Tal vez unas de las verdades más desconsideradas en los tiempos de la
estridencia, de la rapidez, de lo efímero, sea aquella de que todo comienza de
forma imperceptible, pequeña y solitaria. No hay estridencias en el comienzo de
la vida. Una insipiente semilla, un mínimo terruño, unas cuantas gotas de
lluvia, un poco de sol, bastan para que la vida se habrá paso.
Dios no se manifiesta en la estridencia, no monta shows, no alquila estadios.
Todo lo inicia en una imperceptible presencia, discreta y acogedora en la que
atrae por esa misma condición sutil ¿Cómo
alguien tan grande se mueve en esas condiciones tan humildes? Es que así
es, así es desde el principio y hasta el final (¿qué final?)… Es la
consagración de lo simple, de lo despojado, de la desnudez que perdimos… ¿Qué nos pasa a los cristianos de hoy con la
humildad, con la sencillez, con la simplicidad?
Los cristianos de hoy tenemos un problema serio con el número, con la cantidad,
que debemos revisar. Somos parte de la sociedad de consumo, de la producción y
como tales permeables a sus deformaciones. Siendo hijos de la calidad y no de
la cantidad, hemos terminado muchas veces abrazados a la cantidad en perjuicio
de la calidad. Porque es la calidad la que genera cantidad y no la cantidad la
que genera calidad. ¿A qué se debe tanta
seguridad en la cantidad, en las dimensiones, tanta falta de tolerancia a la
pequeñez?
Cuando nuestra esperanza está puesta en la cantidad, perdemos la
perspectiva del crecimiento. Porque todo crecimiento necesita tiempos de
maduración que no se pueden apurar desde afuera (ni desde dentro). Sino será
como comerse un tomate o una fruta insípida por haber madurado a destiempo
apurada por una pura comercialización. Y nosotros y Dios no somos bienes
comerciables. ¿Qué nos pasa que no
toleramos los procesos necesarios, que todo lo apuramos?
El centro de atención debe estar en el crecimiento, no en la diseminación
indiscriminada, porque esta última es la consecuencia de la madurez paciente.
Ningún fruto verde permite que su semilla germine. “…Cuando
el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo
de la cosecha”.
La sana característica de la infancia, llamada curiosidad, es la que garantiza
que ese crecimiento, esa madurez, no quede cerrada sobre sí misma y, así nos
lancemos en el momento oportuno a abrir la ventana y la puerta que nos
comunican con el mundo exterior. “Él echará ramas
y producirá frutos, y se convertirá en un magnífico cedro. Pájaros de todas
clases anidarán en él, habitarán a la sombra de sus ramas.” Y “…una vez sembrada, crece y llega a ser la
más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros
del cielo se cobijan a su sombra”. ¿Pueden
la diversidad de pájaros venir a posarse tranquila y libremente en mi
existencia o por el contrario vivo seleccionando?
Es la calidad de la semilla de Dios la que garantiza
nuestro crecimiento, nuestro desarrollo, nuestra madurez. Sólo así nos volvemos
nido, lugar de cobijo y plataforma de lanzamiento de muchos. Un padre y una
madre maduros en su condición imagen y semejanza de la paternidad de Dios, se
vuelven un lugar seguro de cobijo, de crecimiento y de lanzamiento a la vida de
Dios que hace pleno al hijo en el Reino de Dios entre nosotros. A su vez, hijos
maduros en el don recibido de la vida de Dios, se vuelven cobijo, descanso y
consuelo para aquellos que le han dado la vida y para todos los que necesitan
de esa vida que les ha dado vida. ¿Es que
los adultos cristianos estamos perdiendo la virtud de artesanos en tallar el
don de Dios sembrado en nuestros niños?
No se trata de crecer sin dificultades sino de ‘crecer en
las dificultades’ porque ellas son fuente de madurez y purificación. No se
trata de ser más fuerte, sino de ‘ser fuertes a pesar de la debilidad’. No se
trata de ser distintos sino de extender las ramas de nuestra condición porque
lo que nos sostiene no proviene de nosotros sino de Dios. ¿Qué pasa que perdemos a menudo la capacidad de colaborar con Dios?
Mientras pensemos sin pensar que todo parte de nosotros y
depende de nosotros sin una vida de Dios asumida y trabajada en todas sus
exigencias, en todas sus etapas, en todos sus desafíos, nos volveremos nuestros
propios enemigos. Paradójicamente para Dios, uno, uno sólo hace la diferencia, “…Yo
tomaré la copa de un gran cedro, cortaré un brote de la más alta de sus ramas,
y lo plantaré en una montaña muy elevada…” y “…un hombre que echa la semilla
en la tierra: Sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla
germina y va creciendo, sin que él sepa cómo…” y “…Se parece a un grano de
mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la
tierra…”
Porque fue Uno el que vino del Cielo (Jesús) y se hizo
uno de nosotros, porque fue Uno el que murió en la Cruz y Uno el que resucitó
de entre los muertos (Jesús). Se nos vuelve inevitable ser cada uno de nosotros
‘uno’ que se deja injertar, que se deja sembrar, que se deja crecer, que asume
la condición humana, que abraza la cruz de crecer, dar la vida y recobrarla
resucitando. No podemos evitar ser ese ‘uno’ que se necesita pero siempre ser
considerarnos los únicos ni los mejores, porque en eso el Señor es implacable: “…yo,
el Señor, humillo al árbol elevado y exalto al árbol humillado, hago secar al
árbol verde y reverdecer al árbol seco. Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré.” ¿Porqué dejamos que otros modelos pesen en
nuestras formas de pensarnos y decidir por sobre el estilo de Jesús?
Porque además, “…sea que vivamos en este cuerpo o fuera de
él, nuestro único deseo es agradarle…” y no agradarnos a nosotros
mismos o agradar a los demás. El hombre no puede agradarse a sí mismo o agradar
a los demás de manera perdurable, sino partimos y permanecemos en la actitud
vital de agradar a Dios. Porque agradar no es conseguir la aprobación de mí
mismo o de los demás, sino volvernos conformes a la altura y dimensión de Quien
provenimos y hacia a Quien nos dirigimos.
Como el cedro no puede dejar de parecerse al cedro del
que proviene o la semilla de mostaza a la planta de mostaza, así el hombre no
puede dejar de aspirar a ser como Aquel del que provenimos, que es Dios mismo.
Porque el Reino de Dios no puede ser distinto de su Rey Dios, por eso: “Padre
santo, cuida en tu nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como
nosotros (ruega Jesús)” y nosotros rogamos: “Una sola cosa he pedido al
Señor, y esto es lo que quiero: Vivir en la casa del Señor todos los días de mi
vida.”
“Padre, fuerza de los que esperan en ti, escucha con
bondad nuestras súplicas, ya que sin tu ayuda nada puede la fragilidad humana,
concédenos la gracia de cumplir tus mandamientos para agradarte con nuestras
acciones y deseos.”
P. Sergio-Pablo Beliera