Homilía Nuestro Señor Jesucristo Rey del
universo, Ciclo B, 25 de noviembre de 2012
“Mi realeza no es de este mundo…” El
problema de las relaciones entre Dios y el mundo no es un tema menor ni para
Dios, ni para los creyentes, ni para el mundo.
Recordemos que ese tema es motivo de
conversación en medio del momento clave de la condena a Jesús y motivo de una
inscripción muy discutida en la misma cruz. Jesús a abordado el tema además en
su vida pública con varios ejemplos.
Para quienes creemos en Jesús, los intereses de
Jesús se vuelven los nuestros, porque Él mismo ha hecho de nuestros problemas
claves sus intereses principales.
Jesús no defiende una postura para sí, sino que
toma una posición y es consecuente con ella pensando amorosamente en nosotros.
También es un tema fundamental para nosotros
que vivimos insertos en este mundo sin ser del mundo. Y cuanto más crece
nuestra unión con Dios, más crucial se vuelve nuestra respuesta a la relación
con el mundo.
Dios no se impone al mundo, sino que el mundo
depende de Él, y solo tiene entidad en cuanto está en relación con Él. Por eso
el mundo es siempre en primer lugar, creación amorosa de Dios. Dios piensa,
quiere y hace el mundo. En cambio el mundo no se puede pensar, querer y hacer a
sí mismo ni a Dios. El mundo sobre el que Dios tiene una influencia decisiva es
el mundo que Él ha creado porque lo ha amado en su intimidad de Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
En cambio sobre el mundo que los hombres hemos
generado fruto de nuestro propio modo de pensar, de querer y de hacer sin Dios,
como es solo una ilusión que exista, está llamado a no influir sobre Dios y a
que Dios no quiera tener ninguna influencia sobre este mundo. De ahí que Jesús
no haya venido como un reformador o un transformador de las realidades temporales,
llamadas a desaparecer. Él ha venido y permanece entre nosotros como el que
hace referencia permanentemente a ese otro mundo en el que Él habita y nosotros
estamos invitados a habitar. Un mundo donde Dios y el hombre permanecen en
comunión.
“Mi realeza no es de este mundo…”,
es pues, una posición clara de Jesús, que ha venido a influir decididamente
sobre el mundo de relaciones en las que Él tiene un lugar principal, como
origen y modelo de ese mundo. La realeza de Jesús no está pues sujeta a las
relaciones temporales y espaciales que conocemos y construimos al margen de
Dios. Su realeza se mueve en un mundo de relaciones donde el tiempo y el
espacio no son un condicionamiento. Él ejerce su realeza desde la condición de
Siervo, Maestro y Amigo; de Vida, Luz y Verdad; de Hijo, Salvador y Resucitado…
Su poder es un poder real que transforma todo lo que toca, que ensalza al que
se humilla, que levanta al que cae, que cura al enfermo, que perdona al
pecador, que ama y no odia, que espera y no desespera, que congrega y no
confronta, que recoge y no desparrama, que ilumina y no enceguece, que da y no
quita, que hace nuevas todas las cosas, que resucita y no mata, que hace
permanecer ante el peligro constante de disgregación.
Su poder no lo posee a la fuerza, no lo hereda
de otro, no lo toma para sí, no es fruto de ninguna mayoría, de ningún consenso
humano, no es fruto de saciar las necesidades básicas insatisfechas de los
hombres o de un tiempo.
“…el dominio, la gloria y el reino…”,
le fueron dados a Jesús por su Padre, con el objeto de salvar, de liberar, de
hacernos concientes de que somos amados, de iluminarnos con la luz de su vida,
con la luz de su palabra, con la luz de su testimonio, expresado en toda su
existencia antes de nosotros y entre nosotros. Justamente es verdadero poder,
porque no es usado para sí mismo, sino para nosotros. Y por eso mismo no se
impone sino por su ternura que invita a nuestra libertad a dar su
consentimiento, a nuestro corazón a abrirse a semejante experiencia, a nuestra mente
a concebir una Verdad que nos supera pero que nos libera. Su poder nos seduce
por su humildad, por su mansedumbre, por su paciencia, por su belleza, por su
silencio, por su aparente fragilidad llena de una potencia incalculable.
Solo desde esta perspectiva única en la
Historia, Jesús manifiesta claramente: “Yo soy rey. Para esto he nacido y he venido
al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi
voz”. La verdad es que el poder y la gloria se hayan en una dimensión
distinta de donde la buscamos los hombres cuando creemos tener el poder y la
gloria. Y por eso: “Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será
destruido”, como pasan y se destruyen los que dominan desde el punto
equidistante de Dios. El mundo que el hombre construye debería aprender de este
Rey para aportar algo sustancial a lo cotidiano. Jesucristo, Señor de la
Historia, te necesitamos.
P. Sergio-Pablo Beliera