HOMILÍA 5º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 5 DE
FEBRERO DE 2012
“Al atardecer, después de
ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados,
y la ciudad
entera se reunió delante de la puerta.” Allí estabas vos, yo y todos los hombres y mujeres con nuestro dolor
a cuesta. Todo el dolor del mundo ante Jesús. Uno, cientos y miles… a todos los
recibe en su entero dolor, enfermos y endemoniados, todos con su peso a cuesta.
Todos se vuelven hacia Jesús, llenan su puerta y golpean a ella con su dolor.
Jesús, frente a esta multitud de
dolores comienza a cargar los dolores de los hombres escuchándolos y
curándolos. Se va haciendo el “…despreciado, desechado por los hombres,
abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se
aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba
nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencia, y nosotros lo considerábamos
golpeado, herido por Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías
y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre
él y por sus heridas fuimos sanados.” Ora ante,
con y por los que sufren, esa es su medicina: pide al Padre, sus manos se
elevan al Cielo, sus manos se posan desde el Cielo sobre el que sufre y
sobreviene sobre el una esperanza perdida.
Miles y miles a lo largo de la
historia golpean con su frustración y desesperación a la Puerta de la
Esperanza, que es Jesús. Son tantos que hombre alguno podrá hacer por sí solo,
ni aún cuando todos nos reuniéramos con toda la ciencia del mundo, podremos dar
una respuesta acabada al dolor de los hombres. No podemos reemplazar a Dios, ni
siquiera en lo que es bueno y esté a nuestro alcance. Es lo que aprendió
sufriendo Jesús y nos enseña a todos por siempre.
No podemos quitar un dolor
humano sin darle la esperanza divina de contar con el amor de Dios, porque
nuestra acción será incompleta e inútil. No podemos devolver la salud a
temporal o prolongar la vida de alguien, sin darle la salud de la vida de Dios
en sus vidas, porque no habremos hecho otra cosa que una obra buena pero que
distrae o disuade de la verdadera necesidad humana: que en medio de cualquier
acontecimiento experimentemos el ser amados y sostenidos por el amor del Padre
en la experiencia de Jesús.
Y como todos lo “andan
buscando”, Jesús ora en lo profundo, para llegar desde ese encuentro
con el Padre a todos. Desde la oración íntima y secreta, Jesús, extiende su
mano sobre todos los dolores humanos y nos devuelve la esperanza. Jesús sigue
su marcha de pueblo en pueblo, aunque eso no baste, porque nunca bastará hasta
que llegue la consumación de los tiempos y entonces si cese todo sufrimiento y
llanto. Mientras tanto el anunciar despojado y libre del Evangelio, de la Buena
Noticia de que no estamos solos frente a nuestras duras realidades, es la mejor
medicina que Jesús tiene para ofrecernos. Un Jesús, que se hace “todo
para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio.” Es
el precio de Cuerpo y de su Sangre. Desde ahí Jesús se hace fuerte aquí y allá
para volver su Palabra aún más cercana a nuestra angustia: “me han tocado en herencia meses
vacíos, me han sido asignadas noches de dolor.”
Es en la Eucaristía, con la mesa
de su Palabra y la mesa de su Cuerpo y su Sangre, la oración más plena y eficaz,
porque es la ofrenda de Jesús al Padre. En ella encontramos lo que buscábamos. Porque
al darse Jesús por entero, recibe por entero el amor del Padre, y el mundo
recibe el derrame de semejante amor, la irradiación de ese amor, cuya ausencia
en nuestras vidas es el verdadero y más profundo dolor, enfermedad y
desesperanza.
Cuando oremos por un enfermo
desde la experiencia de Jesús, con la disposición de Jesús, con los motivos de
Jesús, con el estilo de Jesús, con la convicción de Jesús, recibiremos la respuesta
del Padre a Jesús, el consuelo del Padre a Jesús, la esperanza del Padre a
Jesús, el amor del Padre a Jesús. Nuestra oración encontrará lo que andaba
buscando y no podía encontrar en sí misma.
Vayamos con Jesús a las
realidades circundantes de nuestra ciudad, con su fervor, con su celo, con su
disponibilidad y entrega, y entonces seremos esperanza y consuelo vivo para los
que la necesitan.
Si nuestros dolores no nos
vuelven más orante como Jesús, no tienen sentido o los hemos vaciado del
sentido que el Padre les imprimió para que no sean vacío y nada. Oremos desde
el sufrimiento de los hombres y no solo por el sufrimiento de los hombres y
habremos encontrado la Puerta de la Esperanza que es Jesús.
P. Sergio Pablo Beliera