Con algo de
distancia del día de Navidad, continuamos contemplando y haciendo nuestro este
misterio de la fe que configura toda nuestra existencia cristiana. Tal es así
como lo expresa el evangelio de san Juan hoy en su prólogo.
Toda la
existencia humana proviene de esta obra del Nacimiento de nuestro Señor Jesús,
y esa obra está sostenida en una existencia que está desde el Origen del
origen, porque es el Origen mismo, pero no sólo es un antes sino que también es
un durante y un después de nuestros parámetros humanos de medir el tiempo y el
espacio (consientes que estos parámetros no alcanzan a expresar la totalidad de
lo que es Dios y de lo que su existencia en nuestras vidas implica).
Este misterio de
Navidad es un misterio de Vida, de Luz, de Gloria, de Gracia, de Verdad, que lo
envuelve todo. La palabra envuelve es muy apropiada para expresar la
experiencia de quien experimenta el don del nacimiento del Señor Jesús como un
niño puramente humano pero que es Dios naciendo cuando Dios no debería nacer,
pero elige nacer. Y ese misterio de una voluntad que hace por nosotros lo que
no debería hacer porque no se corresponde con lo que es, sin embargo es lo que
elige y eso nos revela lo que Él, y por lo tanto lo que podemos llegar a ser si
lo recibimos tal cual Él se nos presenta. Contemplando lo que Dios hace en el
nacimiento de Jesús por puro amor y amor de gratuidad, podemos comprender algo
de lo que estamos llamados a ser y a hacer.
Si en Navidad
contemplamos con los ojos de la fe a Dios en un Niño, hoy después de unos días
nos centramos en contemplar con esos mismos ojos la fuerza, la potencia, la
grandeza que viene a nosotros en ese ocultamiento, en ese abajamiento.
Nos queremos
hacer plenamente concientes del despliegue de Vida que hay en esa vida,
de la irradiación
de Luz que nos ilumina en medio de la oscuridad de este universo,
de la dignidad
impensada que todo lo impregna esa Gloria de Dios,
del Amor (gracia
sobre gracia) que los envuelve todo y que llena de ternura nuestra áspera
existencia,
de la Verdad viva
y palpable que sólo por la fe puede ser acariciada y hacer nuestra existencia
próxima y desplegable.
En efecto el Dios
que se manifiesta en el Niño Jesús que fijó su carpa entre nosotros y nos hizo
su herencia, es acción, humilde acción, que esconde una acción que nos atrae
hacia esa humildad y la despliega en nosotros.
Este Dios
intangible que se hace tangible en la humildad de la carne, de la existencia de
Jesús, nos cuestiona sobre si lo recibimos o no,
y no sólo es,
sino cómo y de que manera lo recibimos…
Algunos se
enternece ante este Dios hecho Niño Jesús, pero se quedan ahí en un
romanticismo desencarnado porque no pueden dar el paso de encarnarse ellos y
experimentar lo que significa entrar en el tiempo y darse en el tiempo, dando
el tiempo, porque estamos en él pero no somos dueños de él, ya que es un
vehículo para darnos y no para reservarnos o para gastarlo inútilmente. Así es
como muchos de nosotros no maduramos, no crecemos, no nos desarrollamos, no
progresamos sino que lo que crece es una egocentrismo romántico sobre sí mismo
y los sentimientos pero nada más.
Algunos se
aferran tanto a que ese Niño es Dios, que empiezan a hablar de forma abstracta,
desencarnada, de cosas fuera del tiempo y del espacio, se vuelven ahistóricos,
o peor se aferrar con uñas y dientes a una etapa de la historia que ellos
consideran “él momento” y desprecian el resto por un juicio que es más
ideología que crítica histórica, son creyentes atemporales que les cuesta
hacerse cargo del presente y siempre viven en el pasado o en el futuro.
Y están los
sordos a la Palabra, a la Voz, que son también ciegos a la Luz, y se vuelven
cerrados, que no reciben lo evidente, lo que se les presenta ante los oídos,
ante los ojos, no escuchan no ven no palpan, se niegan constantemente aún ante
la bondad en su máxima expresión, siempre tienen un pero, un si tal cosa yo tal
otra, se aferran a una especie de concatenación de causa efecto pero falto de
todo rigor de la necesaria duda cuando de todo se duda (en realidad de todo se
desconfía).
Los hay a los que
les molesta que Dios haya fijado domicilio en una tierra, en un tiempo de la
historia, en una sociedad, en una cultura, en una lengua, sin comprender que
eso no está reñido con la universalidad porque no se puede estar con los
hombres sin entrar en las reglas creadas para los hombres y el espacio que nos
circunda. Ellos mismos se apartan pues de relaciones vivas, no tienen
anécdotas, no hay errores, no hay tristezas…
Los que hemos
llegado a ser hijos de Dios no por nosotros mismo sino por la voluntad amorosa
de Dios que nos atrajo hacia sí, y que aceptamos no sin lucha que se hizo uno
de nosotros y a la vez es más grande e inconmensurable que lo que podemos
pensar o sentir, podemos decir:
Sí, en el tiempo
está Dios, pero no es el tiempo,
Sí, en el espacio
está Dios, pero no es el espacio,
Sí, en la
historia está Dios y por eso la historia tiene sentido,
Sí, en el Niño
Jesús Dios ha puesto su Morada entre nosotros sin dejar de ser Dios,
Sí, podemos no
sólo recibir a Dios sino dejar que nos haga sus hijos a su modo,
Sí, la fe es la
puerta de acceso a una realidad de Dios que nos supera pero que nos toca,
Así, muchos sí
porque… Él
nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, que nos
dio en su Hijo muy querido.
Cada mirada hacia
arriba proviene de una experiencia muy concreta de palpar el inmenso
abajamiento de Dios. Una paradoja de la experiencia de Dios es que para ver su
grandeza hay que hundirse en su pequeñez, inmensa pequeñez que nos deja
pasmados de los abismos en lo que se adentra Dios en una entrega amorosa que
desborda de belleza y bondad.
Hoy día muchos
quieren ir hacia experiencias místicas sin abismarse en el abajamiento, los
resultados serán nulos. La experiencia de Dios nunca puede ser light, por
suerte…
El evangelista
san Juan, lo mismo que el Eclesiástico y Pablo, han hecho una experiencia bien
desde el llano y sólo desde allí han podido mirar a las alturas y profundidades
de un Dios que aunque hecho hombre, nos precede y permanece en esa presencia
por siempre, presencia a la que aspiramos.
Pero ese camino
sólo se alimenta de la experiencia misma de este Dios que hecho hombre puede
alimentarnos con su Palabra y con su Carne y su Sangre en la Eucaristía. Y que
se hace palpable y nos eleva a la Caridad más alta desde su presencia en los
pobres concretos que podemos tocar cada día.
Entremos
valientemente en el silencio de la contemplación de este maravilloso
intercambio… Cuando
un silencio profundo envolvía toda la tierra, y la noche se encontraba a mitad
de su camino, tu Palabra omnipotente, Señor, desde su morada real descendió del
cielo (cf. Sab 18, 14-15).
P. Sergio-Pablo Beliera