Homilía 1º Domingo de Adviento, Ciclo C, 2 de
diciembre de 2012
Comenzamos el Adviento. Y recordemos desde el inicio que es un
tiempo, y como tal tiene un clima propio que merece nuestra especial atención.
Y digámoslo desde el comienzo con voz clara y firme, los creyentes
del Tercer Milenio tenemos una deuda con este tiempo y con lo que el significa
y manifiesta de nuestra fe.
El corazón de este tiempo, su núcleo, su razón de ser, está
expresado en las palabras de Jesús mismo: “Entonces se verá al Hijo del hombre venir
sobre una nube, lleno de poder y de gloria.” Es esta venida de Jesucristo
desde el Cielo, lleno de la magnificencia de lo bello y esplendoroso, el punto
y cuestión de estas cuatro semanas.
Y nosotros como creyentes de este tiempo, tenemos el desafío de
ganar para nuestra fe esta espera de semejante venida. Totalmente desconocida e
inimaginable para nosotros. Pero fundamental para nuestra fe. Recuperar el
asombro de una venida que se nos anuncia como la liberación definitiva, no es
algo para dejar de lado.
Porque todos podemos llenarnos la boca de palabras de esperanza,
pero podemos olvidar que la esperanza no es una ilusión, no es un anhelo
incierto, no es un optimismo vital… No, la esperanza es esperar a una Persona,
esperar a Alguien, que puede colmarme, plenificarnos, llevarnos al punto máximo
de la existencia. La esperanza tiene el nombre de Jesucristo. No de Jesús a
secas, sino del Jesús colmado y Señor de todo que viene a hacernos señores a
nosotros de una realidad que de otra forma se nos escapa de las manos. Con
verdadera esperanza escuchamos esta promesa: “En aquellos días y en aquel
tiempo, haré brotar para David un germen justo, y él practicará la justicia y
el derecho en el país.”
Los creyentes de este tiempo, somos hijos de una época que vive
entre la desesperanza frente a tantas y tantas desilusiones vividas, y la
esperanza-ilusión de la falsedad y la fantasía que manifiesta nuestra
intolerancia frente a la realidad tan dura que se nos impone ante nuestra
vista. Esta época o no espera nada o lo espera todo de sí misma, cerrada sobre
si misma en cualquiera de sus dos expresiones patéticas, que acabamos de
mencionar.
Volver a esperar en Jesucristo y a Jesucristo en su plenitud y para
nuestra plenitud, es fundamental para que nuestra fe no quede encerrada en
nuestra concepción de la historia, en nuestra percepción de la historia, en
nuestro modo de hacer la historia. Ese encierro es una gran trampa y una gran
carencia que nos lleva lejos de la esperanza, que como puente entre la fe y la
caridad, quiere llevarnos de manera cierta de la fe en Jesús al amor a Jesús.
De ahí, que esperar a Jesucristo en su plenitud, signifique para
nosotros una forma de esperar, un estilo de esperar, que abarca toda nuestra
existencia. El mismo Jesús nos advierte qué imposibilita esa espera y qué la
hace óptima: “…tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la
liberación. Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez
y las preocupaciones de la vida… Estén prevenidos y oren incesantemente…”
Son cinco actitudes necesarias: tener ánimo, tener la cabeza alta,
no dejarse aturdir, estar prevenidos y orar sin cesar.
De las cinco, Jesús se extiende en “no dejarse aturdir”. Y
lo hace con tres ejemplos: “los excesos, la embriaguez y las
preocupaciones de la vida”. Esta aturdido aquel que está confundido, desconcertado, pasmado, que procede sin
reflexión. ¿Qué puede ponernos en este
estado de tanta debilidad, de tanta fragilidad? Para Jesús son:
- los excesos, o sea, lo que nos hace pasar
más allá de la medida o de lo establecido, lo que sale en cualquier línea de
los límites de lo ordinario o de lo lícito, lo que es abuso, lo que enajena y
nos lleva al dominio de sentidos, lo que es vicio. La falta de pureza y de
inocencia.
- la embriaguez, esto es, la confusión,
desorden, desconcierto, de cada una de las tres facultades del alma, es decir, el
entendimiento, la voluntad y la memoria; la anulación de nuestra capacidad
pasiva para recibir el acto bueno, el cegamiento de la capacidad de llegar a
ser). Por eso es el enajenamiento del ánimo. Es la atadura al placer. Nuestra
incapacidad para ser esta en paz en la sobriedad.
- las preocupaciones de la vida, ocuparnos
antes o anticipadamente algo ciegamente; producir intranquilidad, temor,
angustia o inquietud; esto influye en los demás negativamente haciendo que a
alguien le sea difícil admitir o pensar en otras cosas. Es estar interesado extremadamente
o encaprichado en una persona, en una opinión o en una situación. Es la negación
de la confianza.
Nuestra vida no puede dejarse conducir por la
esperanza y por la espera de Jesucristo en este estado de aturdimiento tan
propio de nuestra cultura, siempre carente de serenidad y sosegamiento, por
vivir encerrados en nosotros mismos, sin miras más allá de nosotros mismos,
solo asentados en nuestra posibilidades, en nuestros criterios carentes de la
mirada puesta en el Señor que quiere nuestra liberación. Erradiquemos todo
aturdimiento. Señor libéranos de todo
aturdimiento…
Se sale de este estado con la preparación cotidiana
para esta venida, con la disposición de apertura a lo que pueda venir de Dios
hacia nosotros. Y por supuesto, con un dialogo constante con Dios, que
manifiesta nuestra apertura a una amistad con Él que siempre permanece abiertos
a nosotros. La práctica de la oración constante, continua, que levanta la
mirada a Dios en instantes llenos de esperanza en su amorosa compañía, es
imprescindible, pero a la vez posible. ¿Quién
puede decir que por ocupado que esté, que por afligido que se encuentre, no
puede elevarse a Dios con su pensamiento y su afecto y dejarse encontrar por el
Dios que se abaja a nosotros para encontrarnos? Nadie puede decir que no, o
sea todos podemos vivir en esta comunión constante con el Dios que viene y que
espera encontrarnos abiertos y despejados a Él, que quita todo obstáculo con su
amor.
Repitamos
esperanzados y expectantes: A ti, Señor, elevo
mi alma.
P. Sergio-Pablo Beliera