Homilía 16º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo C, 21
de julio de 2013
Si el evangelio del domingo pasado nos invitaba a la acción de la
compasión hacia el prójimo, el evangelio de este domingo nos invita a la acogida
de la contemplación en la quietud a los pies del Señor.
Pero no es la quietud de los holgazanes, de los negligentes, de los
vagos o apáticos, es la quietud de los conmovidos, de los hospitalarios, de los
acogedores, del Señor mismo en nuestra casa, en nuestras vidas, en nuestra
historia.
Las palabras de Abraham describe bien la experiencia de quien
experimenta el paso de Dios por su vida de una manera original y desafiante: "Señor
mío, si quieres hacerme un favor, te ruego que no pases de largo delante de tu
servidor… ¡Por algo han pasado junto a su servidor!".
El creyente se vuelve un hombre acogedor y su casa de puertas
abiertas para recibir al Señor que siempre pasa con rostros diferentes en
nuestras vidas.
Esto implica permitir que el Señor nos visite. Que cuando nos visita
lo alojemos.
Y que dejemos que el Señor nos
deje en esa visita una novedad.
Ahora, ninguna visita de Dios es tal, si no provoca la actitud de estar
con Él: “Mientras comían, él se quedó de pie al lado de ellos…” Este
comer con Él, este quedarse a los pies de Él, marca la diferencia de la
hospitalidad. A los que lo reciben “les ha revelado cuánta riqueza y gloria
contiene …este misterio, que es Cristo entre ustedes, la esperanza de la
gloria…” Es así como podemos ver su rostro y gozar de su amorosa
compañía.
“…una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía una
hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra…”
Acoger al Señor, recibir al Señor en nuestra casa y no dejarlo solo, sino
quedarnos a sus pies para escuchar su palabra; es sin duda todo un programa de
vida.
Frente a tantas necesidades y carencias, es una gran tentación que
los creyentes nos volvamos personas hiperactivas, hipersensibles a los
problemas del prójimo, hiperconectados con el dolor del hermano; pero ausentes
al Señor que nos habla de lo que hay que hacer, de cuáles pueden ser las
soluciones, y de que manera abordar nuestras relaciones para que no terminemos
aplastando a nuestro hermano y nosotros aplastados por nuestra preocupación.
Nuestro movimiento debe siempre en primer lugar volverse hacia el
Señor, hacia recibirlo en nuestra conciencia, en nuestra inteligencia, en
nuestra voluntad, en nuestro corazón, en nuestra sensibilidad, en nuestro
espíritu. Asentar su presencia, concederle el mejor lugar de nuestra casa,
aquel en el que podamos sentarnos juntos y escucharlo con atención detenida y
sostenida.
Poniéndonos siempre a sus pies, claramente con actitud de
aprendizaje, de humilde escucha de sus palabras. Cuando el que ama quiere
escuchar al amado, se pone a sus pies y recibe estas palabras con delicadeza de
artesano por el valor del tesoro que recibe, y con la bravura de una domador,
por el difícil trabajo que le espera para amoldarse y formarse a esa palabra.
El creyente se vuelve hacia la contemplación como un servidor
dispuesto a trabajar de sol a sol. Pues es el Señor que nos visita quien se
pone a nuestro servicio al brindarnos su tiempo y su palabra, su enseñanza, su
atención educativa y esmero pedagógico. Si el Señor nos sirve con su palabra,
pues nosotros lo servimos con nuestra escucha esmerada.
El Señor en la acogida de su persona puede concedernos la escucha
como un don, pero siempre debemos esperarla y recibirla trabajando en la
disposición para la acogida de la escucha y para la puesta en práctica de su
palabra. Quien recibe al Señor y no trabaja a sus pies, no puede contemplarlo.
La acogida de la escucha contemplativa requiere de trabajo, de mucho trabajo en
la preparación de las disposiciones necesarias para recibir la visita del
Señor. De cualquier otra manera pecamos de presunción y de conformismo.
Dime cuanta disposición y tiempo le dedicas a acoger al Señor Jesús,
a sentarte a los pies del Señor a escuchar sus palabras, y te diré cuán grande
y abundante podrá ser el fruto de esos tiempos.
Los discípulos del Maestro Jesús se forjan en la acogida de su
persona, en el ponerse a sus pies, con el oído atento y el corazón distendido y
dilatado, porque han elegido la mejor parte que no les será quitada.
Esos discípulos toman si dilación el Evangelio y cada día lo acogen
en su memoria y en su corazón. Escuchan cada palabra, una a una con esmero para
ponerlas en el mejor lugar de su inteligencia y de su corazón.
La repiten una y otra vez esas palabras, como enamorados que han
recibido un mensaje de amor y no quieren olvidarlas. Se cercioran de no haber
perdido ninguna de esas palabras y las vuelven a leer del principio al fin. Se
recrean en ellas y se dejan situar por ellas en un desafío constante que los
lanza a lazo de amor más grande y sólido con el Maestro de las palabras.
Y exhausto ya de ir y venir en las palabras del Maestro, las deja
reposar en su corazón como tesoro escondido, para volverlas a sacar en
cualquier otro momento del día y volver a centrarse en la Voz del Maestro.
Y quien ha acogido y hospedado al Señor Jesús en su casa, en sus
vida toda, experimenta que ha “…sido encargado de llevar a su plenitud
entre ustedes la Palabra de Dios, el misterio que estuvo oculto desde toda la
eternidad y que ahora Dios quiso manifestar a sus santos…” Así, la
acogida del Señor Jesús se vuelve pasión por llevar con la propia vida la
acogida del Señor Jesús a los otros. Porque nadie que haya acogido al Señor
Jesús en su vida, puede librarse de la pasión de que otros lo hospeden en sus
vidas y lo amen. Porque la “mejor parte” que no nos será
quitada, es a condición de haberla dado por entero y sin reserva para de algún
don de esa acogida, escucha y enamoramiento. Pues “anunciamos a Cristo, exhortando
a todos los hombres e instruyéndolos en la verdadera sabiduría, a fin de que
todos alcancen su madurez en Cristo.” Este es nuestro mayor amor al
hermano y nuestro más alto servicio.
El que esto hace no sale nunca de la quietud de permanecer en la
hospitalidad del Señor Jesús en su existencia, sino que la aumenta aún más y la
consolida, porque el amor de la hospitalidad al Señor crece dándose. Si se ha
recibido al Señor Jesús mismo en la propia existencia, y nos hemos sentado a
sus pies a escucharlo, eso no es posible quitarlo ya, aún cuando se asuma una
actividad, o se viva un encuentro con el hermano; el amor al Señor Jesús
hospedado en nuestra casa brotará.
Señor Jesús entra en nuestro pueblo, y muévenos a recibirte en nuestra
casa. Que al acogerte, nos sentemos
a tus pies de Maestro y Señor, escuchando tu palabra. Y cuando surja la
inquietud en nuestro interior recibamos tu consejo amable: "te inquietas y
te agitas por muchas cosas, y sin embargo, una sola cosa es necesaria. Has elegido
la mejor parte, que no te será quitada".
P. Sergio-Pablo Beliera