Homilía 2º Domingo de Adviento, Ciclo C, 9 de
diciembre de 2012
La dispersión forma parte de unas de las experiencias más dolorosas
para la humanidad y más aún para el pueblo de Dios. Es la dolorosa experiencia
que rompe nuestra unidad fundamental y nos disgrega en partes que de ninguna
manera pueden ser el todo que formaban antes.
La dispersión, se vive como un duelo, porque se considera una
pérdida irreparable, la muerte ha hecho su obra y nos experimentamos separados
para siempre, es una pérdida de vida real y palpable que de alguna manera
quisiéramos recuperar. Se vive con aflicción, como nos experimentamos afectados
no solo personalmente sino como cuerpo, como comunidad viviente. La aflicción
es como una herida profunda que toca los órganos vitales, un dolor que no se
acaba nunca.
Si a nosotros esta experiencia de dispersión nos resulta intolerable,
cuanto más a Dios que nos creó desde la Comunión y para la Comunión. Dios no
tolera nuestra dispersión e ingeniosamente trabaja cada día para devolvernos a
la Comunión. Está dispuesto a grandes obras de ingeniería: “Porque Dios dispuso que sean
aplanadas las altas montañas y las colinas seculares, y que se rellenen los
valles hasta nivelar la tierra, para que Israel camine seguro bajo la gloria de
Dios. También los bosques y todas las plantas aromáticas darán sombra a Israel
por orden de Dios, porque Dios conducirá a Israel en la alegría, a la luz de su
gloria, acompañándolo con su misericordia y su justicia.” Impresionan
estas palabras cuando son tomadas ene serio, cuando uno se hunde en la
experiencia profunda de quien lo promete y está dispuesto a realizarlo. Algunos
aún piensan que Dios ha claudicado, se ha rendido frente a nuestra frustración,
frente a nuestra miseria evidente.
Basta con un hombre dispuesto para que todos los poderes que se
oponen a la Comunión y la Unidad, comiencen a ser como nada: “El
año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato
gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca
de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el pontificado de
Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en
el desierto.” Así se entienden estas palabras del Evangelio. Un hombre
bien dispuesto, bien preparado, templado y forjado en la soledad de la Comunión
con Dios en medio de todas las adversidades, un hombre sin aditamentos, sin
pesos y cargas excesivas. A ese Dios dirige su palabra, en ese Dios pone su
atención, desde allí Dios puede comenzar un movimiento que revierta el proceso
de degradación a la que se ve expuesto su pueblo. Dios no claudica frente a los
poderes humanos, se sobrepone desde el remoto desierto y avanza con un solo
hombre.
Eso es Juan para Dios, un hombre preparado para asumir la experiencia
de restablecer la comunión, de convocara a otros hombres: “Éste comenzó entonces a recorrer
toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el
perdón de los pecados… Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios”.
Comunión que comienza rompiendo nuestra dispersión interior. todo lo
que se ha establecido en el interior de cada hombre y que hiere y lastima la
Comunión con Dios. Que anida en el interior, en la mirada interior, en la
escucha interior, en la voz interior, en la fuerzas interiores, en las
fragilidades interiores, en las necesidades interiores, que son Dios mismo y
solo pueden ser restablecidas por Dios mismo, en la experiencia de una
conversación interior con Él, de un diálogo interior con Él que rompa con
nuestros tristes monólogos, con nuestros aislamientos de la fuente de la
Comunión. Y podamos orar: “…en mi oración pido que el amor de ustedes
crezca cada vez más en el conocimiento y en la plena comprensión, a fin de que
puedan discernir lo que es mejor.”
Comunión que busca restablecer nuestra Comunión como Pueblo. Porque
el individualismo, el divismo, el narcisismo, en egocentrismo, minan
constantemente nuestras bases de Comunión y aumentan exponencialmente nuestra
dispersión. Necesitamos una experiencia coral y orquestal a nivel de general.
Salir de tanto talento individual y unir nuestros talentos en una experiencia
de Comunión de talentos. Sonar al unísono con nuestros distintos instrumentos y
experimentar la belleza de la Comunión. Que cada uno y todos juntos podamos
decirnos: “Dios es testigo de que los quiero tiernamente a todos en el corazón de
Cristo Jesús.” Desde ese corazón solo puede haber Comunión.
Comunión que nos quita de encima todas las conductas de dispersión.
Necesitamos un camino de conversión, una experiencia de conversión constante
porque no nos basta la experiencia de una vez o de alguna vez. Nuestra
conductas de dispersión son demasiadas como para sobrevivir al simplista
voluntarismo de un cambio heroico alguna vez. La humildad reclama conductas de
Comunión en todos los niveles, ya que descuidar un nivel sería poner todo en
riesgo a pesar de haber hecho algo bien.
Señor y Padre de la Comunión,
nos aferramos a tu promesa: “…sube a lo
alto y dirige tu mirada hacia el Oriente: mira a tus hijos reunidos desde el
oriente al occidente por la palabra del Santo, llenos de gozo, porque Dios se
acordó de ellos…”. Danos sabiduría, penitencia y fortaleza para una
conversión constante hacia la Comunión y que cada uno seamos un Juan Bautista
para este tiempo.
P. Sergio-Pablo Beliera