domingo, 27 de abril de 2014

Homilía 2° Domingo de Pascua, Ciclo A, 27 de abril de 2014

¡Hemos visto al Señor!
La primera experiencia de la Misericordia de Dios que nos resucita en nuestras vidas, la tenemos en el conocimiento de nuestro pecado perdonado por el Padre Misericordioso a través del sacrificio de su amado Hijo Jesús en la Cruz. Al recibir la Misericordia del Padre en el perdón de mis pecados paso al estado de la gracia, de la amistad con Dios, a la Comunión de Amor con Él, y esa es la primera experiencia de resurrección que palpamos en nuestro propio cuerpo.
Nuestros miedos, fundados en que hemos abandonado al Señor en la hora de la prueba, sí porque nos hemos a nosotros mismos y hemos elegido salvarnos a nosotros mismos. Y sin Dios, el miedo cunde entre hermanos porque la mano de la violencia de hermano contra hermano se vuelve tan cercana. Y seguidamente el miedo a correr la misma suerte de Cruz que nuestro Señor Jesús, que acecha nuestro seguimiento. Estas tres dimensiones del pecado manifestado en miedo, son de las que nos saca hoy el Señor Jesús Resucitado al absolvernos de nuestro pecado, de nuestro miedo con su presencia –“Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos”-, sus palabras -“¡La paz esté con ustedes!”- y sus gestos –“ les mostró sus manos y su costado”.
Sin la experiencia de esta presencia, de estas palabras, y de este gesto, no podemos alegrarnos, porque no conocemos la Misericordia de Aquel que no pudimos ver colgado de la Cruz y que ahora misericordiosamente se acerca a nosotros para darnos su presencia misericordiosa que es ahora nuestra alegría: “Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.”
La segunda experiencia de la Misericordia que nos hace vivir la Resurrección es a través del amor fraterno. Hemos escuchado: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones…Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común… Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse.”
Es la Misericordia entre hermanos que nos mueve a la alegría de tenernos unos a otros porque somos de Jesús, al perdón mutuo vivido en la comunión fraterna de vida, de espíritu y de todos los bienes. Por la mutua misericordia a través de la experiencia de la comunidad es como se resucitan nuestros lazos de hermandad, dejando atrás la rivalidad, la competencia, la agresión, el rechazo, el olvido, el desprecio, la desvalorización, la mutua desconfianza, el individualismo, los celos…
Es en el perdón donde esa fraternidad expresión de la Misericordia que nos resucita, queda mejor expresada: “…sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”.” Un perdón dado siempre al estilo de Jesús: Yo tampoco te condeno. Vete, no peques más en adelante porque yo doy mi vida por ti. Es el perdón mutuo el gran tesoro de la Iglesia, tesoro de amor, envío de Misericordia de unos para con los otros, siempre y en toda circunstancia.
¡Cuánto necesita el mundo volver a vernos así!
La tercera experiencia de la Misericordia de Dios que nos resucita, viene del testimonio de la fe. Donde pasamos a ser el Cuerpo visible de Jesús en el que Él se trasparenta a los hombres para que estos crean a través de nuestra palabra, y de nuestra vida. Es en el envío a los otros donde vivimos la Resurrección y en la Resurrección.
Así es como estamos en la obra del Padre que Él quiere que estemos: La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que él ha enviado”. De esto somos testigos.
“Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”, ese envío del Padre está en la experiencia fundante de la existencia de Jesús como Salvador de los hombres: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.”
El envío de Jesús Resucitado es a llevar ese amor misericordioso del Padre, en la ofrenda de nosotros mismos, para que los que crean tengan Vida eterna y se salven por Él. Por eso creemos, no para nosotros mismos sino por la vida y salvación de nuestros hermanos.
Y así todos puedan ser dichosos porque viéndonos pueden decir: Creo aunque no veo a su Señor, los veo amar y creer a su Señor, entonces: Creo. “Porque ustedes lo aman sin haberlo visto, y creyendo en él sin verlo todavía, se alegran con un gozo indecible y lleno de gloria, seguros de alcanzar el término de esa fe, que es la salvación.” Esa es nuestra fe, esa es la fe de la Iglesia que nos gloriamos en profesar por Jesucristo nuestro Señor.
En su Misericordia que Resucita, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se manifiestan en su totalidad, con la claridad más deslumbrante de su Rostro y su Nombre más alto y más profundo.
En la Misericordia de Dios que nos resucita, nosotros nos manifestamos a la comunidad y a la humanidad, con nuestro verdadero rostro, a imagen del Cuerpo de Jesús Resucitado, con las marcas de sus manos, de sus pies y de su costado, del que ya no brotan sangre ni agua, sino que irradia Misericordia y Luz, Fe y Vida.


P. Sergio-Pablo Beliera