HOMILÍA 20º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO A, 14 DE AGOSTO DE 2011
A veces, muchas veces, los hombres y mujeres de este tiempo, nos experimentamos ante el desafío de no ser extraños unos para otros. Nuestras sociedades siguen fragmentadas unas con otras: un barrio diferente al otro, una ciudad de espaldas a otra, una zona extraña para con otra próxima, un país enfrentado a otro por sus intereses. Y cuando no, una familia enfrentada a otra por el solo hecho de ser diferente. Y cuando no aún, para escándalo de nuestro propia esencia, una religión enfrentada a otra, como si Dios pudiese estar en contra de sí mismo.
¿Es que la diferencia es siempre motivo de enfrentamiento, de confrontación, de rivalidad, de negación del otro, de relaciones de inferior-superior? ¿Es que somos extranjeros uno de otros? ¿Puede Dios experimentarnos como extranjeros y querer que nos experimentemos extranjeros unos de otros?
Las barreras que existían entre Dios y los hombres de cualquier clase y condición, han sido superadas por el mismísimo Dios, haciéndose uno de nosotros. Y las palabras del profeta ponen en claro las verdaderas aspiraciones de Dios: “Y a los hijos de una tierra extranjera que se han unido al Señor para servirlo, para amar el nombre del Señor y para ser sus servidores… yo los conduciré hasta mi santa montaña y los colmaré de alegría en mi casa de oración… porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos.” No podemos silenciar que las fronteras son obsoletas para Dios desde siempre y por siempre. Y la historia le debe una respuesta a Dios aún.
Lo que nos une o nos separa es solo una cosa, aceptar o negar el obrar de Dios en nosotros. Todos los hombres y mujeres nos alimentamos aunque sea de migajas que caen de la mesa de Dios. ¡Aún el que no cree vive gracias a Dios!. La mujer cananea es una referente universal que nunca podrá ser callada, su grito creyente se alza por sobre todas las diferencias y anuncia el comienzo de algo nuevo e imparable por los hombres y mucho menos por Dios –que lo ha originado-. Lo distinto que no nos acerca pertenece a un triste pasado de la humanidad sin Jesús, que se hizo desde la remota Judea, el Dios-con-nosotros, el Hermano Universal, el Servidor de todos, el Uno entregado por todos.
La fe, es una experiencia de unificación, de acceso mutuo a Dios y de su obrar misericordioso con todos. "Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!", es nuestra orientación continua, cada día, en cada circunstancia en la que nos experimentamos aislados de Dios o aislados de los demás o en la que aislamos a Dios o a los demás de nuestra propia existencia. La fe, construye los puentes inexistentes y reconstruye los puentes caídos. La fe, establece vínculos inesperados con Dios y con los demás. Es la fe, la que nos hace ciudadanos de Dios y solo extranjeros para el mal, el odio o la segregación. Si la fe no es esto, su propuesta se desvanece en una mera ideología para reafirmar posiciones que no provienen de la fe, ni llevan a la fe grande.
Solo la fe grande, sin restricciones, puede hacernos alcanzar el conocimiento de nuestros deseos más profundos y lanzarnos a buscarlos sin temer ningún obstáculo, aún cuando esto signifique insistir a Dios. Y solo nuestros deseos pueden tener carácter de tales si están animados por la fe grande que rompe con todas las barreras y nos hace uno con Dios y nuestros hermanos.
¿Qué reformulaciones nos plantea este encuentro entre Jesús y la mujer cananea en la que Jesús despliega su plan universal?
P. Sergio Pablo Beliera