En este domingo de la Sagrada Familia de Jesús, María y
José, les propongo meditar dos puntos surgidos de la Palabra de Dios de esta
fiesta.
El primero de ellos es la conciencia creyente que todo
hijo en el seno de una familia de padres creyentes, pertenece en primer lugar a
Dios, es un hijo para Dios, un hijo que está llamado a ser hijo de Dios.
Los hijos o el hijo de una matrimonio creyente proviene
de ese amor consagrado a Dios y como viene de Dios vuelve a las manos de Dios.
No es pues, una propiedad de los padres que lo han engendrado y criado, sino un
don que se recibe, se cuida y se da a Dios.
Es eso lo que expresas hoy las palabras de Ana: “Era
este niño lo que yo suplicaba al Señor, y él me concedió lo que le pedía. Ahora
yo, a mi vez, se lo cedo a él…”
No podría decir cuan viva o adormecida está esta
conciencia en los esposos y padres cristianos. Pero sea como sea, es una
conciencia que forma parte en sí misma del ser y hacer de un matrimonio
cristiano y por lo tanto lo que constituye una familia cristiana.
Así, la familia se hace cristiana no tanto por sus
prácticas (en plural) sino por esta práctica de consagración en que permanece
todo lo que en ella se engendra y crece. No siendo los hijos nominalmente o
simbólicamente de Dios y para Dios, sino de hecho y voluntariamente provienen
del vínculo consagrado a Dios y permanecen con la gracia de ese vínculo a Dios
y de Dios.
¿Es esta una conciencia
viva y motivadora del ser y el hacer de la familia creyente – cristiana?
¿Cómo se manifestaría y
que consecuencias serían esperables de una conciencia del don del tipo que
hemos mencionado?
Esta conciencia del don del fruto del matrimonio
consagrado a Dios, hace entrar a la familia cristiana en una experiencia de
desapropiación y donación mutua de consecuencia benéficas impensables o
inimaginables si no es en el plano de la santidad de Dios en la que es
concebida y en la que está llamada a permanecer. Sólo así nos pertenecemos
mutuamente a Dios.
Es lo que contiene la extraordinaria conciencia de Jesús
al entrar en su adolescencia y que conforma la interpelación filial a sus
padres: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo debo ocuparme de los asuntos
de mi Padre?” Es la conciencia reflexiva de Jesús hijo de María y de
José de su vocación permanente a Dios Padre. Conciencia que es nuestra en
nuestra condición de hijos en el Hijo Jesús. De hecho se dice lo mismo de otra
forma, de María y José al comienzo de esta escena evangélica: “Los
padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua.”
En segundo lugar, es la consecuencia inmediata de esta
realidad de ser hijo de Dios en el seno de una familia de Dios. Y que implica
las dimensiones de crecimiento, desarrollo e interés en que la familia
cristiana se mueve y por lo tanto se ve inmersa tanto en su dimensión de
esposos, como en su dimensión de padres y de hijos.
Se dice de Jesús que: “…iba creciendo en sabiduría, en
estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.”
El plan estratégico del proceso de madurez en una familia
creyente – cristiana, se propone una actitud constate para el hijo y otra para
los padres:
- “…(Jesús) vivía sujeto a ellos.” La obediencia filial y confiada. Jesús
practica la relación de hijo en todo su realismo encarnado y desde ella
construye la relación con el Padre desde su encarnación sin ahorrarse la
experiencia de hombre que eso supone. No es para Jesús una doble obediencia
sino dos instancias de una misma y única obediencia, que es escucha atenta y disponibilidad
a realizar lo que se escucha
- “Su madre conservaba estas cosas en su
corazón.” La contemplación paciente y vigilante de los padres. No son
sujetos pasivos, sino que actuando desapropiadamente sobre su hijo que es Hijo
del Padre ante todo, ejercen toda su vocación de padres que el mismo Dios les
ha confiado. Los padres están llamados a escrutar en el misterio de Dios el ser
y la vocación del hijo.
Y tres planos de crecimiento:
- Crecer en sabiduría: Esto es, ir haciendo
el oído a Dios, a su Palabra, que es la máxima expresión de la sabiduría y cuya
plenitud será el mismo Hijo de Dios Jesús, que hará suya la experiencia que el
hombre vive “de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Por lo que implica
un desarrollo de la inteligencia en todas sus manifestaciones, siempre al mismo
ritmo que se desarrolla el ir pensando como Dios piensa. Es un ir adquiriendo
el estilo de concebir, desarrollar y poner en acto las cosas como Dios lo hace.
- Crecer en estatura: esto es, hacer los
procesos debidos a cada etapa de la infancia-adolescencia-juventud. Adquiriendo
la madurez que cada edad conlleva y siendo protagonista de ese proceso de en la
propia persona y en lo que esa madurez implica para los otros que deben
recibirla. A la vez es un desarrollo de la madurez que implica algo que se va
haciendo y siempre inacabado, que alcanzará su plenitud en un punto desconocido
para nosotros, pero que se pondrá de manifiesto.
-
Crecer en gracia: esto es, un proceso progresivo
de docilidad al influjo permanente de Dios por amor a su paternidad,
incondicionalidad y gratuidad. Este influjo de Dios va acompañando a la persona
paso a paso, y a la vez la provoca a estados más hondo de reciprocidad con su
imagen y semejanza de Dios. Es por lo tanto un crecimiento en la amistad interior
con Dios y en la manifestación en actos o virtudes. Aquí ocupan un lugar
privilegiado la oración personal y comunitaria, como la experiencia de la
caridad para con el otro.
La familia cristiana pues tiene mucha riqueza y a la vez
mucha tarea que hacer, para aportar al mundo su novedad, originalidad y don, e
influir amorosamente sobre un mundo que se ve desafiado por un bien atrayente.
“¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos
hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente.”
P. Sergio-Pablo Beliera