Homilía Solemnidad de la Ascensión del Señor,
Ciclo C, 12 de mayo de 2013
“…elevando sus manos, los bendijo…”
Estas palabras del evangelista Lucas, que se encuentran después de las palabras
de Memoria del anuncio de Jesús en su vida pública, y de Promesa de la venida
de la fuerza de lo alto a los discípulos, preceden la ascensión de Jesús a los
cielos.
Jesús, al momento de su última experiencia con
sus discípulos en Jerusalén y de ser elevado a los cielos, eleva sus manos y
bendice a los discípulos.
Y en este gesto no deberíamos olvidar el lugar
elegido por Jesús, las afueras de Jerusalén, en las proximidades de Betania, el
lugar de descanso de Jesús, la tierra donde comienza su entrada a Jerusalén. Es
el lado occidental del monte de los olivos. Desde aquí Jesús había entrado a la
antigua Jerusalén, desde aquí Jesús entrará a la Nueva Jerusalén del Cielo. Allí
en las afueras, del otro lado del muro de protección de la ciudad antigua, allí
Jesús hace este gesto único que preludia lo que viene inmediatamente, desde
ahora y para siempre.
Es un gesto extremadamente sacerdotal y
paternal de Jesús. La elevación de las manos de Jesús hacen descender la
bendición sobre los discípulos. Los hace así herederos legítimos de la promesa
y de la herencia. Establece un hilo conductor entre su experiencia y la
experiencia de los discípulos.
“…el último gesto visible de Cristo en la tierra, el que deja a su
Iglesia y que ha fijado el arte cristiano de Bizancio y de las catedrales, es
su bendición... Detallar las riquezas de la bendición bíblica es en realidad
destacar las maravillas de la generosidad divina y la calidad religiosa de la
admiración que tal generosidad suscita en la criatura.
La
bendición es un don que afecta a la
vida y a su misterio, y es un don expresado por la palabra y por su misterio.
La bendición es tanto palabra como don, tanto dicción como bien (gr. eulogía, lat. benedictio), porque el bien
que aporta no es un objeto preciso, un don definido, porque no es de la esfera
del tener, sino de la del ser, porque no depende de la acción del hombre, sino
de la creación de Dios. Bendecir es decir el don creador y vivificante, sea
antes de que se produzca, en forma de oración, sea posteriormente, en forma de
acción de gracias. Pero al paso que la oración de bendición afirma
anticipadamente la generosidad divina, la acción de gracias la ha visto ya
revelarse…” (Jacques Guillent, Voc. Teo. Bib.)
No nos es difícil ver estas manos alzadas de
Jesús, las vemos a menudo en los sacerdotes bendiciendo al pueblo. Ese gesto
que recibimos hoy tiene su origen y valor, su legitimidad y sentido, gracias a
este gesto de Jesús. Y así debe ser y así debe ser vivido.
Jesús nos bendice, esto es, Él eleva sus manos
sobre nosotros. Sus manos nos cubren. Sus manos se extienden sobre nosotros
para hacernos benditos. Sus manos se elevan para traer desde el cielo lo que
necesitamos para permanecer en su promesa. Sus manos se elevan para bendecirnos
como sus hijos legítimos, herederos de su anuncio y de su destino.
Y aún más porque: “Mientras los bendecía, se separó
de ellos y fue llevado al cielo…” Su ascensión es una bendición para
nosotros, somos elevados con Él mientras permanecemos en la ciudad para cumplir
la misión que él mismo nos encomendó: “…en su Nombre debía predicarse a todas las
naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de
todo esto…” La misión es la asunción de la bendición recibida y la
manifestación de que somos benditos.
La Ascención de Jesús es motivo de gozo y
plenitud para los discípulos. A veces queremos a Jesús en la tierra y no nos
damos cuenta que lo que necesitamos es ser elevados con Él al cielo. Si
asumimos enteramente el realismo de su bendición mientras ascendió a los cielos
podemos vivir esta experiencia y llevarla a su plenitud. Como los discípulos
una vez bendecidos se experimentan benditos y entonces desaparece la tristeza y
la duda como horizonte y amanece para ellos el gozo: “Los discípulos, que se habían
postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían
continuamente en el Templo alabando a Dios.”
Adoración, alegría y alabanza son la
actitud del discípulos frente a la ascensión de Jesús como plenitud de su
encarnación, pasión, muerte y resurrección.
Hoy nosotros estamos llamados a experimentar
esta adoración
al Dios que ha hecho maravillas en la persona de Jesús el Hijo Amado en quien
el Padre ha puesto su predilección, en este Hijo cuyo gozo y bendición es este
Padre que lo hace experimentar amado y conducido por el Espíritu aún en los
momentos más adversos. Nos postramos ante la maravilla de Dios, de tanto amor.
No hay adoración verdadera sin la experiencia de la admiración de tanto amor
mutuo.
Hoy nosotros estamos llamados a experimentar
esta alegría
de volver a la ciudad con esta novedad única que es Jesús que derrama todos los
dones del cielo sobre los que creen y son sus testigos y están llamados a hacer
de todos los hombres que se cruzan a su paso, benditos de Dios, por su acción
compasiva, misericordiosa y gozosa (Lc 15) Alegría que proviene del cielo, esto
es que no está fundada en las opciones de seguridades humanas que tenemos a
mano, sino en la libertad de hacernos como Jesús testigos del cielo. Hijos de
la providencia, hermanos providentes, ha quienes el Padre ha querido regalarles
el Reino y que por lo tanto tienen como única ocupación el Reino de Dios y su
justicia (Lc 12)
Hoy nosotros estamos llamados a experimentar
esta alabanza
como lenguaje del corazón creyente, del alma y del cuerpo rescatados de las
ataduras de las esclavitudes en las que los hombres nos metemos cuando nos
aferramos a un mundo sin Dios, y ya no nos dejamos conducir y llevar por el
Espíritu al estilo de Jesús. Nuestro vivir es para la alabanza a Dios, somos
una alabanza a Dios que traspasa el cielo y llega al oído de Dios.
Eso es la Eucaristía para nosotros los
creyentes, bendición de Dios que nos hace ascender con Jesús hasta las mismas
rodillas del Padre, hasta sus hombros y poder abrazarlo en nuestro itinerario
de retorno a la Casa del Padre. La Eucaristía es la bendición de Jesús a los
discípulos, en ella misma somos benditos, esto es, tomados por Dios y hecho don
para Dios y para los hermanos. Es en la Eucaristía donde todo lo que somos
queda transformado y elevado al Cielo y que a la vez nos lanza a los confines
de la ciudad y del mundo a anunciar.
“…los relatos
eucarísticos asocian estrechamente las bendiciones y la acción de gracias y que
en esta asociación la bendición representa el aspecto ritual y visible, el
gesto y la fórmula, mientras que la acción de gracias expresa el contenido de
los gestos y de las palabras. Este rito es, entre todos los que pudo el Señor
realizar en su vida, el único que se nos ha conservado, pues es el rito de la
nueva alianza. La bendición halla en él su total realización; es un don
expresado en una palabra inmediatamente eficaz; es el don perfecto del Padre a
sus hijos, toda su gracia, y el don perfecto del Hijo que ofrece su vida al
Padre, toda nuestra acción de gracias unida a la suya: es un don de fecundidad,
un misterio de vida y de comunión…” (Jacques Guillent, Voc. Teo. Bib.)
Por eso queridos hermanos: “Que
el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un
espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente.
Que él ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la
que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los
santos, y la extraordinaria grandeza del poder con que él obra en nosotros, los
creyentes, por la eficacia de su fuerza.”
P. Sergio-Pablo Beliera