domingo, 4 de enero de 2015

Homilía 2º Domingo después de Navidad, Ciclo B, 4 de enero de 2015

Con algo de distancia del día de Navidad, continuamos contemplando y haciendo nuestro este misterio de la fe que configura toda nuestra existencia cristiana. Tal es así como lo expresa el evangelio de san Juan hoy en su prólogo.
Toda la existencia humana proviene de esta obra del Nacimiento de nuestro Señor Jesús, y esa obra está sostenida en una existencia que está desde el Origen del origen, porque es el Origen mismo, pero no sólo es un antes sino que también es un durante y un después de nuestros parámetros humanos de medir el tiempo y el espacio (consientes que estos parámetros no alcanzan a expresar la totalidad de lo que es Dios y de lo que su existencia en nuestras vidas implica).
Este misterio de Navidad es un misterio de Vida, de Luz, de Gloria, de Gracia, de Verdad, que lo envuelve todo. La palabra envuelve es muy apropiada para expresar la experiencia de quien experimenta el don del nacimiento del Señor Jesús como un niño puramente humano pero que es Dios naciendo cuando Dios no debería nacer, pero elige nacer. Y ese misterio de una voluntad que hace por nosotros lo que no debería hacer porque no se corresponde con lo que es, sin embargo es lo que elige y eso nos revela lo que Él, y por lo tanto lo que podemos llegar a ser si lo recibimos tal cual Él se nos presenta. Contemplando lo que Dios hace en el nacimiento de Jesús por puro amor y amor de gratuidad, podemos comprender algo de lo que estamos llamados a ser y a hacer.
Si en Navidad contemplamos con los ojos de la fe a Dios en un Niño, hoy después de unos días nos centramos en contemplar con esos mismos ojos la fuerza, la potencia, la grandeza que viene a nosotros en ese ocultamiento, en ese abajamiento.
Nos queremos hacer plenamente concientes del despliegue de Vida que hay en esa vida,
de la irradiación de Luz que nos ilumina en medio de la oscuridad de este universo,
de la dignidad impensada que todo lo impregna esa Gloria de Dios,
del Amor (gracia sobre gracia) que los envuelve todo y que llena de ternura nuestra áspera existencia,
de la Verdad viva y palpable que sólo por la fe puede ser acariciada y hacer nuestra existencia próxima y desplegable.
En efecto el Dios que se manifiesta en el Niño Jesús que fijó su carpa entre nosotros y nos hizo su herencia, es acción, humilde acción, que esconde una acción que nos atrae hacia esa humildad y la despliega en nosotros.
Este Dios intangible que se hace tangible en la humildad de la carne, de la existencia de Jesús, nos cuestiona sobre si lo recibimos o no,
y no sólo es, sino cómo y de que manera lo recibimos…
Algunos se enternece ante este Dios hecho Niño Jesús, pero se quedan ahí en un romanticismo desencarnado porque no pueden dar el paso de encarnarse ellos y experimentar lo que significa entrar en el tiempo y darse en el tiempo, dando el tiempo, porque estamos en él pero no somos dueños de él, ya que es un vehículo para darnos y no para reservarnos o para gastarlo inútilmente. Así es como muchos de nosotros no maduramos, no crecemos, no nos desarrollamos, no progresamos sino que lo que crece es una egocentrismo romántico sobre sí mismo y los sentimientos pero nada más.
Algunos se aferran tanto a que ese Niño es Dios, que empiezan a hablar de forma abstracta, desencarnada, de cosas fuera del tiempo y del espacio, se vuelven ahistóricos, o peor se aferrar con uñas y dientes a una etapa de la historia que ellos consideran “él momento” y desprecian el resto por un juicio que es más ideología que crítica histórica, son creyentes atemporales que les cuesta hacerse cargo del presente y siempre viven en el pasado o en el futuro.
Y están los sordos a la Palabra, a la Voz, que son también ciegos a la Luz, y se vuelven cerrados, que no reciben lo evidente, lo que se les presenta ante los oídos, ante los ojos, no escuchan no ven no palpan, se niegan constantemente aún ante la bondad en su máxima expresión, siempre tienen un pero, un si tal cosa yo tal otra, se aferran a una especie de concatenación de causa efecto pero falto de todo rigor de la necesaria duda cuando de todo se duda (en realidad de todo se desconfía).
Los hay a los que les molesta que Dios haya fijado domicilio en una tierra, en un tiempo de la historia, en una sociedad, en una cultura, en una lengua, sin comprender que eso no está reñido con la universalidad porque no se puede estar con los hombres sin entrar en las reglas creadas para los hombres y el espacio que nos circunda. Ellos mismos se apartan pues de relaciones vivas, no tienen anécdotas, no hay errores, no hay tristezas…
Los que hemos llegado a ser hijos de Dios no por nosotros mismo sino por la voluntad amorosa de Dios que nos atrajo hacia sí, y que aceptamos no sin lucha que se hizo uno de nosotros y a la vez es más grande e inconmensurable que lo que podemos pensar o sentir, podemos decir:
Sí, en el tiempo está Dios, pero no es el tiempo,
Sí, en el espacio está Dios, pero no es el espacio,
Sí, en la historia está Dios y por eso la historia tiene sentido,
Sí, en el Niño Jesús Dios ha puesto su Morada entre nosotros sin dejar de ser Dios,
Sí, podemos no sólo recibir a Dios sino dejar que nos haga sus hijos a su modo,
Sí, la fe es la puerta de acceso a una realidad de Dios que nos supera pero que nos toca,
Así, muchos sí porque… Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos dio en su Hijo muy querido.
Cada mirada hacia arriba proviene de una experiencia muy concreta de palpar el inmenso abajamiento de Dios. Una paradoja de la experiencia de Dios es que para ver su grandeza hay que hundirse en su pequeñez, inmensa pequeñez que nos deja pasmados de los abismos en lo que se adentra Dios en una entrega amorosa que desborda de belleza y bondad.
Hoy día muchos quieren ir hacia experiencias místicas sin abismarse en el abajamiento, los resultados serán nulos. La experiencia de Dios nunca puede ser light, por suerte…
El evangelista san Juan, lo mismo que el Eclesiástico y Pablo, han hecho una experiencia bien desde el llano y sólo desde allí han podido mirar a las alturas y profundidades de un Dios que aunque hecho hombre, nos precede y permanece en esa presencia por siempre, presencia a la que aspiramos.
Pero ese camino sólo se alimenta de la experiencia misma de este Dios que hecho hombre puede alimentarnos con su Palabra y con su Carne y su Sangre en la Eucaristía. Y que se hace palpable y nos eleva a la Caridad más alta desde su presencia en los pobres concretos que podemos tocar cada día.
Entremos valientemente en el silencio de la contemplación de este maravilloso intercambio… Cuando un silencio profundo envolvía toda la tierra, y la noche se encontraba a mitad de su camino, tu Palabra omnipotente, Señor, desde su morada real descendió del cielo (cf. Sab 18, 14-15).


P. Sergio-Pablo Beliera