domingo, 20 de julio de 2014

Homilía 16° Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 20 de julio de 2014

Son horas duras de la humanidad, donde distinguir bien de mal se hace difícil por un lado porque se esgrimen argumentos de un lado y del otro que confunden y polarizan. Y por otro porque siendo a veces tan evidente el bien y tan evidente el mal, uno no entiende porque el hombre toma por el camino que evidentemente no debe transitar y abandona aquel por el que si debe caminar.
Las lógicas del poder, de la fuerza y de la violencia, se imponen contra las lógicas del encuentro, del diálogo, de la amistad universal.
Poblaciones civiles enteras son sometidas en este mismo momento por grupos que sólo creen en la lucha por la fuerza, en la muerte del otro como solución a los conflictos. Niños, ancianos, familias enteras, discapacitados son las víctimas más usuales en estas horas.
Y entonces porque no hacerse la pregunta antigua y nueva cada vez: ¿Porqué el malo triunfa y el bueno es víctima constante?
¿Hasta cuando triunfará el injusto y el justo sufrirá?
¿Tiene remedio esta humanidad por la que Dios mismo en la persona de Jesús el Hijo Amado ha sido víctima de la violencia humana?
Las tentaciones de soluciones rápidas y prácticas es constante, y más aùn frente a la angustia y frente a la evidencia del mal.
Pero, ¿si no creemos en que el malo pude convertirse en bueno, que esperanza aportamos al mundo? ¿Si sólo nos queda el camino de la supresión del otro aunque sea malo, que novedad aportamos a un mundo viejo de violencia?
El trigo bueno, la buena semilla de trigo debe crecer, debe madurar. Y su crecimiento y madurez no depende de la cizaña, de la mala semilla, sino de sí misma.
Es el credo de la bondad que no puede ser superada por la bondad ya que una es belleza y la otra fealdad, una es atrayente y la otra repulsiva, una congrega y la otra dispersa.
Es el credo de la paciencia que permite distinguir y no tomar decisiones apresuradas, cortoplacistas y rígidas. Ya que los buenos solo pueden dar frutos buenos en la medida que se mantienen en la paciencia y los malos pueden cambiar a buenos frente a la paciente evidencia de la bondad. Sólo en la paciencia se educa y se aprende.
Es el credo de la madurez como solución definitiva y no de los apurones de crecimiento y erradicación. Sólo en la posibilidad de la madurez el hombre puede probar que Dios no se ha equivocado en dar su sangre por nosotros, que podemos madurar hacia la gratitud, hacia la evidencia. Como Jesús dejó madurar al Mateo, a Pedro, a Zaqueo, al buen ladrón, a Judas mismo… Unos evidentemente dieron el buen fruto de un trigo abundante y otro de una maldad sin sentido.
Es el credo de la misericordia siempre vigente, frente a la justicia humana imperfecta siempre en transformación. La misericordia de Dios puede cambiar el escenario de mi corazón y el escenario mundial del mal. El Dios misericordioso e indulgente que o se deja apurar por el arrebato de los violentos y que recibe el clamor de los pacíficos es el que tiene para aportar un cambio radical a la humanidad obstinada.
Es el credo de que lo que es malo en sí mismo nunca puede transformarse en bueno. Un arma para matar solo sabe matar y no puede convertirse en otra cosa. Una nación armada hasta los dientes (ejemplo de la sobre dimensión de lo malo) no puede provocar otra cosa que males de sus vecinos. Una sociedad de consumo exacerbado no puede provocar otra cosa que la injusticia de no dar generosamente de lo que ni siquiera necesita. Nuestra justicia de castigos unilaterales y vengativos, que no llega al corazón del hombre, que no se preocupa y ocupa del que sufre hasta sanarlo de raíz, es y seguirá siendo una mala solución que es al final un ano solución.
El Padre compasivo e indulgente, misericordioso y conversor, tiene la razón primera y última de todo y no se equivoca en esperar hasta el final e ir a fondo en cada hombre esperando un cambio radical y maduro del hombre.
“Tú, Señor, Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarte, rico en amor y fidelidad, vuelve hacia mí tu rostro y ten piedad de mí.”
El sigue apostando, ¿Y nosotros?


P. Sergio-Pablo Beliera