domingo, 29 de noviembre de 2015

Homilía 1° Domingo de Adviento, Ciclo C, 29 de Noviembre de 2015

El Adviento, por su propia dinámica vuelve nuestra mirada hacia la Historia de la Salvación recorrida por nuestros padres en la fe que culmina con la Encarnación del Hijo de Dios, hacia la venida continua de Jesús como Señor en la Eucaristía celebrada por la comunidad cristiana (que es a vez Palabra y Caridad en acción), y finalmente hacia la Venida definitiva de Jesús como Señor a instaurar el Reino del Padre por los siglos de los siglos.
Es un movimiento que nos hace mirar el pasado, el presente y el futuro desde la mirada de un Dios Misericordioso, que en medio de todas y cada una de las circunstancias de la humanidad peregrina, nos acompaña desde las entrañas de la misma humanidad, para ascender hacia nuestra plenitud como hijo de Dios y como pueblo de Dios. Es un movimiento que lo envuelve todo hacia una plenitud insospechada, mientras confesamos: “A ti, Señor, elevo mi alma; Dios mío, yo pongo en ti mi confianza…” (Sal 24, 1)
Se trata, por nuestra parte, de “salir al encuentro de tu Hijo que viene hacia nosotros”. Salir al encuentro del Dios que ha salido hacia nuestro encuentro. Es su venida lo que nos mueve a salir. Él sale hacia nosotros y nosotros entonces nos animamos a salir hacia Él. Dios busca al hombre y entonces el hombre haciéndose consciente de esa búsqueda, sale a buscar a Dios que viene y no cesa de venir.
Buscar al Dios que nos busca es el camino ascendente del hombre que va cantando y confesando: “Muéstrame, Señor, tus caminos, enséñame tus senderos. Guíame por el camino de tu fidelidad; enséñame, porque tú eres mi Dios y mi salvador.” (Salmo 24, 4-5a.)
Dios nos muestra el camino y nosotros damos el paso.
Dios nos enseña el sendero y nosotros nos ponemos en marcha.
Dios nos guía y nosotros nos metemos por la espesura del camino de su fidelidad, porque Él es nuestro Dios y nuestro Salvador, que no se desentiende de nuestro destino.
Ese Dios que alcanzó su plenitud de manifestación en Jesús Muerto y Resucitado, y que nos alimenta en nuestro peregrinar con su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía, es el que nos hace salir a su Encuentro mientras caminamos, haciéndonos “crecer cada vez más en el amor mutuo y hacia todos los demás”.
El hombre que ha salido al Encuentro de su Dios cada mañana, alimentado por su Presencia, se afirma en esa búsqueda ascendiendo hacia la Caridad mutua de hermanos, creciendo una y otra vez, siempre creciendo. Con la conciencia comunitaria que nos dice: “hagan mayores progresos todavía”.
Nadie puede salir al Encuentro del que Viene a nosotros, sino no los hace con los mismos sentimientos con los que Él mismo Viene y espera encontrarnos. Es el hombre y la comunidad que escucha y guarda fielmente la Palabra del Señor que nos ha pedido: “Estén prevenidos y oren incesantemente”.
“Estén prevenidos”. Nos prevenimos con “la práctica de las buenas obras” de misericordia porque ellas nos purifican en nuestra mirada, en nuestra intención, en el uso de nuestro pensamiento y corazón, en la entrega de nuestra libertad individual por una libertad común, ensanchan nuestro horizonte, nos enseña desde el llano y desde un hermano.
Por eso:
Demos de comer al hambriento.
Demos de beber al sediento.
Demos posada al necesitado.
Vistamos al desnudo.
Visitemos al enfermo.
Socorramos a los presos.
Enterramos a los muertos.
Enseñemos al que no sabe.
Demos buen consejo al que lo necesita.
Corrijamos al que está en el error.
Perdonemos las ofensas.
Consolemos al triste.
Suframos con paciencia los defectos de los demás.
Roguemos a Dios por vivos y difuntos.
“Oren incesantemente”. Oremos incesantemente desde la Eucaristía donde Jesús permanece en medio de nosotros intercediendo por nosotros y con nosotros. Alimentando y alentando que crezca nuestra hambre y nuestra sed de Dios. Dejando en cada Eucaristía de ser suficientes, reconociendo que sólo con Dios somos imbatibles. Sólo desde un alma alimentada por Jesús en la Eucaristía podemos mantenernos incesantes en la oración ya que Él que es el Único Orante verdadero porque escucha y hace lo que el Padre le dice, y se hace uno con nosotros en el camino.
La Eucaristía es la oración incesante que clama al Padre, que es recibida y dada por el Espíritu, ya que en la Eucaristía el creyente hace suya la oración propiamente de Jesús, la que siempre brotó y brota de su Corazón: “Padre que se haga tu voluntad y no la mía”. Esta es la auténtica y única oración cristiana.
Que María que hizo de esta oración toda su vida, interceda por nosotros y nos ayude a saldar la deuda de esta verdadera y más plena oración cristiana de las que brotan todas las buenas acciones: “Hágase en mí según tu palabra”.


P. Sergio-Pablo Beliera