HOMILÍA 4º Domingo de
Pascua, CICLO B, 29 DE ABRIL DE 2012
Hay momentos de la vida –que pueden ser
diarios, semanales, circunstanciales, por acontecimientos-, para detenerse y
mirar nuestra orientación, como estamos yendo hacia donde decidimos ir. Uno mira,
contempla, pule y afirma.
Los invito entonces, a que animados por cuatro
verbos para definir la propia existencia en relación con los demás, nos
adentremos en esta mirada:
El primero de ellos es: Dar. Verbo corto y conciso. Tres letras que definen todo una
actitud englobante y de alto impacto en la propia existencia y en la de los
demás. Jesús, lo usa hoy de la siguiente manera: “El buen Pastor da su vida por
las ovejas… Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo”. Impecable
expresión de lo que implica dar.
En el dar importa el que da, lo que da, como lo da y a quien lo da.
El que da,
es alguien que es un “buen Pastor”. La esencia de ese
buen Pastor es la gratuidad, no es asalariado. La gratuidad está sostenida en
la pertenencia, al buen Pastor le pertenecen las ovejas y por eso tiene real
preocupación.
Lo que se
da, es también muy importante. Y aquí otra vez Jesús nos ayuda enormemente:
“da
su vida”. No da algo anexo y prescindible, sino la vida misma, hasta la
muerte. La vida lo es todo y solo dando todo podemos saber cuanto apreciamos la
vida que tenemos. Dar la vida es el único modo que tenemos de no perderla por
circunstancias innecesarias o imprevisibles.
Entonces la actitud como se da la vida cobra su dimensión: “la doy por mí mismo”, dice
Jesús. Hay una actitud de anticipación, de ejercicio de la libertad, una
verdadera expresión de la libertad que se tiene respecto de la propia vida y de
la de los demás. Frente a la opción estoy invitado a tomar mi decisión de ser
yo mismo quien da el puntapié inicial de poner mi vida en juego, es fascinante.
Por eso, a
quien se da cobra importancia. Se da la vida “por la ovejas”. Doy mi
vida por lo que he generado gratuitamente y gratuitamente me pertenece, y por
eso gratuitamente doy mi vida por lo que he hecho mío, sin apropiármelo como si
fuera un ladrón. La razón de ser de quien se es tiene que ver a fin de cuenta
por quien se vive y se corre el riesgo de vivir.
Esto da lugar a que prestemos atención al
segundo verbo: conocer. El conocer
del que hablamos es aquel que parte de la mutua pertenencia. Es el apreciar ser
dado a luz y el apreciar lo que di a luz. Es un sano y arriesgado adentramiento
de uno en el otro. Jesús, lo expresa muy vitalmente: “conozco a mis ovejas, y mis
ovejas me conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre-”.
Es el conocer que se adquiere por estar dentro de la relación, en la trama
interior. Ese estar dentro de la mutua relación con el Padre, es la que nos
hace estar dentro de la mutua relación que se generan con los demás. No es una
cuestión de entendimiento intelectual, ni de entendimiento afectivo, es el
intelecto trascendental el que se pone en juego. Es la inteligencia del alma la
que conquista esta tierra que es capaz de acoger a unos y otros en el sembrar y
fructificar de la atención y despliegue mutuo.
Desde aquí es entonces que podemos prestar
atención al tercer verbo: conducir.
Este conducir es la expresión de la conciencia de que quien soy me pone en
camino hacia otros. Que magistralmente incluye a los que están cerca y que
desde esa cercanía me lanza a los que están lejos. Aquí Jesús es muy claro una
vez más desde su propia experiencia: “Tengo, además, otras ovejas que no son de
este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá
un solo rebaño y un solo Pastor”. El conducir de Jesús está lejos de
ser un mero mandar, un dirigir, un liderar, un presidir. El conducir que nos
propone Jesús, es un itinerario que me lleva a la tierra lejana del que he
descubierto –“otras ovejas”- y que tengo que prestar atención para que haya
una experiencia de mutualidad en el reconocerse. Que nos ponga a todos en la
experiencia de la unidad de “un solo rebaño”, una sola
humanidad, y “un solo Pastor”, un Voz que congregue por su presencia unánime.
Así pues, es que se vuelve significativo el
verbo recobrar. Porque nadie puede
recobrar lo que no ha puesto en juego, en riesgo, en la mesa común y que ha
sido tomado. Se recobra lo que se ha puesto al servicio de la comunión. Y es
por eso, que se lo puede recobrar no como un trofeo, sino como una garantía que
el amor dado es más fuerte que la muerte y sus matadores. De lo que tiene clara
conciencia Pedro al decir: “nuestro Señor Jesucristo de Nazaret, al que
ustedes crucificaron y Dios resucitó de entre lo muertos. Él es la piedra que
ustedes, los constructores, han rechazado, y ha llegado a ser la piedra
angular.” Así recobrar es un escalón más alto en el dar, porque la vida
recobrada es la vida que ya se puede dar sin límites de tiempo y espacio. Es la
irradiación del don que supera todos los obstáculos planteados por la carencia
de miras y la mezquindades de la ideología temporal.
Si doy mi vida libre y amorosamente en riesgo,
recobraré mi vida libre y amorosamente asegurada para un dar incalculable y
solo así podré conocer y conducir al estilo de Jesús el buen Pastor,
orientación definitiva para quienes lo escuchan y se dejan conducir por su
espíritu de unidad. Y así gritar en nuestra ciudad decididamente: “¡Miren
cómo nos amó el Padre!”
P. Sergio Pablo Beliera