“Jesús fue llevado por el Espíritu al
desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con
sus cuarenta noches, sintió hambre.”
La experiencia que Jesús vive al inicio de esta
Cuaresma, es una experiencia que proviene del Espíritu que ha descendido sobre
Él en el Bautismo, es el Espíritu quien lleva a Jesús al desierto para ser
puesto a prueba por el demonio. Esa prueba debe ser sin duda muy importante
para que sea el mismo Espíritu el que la provoca y no el demonio mismo.
Esta docilidad de Jesús al Espíritu habla de
una extraordinaria comunión de Jesús con el Espíritu, de un trato asiduo,
cordial, de una Comunión de vida, que le permite confiar en el movimiento del
Espíritu, en hundirse en la experiencia de dejarse llevar por el Espíritu
porque se conocen mutuamente.
No
es una experiencia que Jesús se auto proponga, el hombre por sí mismo no puede
exponerse a ser probado por el demonio. Sin embargo tristemente debemos reconocer
que lo hacemos muchas veces. Soy reiteradas las veces en la que “nos metemos en la boca del lobo”, nos
exponemos a la tentación pensando que como tenemos las “cosas claras” y “no tenemos
mala intención” y que “tampoco todo
es tan malo o peligroso” o “no es
para tanto” y aún peor consideramos que “es
normal”, saltamos al vacío… El hombre, Adán y Eva, se expusieron en soledad
a ser probados y aún hoy pagamos las consecuencias.
Jesús
es puesto a prueba en el desierto, en ese espacio desprovisto, despojado de
toda distracción y a la vez de toda protección, es un espacio de soledad y
silencio, donde contamos el uno y el otro con Dios. Estamos en sus manos, o
sino damos un paso de más en el desierto y nos perdemos en su inmensidad y en
su ser inhóspito. Es el desierto el lugar de la prueba por excelencia, en el no
podemos nada por nosotros mismos, dependemos del agua que nos brinda el
manantial, el desierto no produce pan, ni carne, ni vegetales, solo hay
piedras. El alimento debe ser otro.
A
la vez, Jesús es llevado al desierto se por cuarenta días, como cuarenta años
estuvo el pueblo en el desierto hasta alcanzar la docilidad y la purificación
de sus intenciones para ser fiel al Dios de la Alianza. No se va al desierto a
pasear, no hay mucho que ver para fuera, hay pues mucho que ver para dentro. Es
un tiempo prolongado, suficiente y sustancial para que Jesús llegue a
experimentar su condición humana y a la vez la llamada a la fidelidad desde esa
condición al Dios de la Alianza. Como Moisés y Elías, Jesús da su examen en el
desierto de que es frágil y a la vez llamado a ser fiel amigo de Dios, e
instrumento de su amor preferencial por su pueblo poniéndolos al frente de este
pueblo.
A
la vez, este desierto es el desierto del mundo. ¿Qué quiere decir esto? No es el mundo creado del cual es evidente
su belleza y bondad. No es la historia de cada generación humana que vive sus
vicisitudes. No es la sociedad humana de cada época en sí misma. Sino que es el
desierto del mundo de las elecciones de cada hombre y de la humanidad en su
conjunto donde Dios es excluido, por lo tanto un mundo de segundo, minutos,
horas, días, meses y años sin Dios porque es expulsado de los corazones, de las
decisiones y elecciones. El desierto del mundo es el orgullo, la soberbia de
“llevarse puesto todo y a todos”, la vanidad de vivir frente al espejo y en el
espejo de sí mismo, es el egoísmo galopante que rivaliza, compite y excluye al
otro.
Jesús
al final sintió hambre, y así se pone frente a la experiencia del primer
hombre… “Y el Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles, que eran
atrayentes para la vista y apetitosos para comer; hizo brotar el árbol de la
vida en medio del jardín y el árbol del conocimiento del bien y del mal.”
El
hambre, es ese límite que a Jesús lo hace experimentar que es totalmente humano
y que lo pone en condición de elegir a Dios como totalmente Dios o a sí mismo y
aferrarse a formas falsas de saciedad. En Jesús el hambre no “tiene cara de hereje”, sino de hombre
fiel. Jesús no se vende por un poco de pan. Obedece donde el hombre desobedece.
“Y el
tentador, acercándose, le dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas
piedras se conviertan en panes”.
Jesús
le respondió: “Está escrito: ‘El hombre no vive solamente de pan, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios’”.
Tres
aspectos forman parte de esta prueba:
-
la condición de Hijo de Dios, -“Este es mi Hijo muy
amado, en quien tengo puesta toda mi predilección” eco de “ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” Ex 6,7 y reiterada
por los profetas-, que supuestamente
le podría dar derechos a Jesús para no ser totalmente hombre como todos los
hombres. Jesús asume que el Padre quiere salvar al hombre haciéndose hombre y,
que renunciar a la Encarnación y esa Elección de ser propiedad de Dios, sería
renunciar al camino seguro y cierto por el cual el hombre puede volver a Dios
con la confianza de que ser hombre no es una amenaza y todo uso de la
divinización es inútil para que el hombre vuelva al camino de la escucha y de
la docilidad y disponibilidad
- la invitación al
milagro, al uso del poder para sí mismo. Jesús se ha experimentado ya siervo de
Dios y ha confirmado el consuelo de Dios sin necesitar de actos
extraordinarios. Para Jesús el signo y la seguridad es depender de Dios,
sostenerse en Dios, apoyarse enteramente en Él sin usar ningún medio para
convencer por la vía de la espectacularidad y salvarse a sí mismo. Asume el
camino de la humildad, de la pura fe en que Dios lo provee sin necesidad de
intervenciones suyas extraordinarias, sin pases mágicos y caminos
cortoplacistas. Como dirá luego san Pablo: “Mientras los
judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en
cambio, predicamos a un Cristo crucificado… Porque la locura de Dios es más
sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que
la fortaleza de los hombres.” 1 Cor 1,
22-25. Y tantas veces se repetirá a lo largo del Evangelio.
-
la respuesta de Jesús de aceptación de condición humana, de su renuncia a usar
su condición divina y su elección divina, para sí mismo y, su aferrarse a la
palabra de Dios como alimento que se recibe de la misma “boca de Dios”, de la
escucha y obediencia permanente a tener un Dios en quien se confía y en quien
se deposita la conducción y la interpretación de la propia existencia. No es la
palabra fría de un dios, sino la palabra viva que sale de la misma “boca
de Dios”, no es dada y anunciada en forma personal por Dios a todo el
pueblo y por eso a cada uno, con la calidez de su presencia, de su ternura en enseñarnos
y corregirnos a través de sus palabras, que implican para el hombre como para
Jesús una misma actitud de poner nuestra persona en disponibilidad y docilidad,
de calidez y ternura en dejarnos educar por Él sin temor, sin miedo. Es una
palabra accesible, asible una y otra vez por el hombre.
Es
importante concluir que las tentaciones o pruebas del demonio provienen del uso
tergiversado de la palabra de Dios, de un abuso de autointerpretación libre y
autosegestiva para reafirmar pensamientos y decisiones ya tomadas sin haberse
confrontado verdaderamente con es palabra de Dios. Así sobreviene a nosotros aún
hoy muchas de nuestras tentaciones y caídas.
“Luego
el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del
Templo, diciéndole: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está
escrito: ‘Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos
para que tu pie no tropiece con ninguna piedra’”.
Jesús
le respondió: “También está escrito: ‘No tentarás al Señor, tu Dios’”.
Jesús vuelve a escuchar la apelación a su
condición de su ser Hijo de Dios. Una apelación reiterada para generar la
desconfianza, la sensación de abandono, de ausencia de ese Padre que lo hace
Hijo.
La prueba que el demonio propone es ponerse en
situación de riesgo y obligar a Dios a responder. Es por lo tanto ponerse en
actitud de provocación. Es ponerse en una actitud de poner nosotros a prueba a
Dios. De moldear la relación según nuestra necesidades.
En esta prueba se pone además sutilmente una
desconfianza en la condición humana de creatura, por la cual nuestras
dificultades a causa de nuestra fragilidad y dependencia, pondría en peligro
nuestra existencia. No es nuestra condición humana la que nos hace mortales,
sino nuestra condición pecadora. El peligro para el hombre no está en ser
hombre, sino en querer ser dios, poniendo nosotros la condición de la relación.
Jesús reitera frente a la prueba, que acepta el
plan de Dios y que no está dispuesto a desconfiar de su Amor y su Ternura, aún
frente a las puertas de la muerte y del sufrimiento más extremo.
No poner a prueba a Dios es esencial a nuestra
relación de verdaderos hijos.
“El
demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los
reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: “Te daré todo esto, si te
postras para adorarme”.
Jesús
le respondió: “Retírate, Satanás, porque está escrito: ‘Adorarás al Señor, tu
Dios, y a él solo rendirás culto’”.
La tercer y última prueba, desnuda la verdadera
intención del demonio. Usa su último recurso, ofrecer el poder y la gloria
humana. Las seguridades de este mundo, el mas inseguro de todos los mundos, el
mundo que se construye de espaldas a Dios no es el mundo que debemos aceptar,
abraza y comprar. Pero esa no es la verdadera intención del demonio, la
verdadera intención se encuentra en ser adorado, el demonio desea ocupar el
lugar de Dios, es celoso de la condición única de Dios, es vanidoso y quiere
ser adulado por los hombres, porque no quiere recibir ya el Amor de Dios,
prefiere la adoración comprada a fuerza de dar de lo que no es suyo y además de
lo peor y más corrosivo. Ofrece esclavitud. El demonio por esencia no quiere
compartir nada con nosotros. Es un solitario extremo sumergido en su propio
orgullo.
Jesús, responde con su aceptación y
proclamación solemne de que nos acepta regalos que compren su conciencia. Con
la proclamación solemne de que sólo Dios merece ser adorado, porque Él no es vanidoso,
sino un Padre que ama a su creaturas, que vela por ellas y que no usa nuestro
reconocimiento en contra de nosotros, sino al contrario en nuestro bien.
Cuando adoramos a Dios somos enaltecidos en esa
actitud, porque es Dios mismo quien desciende a tomarnos de la mano y alzarnos
para abrazarnos, darnos un beso y sentarnos a su mesa.
No podemos dejar de advertirnos que toda
adoración y culto al hombre, aunque sea en ser más amado y bondadoso, se
convierte en una idolatría que nos expone a todo tipo de males, muy claramente
visibles, en una sociedad como la nuestra que todo lo expone, no necesita
demasiadas aclaraciones.
“Entonces
el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.”
Al demonio no le queda más que apartase, dejar
a Jesús porque no lo puede poseer, esclavizar, engañar. Y para el hombre renace
a esperanza que un hombre le ha dicho que no al tentador y que este después de
insistir con sus artilugios de encantador, huye, no ha podido y el hombre en
Jesús comienza rehacer el camino truncado al principio.
Después de la prueba viene el consuelo de los
ángeles y como dice el salmita: “Me invocará, y yo le responderé. Estaré con él, en el
peligro, lo defenderé y lo glorificaré; le haré gozar de una larga vida.” (Sal 90,
15-16)
Después
de la prueba viene el consuelo de los ángeles, porque aquel que sólo adora a
Dios, que lo acepta como guía de sus camino y que se alimenta de las palabras
de su propia boca, no puede mas que ser servido y amado.
“…si
por la falta de uno solo reinó la muerte, con mucha más razón, vivirán y
reinarán por medio de un solo hombre, Jesucristo, aquellos que han recibido
abundantemente la gracia… por la obediencia de uno solo, todos se convertirán
en justos.”
Dios no
pide pruebas de amor a los hombres, sino que prueba nuestro amor para
purificarlo, para consolidarlo, para difundirlo. “Acuérdate del largo camino que
el Señor, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto durante esos cuarenta años.
Allí él te afligió y te puso a prueba, para conocer el fondo de tu corazón y
ver si eres capaz y no de guardar sus mandamientos.” Dt 8,2
Dios
quiere conocer el fondo de nuestro corazón para hacérnoslo conocer a nosotros
mismos. Y para ese conocimiento nos aflige pidiéndonos la llama de nuestro amor
frente a todas la vicisitudes y frente a los necesitados de nuestro amor
invisibles a nuestra mirada afectiva. Y probándonos con el fuego de su amor que
nos alza hasta el amor supremo de sacrificio total de nuestras vidas por un
amor más fuerte que la muerte.
Así, todo
nuestro amor queda garantizado por el doble beneficio de ser amados por Dios y
de ser probados por el mismo Amor en nuestro amor.
Por eso,
frente a la tentación de no querer dejarnos probar por Dios, ante la duda de
que Dios nos pruebe en el amor, ante nuestras resistencias e incomodidades
frente a la necesidad de ser probados es bueno recordar este doble beneficio de
ser amados y a la vez probados por el Amor en persona para que nuestro amor
crezca, brille en nosotros y de el fruto del amor fraterno.
Paradójicamente
este rechazo a la prueba de Dios, es acompañado por una aceptación
incondicional a las pruebas que el mundo nos impone, pruebas que no son para
nuestro bien sino exigencias para un más alto rendimiento y beneficio de
quienes nos lo exigen.
Prefiero
mil veces que sea Dios quien me pruebe y no el mundo impiadoso.
Por eso: “Sondéame,
Dios mío, y penetra mi interior;
examíname
y conoce los que pienso;
observa si
estoy en un camino falso
y llévame
por el camino eterno.” Sal 139,22-23
Debemos
rezar hondamente y con persistencia para que nuestra bandera de rendición ante
el tentador no caigan tan fácilmente y no cedamos a este indigno enemigo un
culto y una adoración por el poder de permanecer aferrados a nuestra voluntad.
El
Espíritu nos lleva al desierto del mundo para que demos pruebas del amor
probado de Dios que el mismo nos ha regalado y que juntos hemos trabajado. Así
el mandamiento principal, “Amarás al Señor tu Dios, con todo ti
corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”, brillara en nuestros
rostros y en nuestros gestos, irradiando la victoria de Dios en nuestros
corazones, en nuestras conciencias, en nuestras elecciones y en nuestras obras.
A
fin de cuenta, la gran prueba es si somos capaces de amar a Dios sobre todas
las cosas, con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestra
fuerzas, como Jesús amó al Padre y como Hombre Nuevo nos reconcilió con Él para
siempre.
Tanto
marcara esta experiencia a Jesús en el desierto que cada día volverá a el para
hacer lugar al diálogo íntimo y fecundo con el Padre, hasta llegar a enseñarnos
a orar diciendo Padre e intercediendo para que el Espíritu clame desde nuestros
corazones Abba -Padre- y oremos como conviene en espíritu y verdad.
“Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso me sostenga. Abre mis labios, Señor, y mi boca
proclamará tu alabanza.”
Padre, concédenos que por la práctica
anual de la Cuaresma, progresemos en el conocimiento del misterio de Cristo y
vivamos en conformidad con él.
P. Sergio-Pablo Beliera