Homilía 2º Domingo de Cuaresma, Ciclo A, 20 de marzo de 2011
La muerte es una experiencia que oscurece el rostro de los hombres y hasta sus vestiduras. En vez la vida, llena a los hombres de luz en sus rostros y sus vestiduras. Esta percepción general, permanece y subyace en todas nuestras experiencias; donde percibimos muerte experimentamos tristeza, desazón y abandono; donde percibimos vida experimentamos alegría, arrojo y consuelo.
Jesús es plenamente conciente de esta experiencia en sí mismo y en nosotros y se solidariza con ella, haciéndola totalmente suya. No hay muerte y vida que a Jesús no le interese, toda muerte y vida es motivo de interés para Jesús.
Frente al horizonte de la muerte en el monte del calvario, Jesús emprende la subida al monte de la transfiguración para dejar suceder en él algo que nos es totalmente desconocido e impensado: lo que anida en la interioridad de Jesús. Detrás de la humanidad de Jesús, existe y subyace una realidad divina. Detrás, pues de todo hombre, subyace y existe una presencia divina que le es desconocida, pero no menos presente por eso.
La experiencia espiritual del hombre es una aventura que comienza con la fe en un Dios que nos invita a dejar lo conocido, entrar en una tierra desconocida, donde Él hará de nosotros una experiencia de fecundidad, de grandeza y bendición para los demás. Todo es “no por nuestras obras, sino por su propia iniciativa y por la gracia”. Solo nos toca partir, obedeciendo esa Voz; solo nos queda partir aferrados a esa Voz; solo nos queda partir inspirados y movidos por esa Voz trascendente que no puede ser contestada, pues es el Señor, no un hombre.
Esta es la experiencia interior de Jesús, que como Hijo Amado, dejó su habitad en la Trinidad y se adentró en la tierra de la humanidad. Y durante todo ese tiempo no ha cesado de experimentar el hacer del Padre en el colmándolo de la bendición de su compañía y presencia confirmante. Día a día, Jesús reedita esta experiencia en su oración silenciosa y solitaria subiendo una y otra vez hacia ese lugar desconocido para el hombre que no escucha y se encamina según esa Voz.
Frente a su conciencia de tener que morir según el modo de los hombres, Jesús en vez de volverse sobre sí, lleva a sus discípulos, nos lleva a sus discípulos, a una experiencia transformante. Los hace subir con Él, nos hace subir con Él. Y allí en la calma de la soledad y el silencio, se metamorfosea, cambia su aspecto exterior según su aspecto interior. El hombre interior impregna toda su humanidad y se hace todo luz. Tanto en su rostro humano como en sus vestiduras humanas. Ese rostro lleno de vergüenza y incomprensión de los hombres, ese rostro que Adán le negó a Dios, ese rostro que se llenó de luz en Moisés frente a la experiencia de vivir en la presencia de Dios, ese rostro que será escupido y lastimado por la incomprensión de los que no se animan a salir de su lugar para ir donde los quiere llevar Dios, ese rostro inerte después de la muerte… ese rostro “resplandece como el sol”. Esas vestiduras que cubrieron la vergüenza de Adán y Eva, esa vestiduras que cubren nuestra vergüenza de cuerpos manipulados y manipulables, esa vestiduras que será tocadas y acusarán salud, esas vestiduras que serán manchadas con la sangre de los castigos, que será quitadas del cuerpo de Jesús y repartidas a suerte… esas vestiduras “se volvieron blancas como la luz”.
Pero aún falta que la Voz del Padre se ponga de manifiesto, porque lo que Jesús es, siempre es confirmado por la Voz del Padre: "Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Esta es la experiencia esencial de Jesús, esta es la experiencia esencial del discípulo. Escuchar la Voz del Padre que se hace escuchar en la Voz del Hijo Jesús, Buena Noticia personalizada y personalizante.
Así el hombre que cultiva su interioridad con la Voz del Padre, que sale de sus esquemas predeterminados por sí mismo y por los demás, que se anima a adentrarse sin mezquindades en la tierra de Dios –que está toda hecha de intimidad e irradiación-, que le deja hacer confiado en su sabiduría, ese hombre se transfigura en la vida según esa experiencia y se convierte en toda experiencia de muerte en experiencia de vida, se hace todo bendición para sus hermanos y todas las obras de sus manos se vuelven según Dios. Por eso “Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo"” Levantémonos de nuestros miedos a la muerte y a la vida, levantando nuestros pensamientos, nuestra voluntad, nuestros sentimientos y nuestras obras a la altura de Dios y dejándonos tocar por su consuelo y ánimo.
Pero de esto no se habla anticipadamente, de esto se vive y luego se habla. No es materia de conversación sino materia de experiencia de Dios. La muerte ya no es muerte, y la vida es “visión”. “Porque él destruyó la muerte e hizo brillar la vida incorruptible, mediante la Buena Noticia”
P. Sergio Pablo Beliera