sábado, 19 de abril de 2014

Homilía Vigilia Pascual, Ciclo A, 19 de abril de 2014

Estamos en casa, hemos regresado a la Iglesia para meditar en los acontecimientos que nos llevan a creer en Jesús Resucitado.
Nuestra inteligencia no alcanza a comprender el significado de semejante acontecimiento.
Nuestro corazón lo desea ardientemente porque de ninguna manera queremos perder a Aquel que nos ha amado de una manera única desde que lo seguimos.
Los acontecimientos nos superan porque lo que tenemos aún entre nosotros no es más que los signos de que no esta en el sepulcro, sabemos que esta abierto y que sus vendas están en el suelo, como despojos solitarios que o pueden vestir al que Vive, que ya no esta entre los muertos.

Pero, ¿dónde estas Señor?
"Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto", sigue siendo un anuncio que nos conmueve. 
¿Quién en la noche se ha llevado a nuestro Señor?
¿Y dónde lo han puesto?

Si contemplamos las Escrituras, como hemos hecho esta noche, descubrimos que es la obra del Padre que el Señor Jesús no este en el sepulcro. Es el Padre que no soporta ya la ausencia de su Hijo Único hecho Carne en Jesús y lo quiere recuperar completo, porque completa ha sido la obediencia y fidelidad de Jesús que no ha tocado el árbol de la vida y de la muerte sin su consentimiento, que no ha probado el árbol del conocimiento del bien y del mal, sino que se ha dedicado a trabajar en la obra del Padre sin tener otro guía y otra ciencia que la de la unión con Él. Ha sido el Buen Hijo Jesús que ha correspondido al Buen Padre Dios.

Ese quien es también el Hijo Jesús, que después de aguardar el tiempo indicado, se ha apresurado a volver a la Vida del Padre, donde no hay muerte ni dolor, sino Vida y Abundancia. Es el Hijo Fiel que no sólo tiene "poder para dar la vida sino también para recobrarla: porque ese es el mandato que recibí de mi Padre". El Hijo ama al Padre y hace todo lo que el le manda porque el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre y nadie puede destruir ese Ágape divino. El Hijo corrió a los brazos del Padre y comenzó la fiesta.

Pero, ¿dónde lo han puesto?
El Hijo a vuelto a la Casa del Padre, porque el Hijo vive con el Padre en su Casa porque todo lo que es del Padre es del Hijo.
Y en la Casa del Padre, el Hijo a sido sentado a la Mesa en el lugar principal después de un tiempo de ausencia. Y aunque el Hijo eterno del Padre nunca puede ausentarse de Él, el Hijo lo ha hecho para recuperar a sus hermanos que se habían extraviado. 
¡Y que no hará el Hijo por aquellos que ama el Padre!
El Padre que había salido a buscar a Adán, se encontró con el Hijo que salió en lugar de Adán y el Padre no se negó a tanto amor, y dejo que el Hijo hiciera  el camino de Adán para que este retornara finalmente.
¡Como no lo iba atraer desde el fondo de los abismos a ese Hijo que se había hecho el último por la última obra de su creación! Y lo puso en el primer lugar por su humildad y le dio el Nombre que esta sobré todo Nombre, para que al nombres de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesucristo es el Señor.

Todo esto sucede velado a nuestros ojos humanos, pero revelado a los ojos de la fe. En la fe, la inteligencia y el corazón encuentran su respuesta. 
Y en la fe entonces velamos y permanecemos, a la Luz de la Palabra, del Bautismo y de la Eucaristía, para que creyendo tengamos la Vida de Aquel que las ataduras de la muerte no han podido sujetar.
Esa fe que se manifiesta en los signos y las palabras de este Día  Santo que hizo el Señor:
Los signos de la Luz, del Agua y de la Eucaristía.
Las Palabras, "Resucitó", "Creo", "Amén".

En la esperanza cantamos para rasgar la oscuridad de esta Noche y clamar en la alborada: "Oh Maestro, ¡despierta! De entré los muertos ¡levántate! Concédenos tu santa Resurrección."

Y enamorados suspiramos para iluminar esta Noche: ¡La voz de mi Amado, he aquí que viene!

En esta Noche Santa, somos los discípulos de la madrugada "aún en las tinieblas de la noche", los "centinelas del mañana" como decía Juan Pablo II.

El hombre Pascual, el que vive de la angustia de la ausencia de su Señor, se levanta antes de que despunte el alba, para esperar a nuestro Amor Resucitado Jesús.

Aún persiste en nosotros la experiencia de la muerte del Viernes Santo, del silencio del Sábado, pero auguramos la Pascua del Señor Resucitado, que vence las ataduras de la muerte.

¡Cuanta esperanza se requiere para adelantarse al día y gozar de lo que aún no vemos!
La experiencia de pre-gustar los acontecimientos nos hace prolongar el gozo de algo largamente esperado y a la vez sorprendente.

Los discípulos de Jesús debemos madrugar para que la noche se vea iluminada por nuestro amor antes que salga el sol.

Nos cuesta levantarnos antes que el resto de los hombres que no creen en JesúsResucitado, pero a pesar de ello, nos levantamos aunque en pequeños grupos de creyentes para que la humanidad entera reciba los beneficios de este amor que nos despierta para ir en busca del Amado Jesús a quien anhelamos cuando no lo tenemos, después de haberlo gustado tanto cuando lo experimentamos entre nosotros.

Si es verdad que esta es una de las sociedades más secularizadas de América Latina, como nos decía Don Ricardo Cardenal de Santiago, nuestra audacia de amar al Señor Jesús y de no resistir estar sin Él, deben ser mayores aún, porque como cuando un soldado cae, los otros deben ocupar su lugar, nosotros frente al desdibujamiento del encuentro con Jesús Muerto y Resucitado, estamos llamados no sólo a ocupar nuestro lugar, sino a no dejar vacío el de nuestros hermanos que pierden esa vivencia de la fe, de la esperanza y del amor a Jesús Muerto y Resucitado, y a la vez, debemos levantarnos presurosos animados por el amor al Señor a llevar ese amor a todos, aunque sea de noche, aún "en las tinieblas de la noche."

En esta Noche Santa, somos además los discípulos que en esta hora de la humanidad y de la Iglesia, corremos con premura como María Magdalena: "corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba".

Somos discípulos de Jesús Muerto y Resucitado en carrera hacia el encuentro de aquellos con los que compartimos el amor al Señor, la esperanza en Él, aunque aún nuestra fe este descolocada.

Los discípulos de Jesús "en las tinieblas de la noche" de este tiempo de la historia que nos han llamado a vivir, corremos al encuentro de nuestros hermanos que tiene la experiencia de la fe y del amor al Señor. Si, como María Magdalena que representa la esperanza, corremos al encuentro de los que representan la fe y el amor del que "tiene palabras de vida eterna".

Corremos pero no en vano, sino para ver y creer, no con nuestros ojos ni con nuestra inteligencia, sino con sus ojos y su inteligencia, la de Jesús de Nazaret Muerto y Resucitado.

Como Pedro y el discípulo amado, corremos a ver que ha pasado con el Señor Jesús, y frente a los pobres signos primero vemos la ausencia, como muchas veces nos pasa, vemos primero lo que falta, vemos lo que no esta.

Luego, recién podemos ver y creer, por la gracia del amor que nos une al Señor Jesús, amor que renace en medio de la crisis de su ausencia a nuestros ojos, a nuestro oídos, pero no a esa experiencia indescriptible de lo que es su presencia marcada a fuego en lo que hemos vivido con Él.

No podemos encontrar a Jesús ya donde Él no esta, se ha ido de todas las tumbas, de todos los lugares de muerte, para transformarlos en lugares de ver y creer en lo que nos ha dicho y nos ha hecho experimentar.

Por eso corremos finalmente a las Escrituras, como hemos hecho esta Noche Santa. Ellas leídas y meditadas a la luz de Jesús Muerto y Resucitado, nos dan el fundamento que a nuestra inteligencia le falta, que nuestra sensibilidad no puede hallar. Sobre el sólido fundamento de las Escrituras entonces se "comprendemos" lo que nuestros corazones esperan y aman.

El amor al Señor Jesús nos hace ver y creer adelantándose a la comprensión.
La esperanza en el Señor Jesús nos hace ver y creer adelantándose a la comprensión.
Entonces si viene la fe que entiende y consolida el Amor y la Esperanza.

En la esperanza cantamos para rasgar la oscuridad de esta Noche y clamar en la alborada: "Oh Maestro, ¡despierta! De entré los muertos ¡levántate! Concédenos tu santa Resurrección."

Y enamorados suspiramos para iluminar esta Noche: ¡La voz de mi Amado, he aquí que viene!


P. Sergio-Pablo Beliera

martes, 15 de abril de 2014

Homilía Domingo de Ramos, Ciclo A, 13 de abril de 2014

            Hemos aclamado a Jesús como nuestro Señor: 
¡Hosanna al Hijo de David! 
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Estas aclamaciones provienen en cada uno de nosotros, de una experiencia con Jesús, se sustentan en una experiencia de vida con Él, si no fuera así estas aclamaciones quedarían sin fundamento, serían palabras vacías provenientes de un corazón vacío, que el Señor Jesús no ha podido tocar ni llenar fruto de nuestra resistencia.

¿Desde dónde han brotado en mí estas aclamaciones al Señor Jesús? 
¿Qué fibras íntimas había tocado Jesús, para que yo lo aclame como mi Dios y Señor? 
¿Puedo reconocer la experiencia de mis hermanos desde la cual brotan estas aclamaciones?

Estas aclamaciones insistentes tienen consecuencias en nuestras vidas. Somos lo que decimos. Nos hacen a nosotros aclamaciones vivas del Señor Jesús como Señor de todos los hombres y de todas las causas de los hombres. Son nuestra confesión de fe y a la vez nuestro testimonio que la fe modela nuestras vidas y lo gritamos gozosos a todos los que quieran oírlo, y aún si no quieren oírlo, con oportunidad o sin ella.

¿He experimentado la dicha bienaventurada de vivir las consecuencias de mi opción por Jesús?
¿Qué camino tengo hecho en la experiencia de ser modelados por nuestra confesión de fe y nuestro testimonio?
¿Soy capaz de hablar de nuestro amor por el Señor con oportunidad o sin ella?

¡Que  bueno para el hombre alegrarse por la visita de su Dios y Señor! Y hacerlo públicamente. Hoy hemos hecho público el amor del Señor Jesús por nosotros y de nosotros por el Señor Jesús, hasta animarnos al ridículo delante de los otros, como cualquier enamorado lo haría, pero esta vez porque hemos descubierto en Jesús un Amor inigualable.

El mundo de los hombres necesita de este amor público al Señor Jesús, de estas aclamaciones a Dios, de este silencio roto en honor de nuestro Padre creador, por su Hijo Salvador y por su Espíritu santificador. Si nosotros no los aclamáramos públicamente, las rocas tendrían que hacerlo por nosotros.

¿Hasta dónde se podría decir que he experimentado esta urgencia de un amor público por el Señor Jesús?

Por último hemos hecho una proclamación, un anuncio completo de la pasión del Señor Jesús. Al inicio de la Semana Santa, leemos de manera integra la pasión de nuestro Señor Jesucristo, para que nuestra tendencia al cortoplacismo, a lo inmediato, a no llegar a ver más allá de nuestra narices, nuestro rechazo a la historia completa tal cual ella es, reciba el remedio que necesitamos.

   Los cristianos necesitamos antes que nadie:
      escuchar, 
         leer, 
            contemplar, 
               meditar y 
                  anunciar, 
la pasión del Señor en toda circunstancia, pero sobre todo en los momentos que consideramos triunfales de nuestra existencia, para hacer siempre pie, para no pisar en falso, para no creérnosla, para ser realistas y no idealistas o fantasiosos. No podemos ser cristianos de papel maceé, sino de carne y espíritu. 

No es bueno que nos engañemos a nosotros mismos. Siempre celebramos en nuestras existencias personales y comunitarias la pasión, muerte y resurrección del Señor. Llevamos en nuestras vidas compartidas las marcas de Jesús rechazado, condenado injustamente, torturado, ridiculizado, muerto, resucitado y glorificado; y ese es nuestro honor y gloria. Llevar la misma suerte de nuestro Señor, ya que Él lleva la misma condición que nosotros.

Recemos una vez más como hemos comenzado este domingo de Ramos:
"Señor, haz que arda en mí el fuego del amor divino,
Que la llama de tu amor suba más alto que las estrellas,
Que arda sin cesar en mi interior
El deseo de corresponder a tu infinita ternura" (Oficio de Ramos II, 2)



P. Sergio-Pablo Beliera