendo hacia la Caridad mutua de hermanos, creciendo una y otra vez,
siempre creciendo. Con la conciencia comunitaria que nos dice: “hagan
mayores progresos todavía”.
Nadie puede salir al Encuentro del que
Viene a nosotros, sino no los hace con los mismos sentimientos con los que Él
mismo Viene y espera encontrarnos. Es el hombre y la comunidad que escucha y
guarda fielmente la Palabra del Señor que nos ha pedido: “Estén prevenidos y oren
incesantemente”.
“Estén prevenidos”. Nos prevenimos con “la práctica de las buenas obras” de
misericordia porque ellas nos purifican en nuestra mirada, en nuestra
intención, en el uso de nuestro pensamiento y corazón, en la entrega de nuestra
libertad individual por una libertad común, ensanchan nuestro horizonte, nos
enseña desde el llano y desde un hermano.
Por eso:
Demos de comer al hambriento.
Demos de beber al sediento.
Demos posada al necesitado.
Vistamos al desnudo.
Visitemos al enfermo.
Socorramos a los presos.
Enterramos a los muertos.
Enseñemos al que no sabe.
Demos buen consejo al que lo necesita.
Corrijamos al que está en el error.
Perdonemos las ofensas.
Consolemos al triste.
Suframos con paciencia los defectos de
los demás.
Roguemos a Dios por vivos y difuntos.
“Oren incesantemente”. Oremos incesantemente desde la Eucaristía donde Jesús permanece en
medio de nosotros intercediendo por nosotros y con nosotros. Alimentando y
alentando que crezca nuestra hambre y nuestra sed de Dios. Dejando en cada
Eucaristía de ser suficientes, reconociendo que sólo con Dios somos imbatibles.
Sólo desde un alma alimentada por Jesús en la Eucaristía podemos mantenernos
incesantes en la oración ya que Él que es el Único Orante verdadero porque escucha
y hace lo que el Padre le dice, y se hace uno con nosotros en el camino.
La Eucaristía es la oración incesante
que clama al Padre, que es recibida y dada por el Espíritu, ya que en la
Eucaristía el creyente hace suya la oración propiamente de Jesús, la que
siempre brotó y brota de su Corazón: “Padre que se haga tu voluntad y no la mía”.
Esta es la auténtica y única oración cristiana.
Que María que hizo de esta oración toda
su vida, interceda por nosotros y nos ayude a saldar la deuda de esta verdadera
y más plena oración cristiana de las que brotan todas las buenas acciones: “Hágase
en mí según tu palabra”.
P.
Sergio-Pablo Beliera