domingo, 17 de agosto de 2014

Homilía 20° Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 17 de agosto de 2014

En tiempos de resurgimientos de nacionalismos malsanos, podemos llegar a olvidar nuestra vocación universal.
O dicho de otra manera, el único motivo de marcar las diferencias es que estas enriquezcan la unidad que conformamos como humanidad frente a la mirada y el corazón de Dios.
Etnias, culturas, nacionalidades, subculturas urbanas o tribus urbanas, de aquí o de allí, y muchas otras diferencias marcadas, están explícitamente llamadas a encontrarse en la universalidad del ser humanos e hijos de Dios en este tiempo para serlo para siempre.
Conmueve la decisión de Dios de ampliar los horizontes, de abrir las puertas, de ensanchar las relaciones: “Y a los hijos de una tierra extranjera que se han unido al Señor para servirlo, para amar el nombre del Señor y para ser sus servidores… yo los conduciré hasta mi santa Montaña y los colmaré de alegría en mi Casa de oración… porque mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos.”
Conmueve la conciencia de la cananea que con las migajas que caen de la mesa de la Alianza de amor de Dios con el pueblo de Israel, ella y los suyos pueden saciarse infinitamente: “"¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!". Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!".”
La decisión de Dios de incluir a todos y la decisión de la mujer que con poco puede recibir mucho, es un desafío conmovedor. Un potente cuestionamiento que nos lanza a una generosidad que desborda nuestros límites humanos de concebir a Dios y nuestras relaciones con Él y de concebir la riqueza que puede irradiar las relaciones bien vividas con Dios y entre nosotros los humanos.
No es tanto lo que la humanidad necesita para sentirse feliz, plena, alegre. Basta con que lo que nos ha sido dado comience a circular sin condicionamientos históricos o ideológicos. A fin de cuenta un pobre es un pobre en cualquier parte de la Tierra, un enfermo es un enfermo en cualquier localidad del mundo, una persona necesitada de misericordia y perdón lo es esté donde esté y sea quien sea.
¿Porqué habríamos de negárselo?
¿Porqué habríamos de ponerle límites a la generosidad, a la oportunidad, a la vida?
¿Es que no nos conmueve la súplica insistente de tantos que alzan su voz suplicando: “Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!".”?
Unos rogamos como la cananea: “Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!".” Para ser escuchados en nuestras miserias y angustias más profundas porque sólo no podemos. Otros rogamos como la cananea: “Pero la mujer fue a postrarse ante él y le dijo: "¡Señor, socórreme!".”, para no ser sordos a la necesidades de nuestros hermanos y participar de la abundante generosidad de Dios.
Porque así como en el Padre nuestro rogamos al Padre que se haga su voluntad en la tierra como se hace en el cielo; hoy Jesús dice a la cananea que Dios está dispuesto a hacer la voluntad del hombre cuando su fe es grande manifestada en una súplica humilde, insistente, conciente de las posibilidades de quien da y de lo que un poco de lo que Él da puede producir, que se anima a responder a Dios desde su necesidad y a aceptar su generosidad.
El buen amor hacia lo que es un bien nuestra vida, debe traducirse en una oración clara, que se pone a los pies de Dios hambriento de lo que pueda darnos saliendo de su mesa, y que se hace constante, que no teme, que confía a pesar de su situación desventajosa.
Que nos animemos a saciarnos de la mesa abundante de la Palabra y de la Eucaristía para abrirnos a todos con generosidad y soltura, sin ataduras al estilo de Jesús que no teme consentir la voluntad del hombre cuando esta es tan generosa como la suya. “Entonces Jesús le dijo: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!".”


P. Sergio-Pablo Beliera