“…se abrieron los cielos…” Estas breves palabras del evangelio,
tienen una enorme implicancia en la historia de Jesús y por lo tanto de la
humanidad.
El Bautismo de Jesús, que hoy
celebramos, es una experiencia sustentada en la realidad del Padre. Él es el
protagonista principal que crea esta relación única e insustituible, con Jesús.
El Bautismo es obra de sus
manos, querer de su querer más profundo para Jesús. Pensar de su pensar más cierto
sobre su identidad, dignidad y vocación. Es una expresión radical de su Amor de
Caridad, que no sólo nos quiere sus creaturas obra de sus manos, sino sus
hijos.
El otro protagonismo le ha
sido concedido inusitadamente a la Comunidad de penitentes. Sí, el pueblo fiel,
deseoso de conversión, en el que Jesús se inserta. Jesús, se pone en la fila de
este pueblo deseoso de salvación, de la salvación que provee el Padre. Siendo
Él mismo salvación por Nombre y Vocación, se pone en el camino de un pueblo
peregrino hacia la salvación. Para ser Jesús, Dios que salva, se pone en la
ruta del pueblo que implora esa salvación y se dispone a ella, salvación que
sólo puede provenir del Padre.
En ese pueblo se integra Jesús,
para hacer la experiencia del Padre, Providente y Fiel. Y así llevar a ese
Pueblo en su propia carne a la experiencia del Padre.
Padre y Comunidad son en Jesús
constitutivos de su identidad. A ellos recure a lo largo de su día y de su
vida. Pasa del uno al otro, y en cada uno es Él mismo.
¿Es el Padre y la Comunidad experiencias que sustentan mi
identidad, dignidad y vocación? ¿Soy conciente que es el Padre quien nos da la
identidad, dignidad y vocación, y no los hijos al Padre?
“…Y se oyó una voz del cielo…”
Una Voz que aún resuena para ser acogida…
En el Bautismo penitencial de
Juan el Bautista, Jesús recibe la confirmación de lo que es y será su
experiencia fundamental del Padre, como Servidor enviado a los hombres:
El Padre es un cielo abierto…
El Padre es una voz del cielo…
El Padre Ama al hijo y lo
elige…
Un cielo abierto es la
apertura a la propia vida, es el Corazón del Padre, abierto por su Amor
entrañable, que se derrama en Luz y Espíritu.
El cielo abierto por el Padre,
es una gracia que desciende y que se da por entero en Jesús, sobre el que
reposa el Espíritu.
Un cielo abierto es un destino
irrevocable por parte del Padre a hacer entrar a los hombres, a través de
Jesús, al Paraíso de su Comunión de Amor.
Para una sociedad como
nosotros, que se vanagloria de ser de puertas abiertas y, que sin embargo no
puede responder a la demanda de acogida compasiva, este “cielo abierto”, es una
llamada constante a repensarse en la apertura del Padre, ese “mundo del Padre”
abierto, ese “Hogar del Padre” abierto, rasgado por su Amor de Caridad, por su
Compasión ante un pueblo bien dispuesto.
¡Cuantos y tantos, encuentran
día a día, puertas, corazones y oportunidades cerradas, duramente cerradas,
bruscamente cerradas!
El cielo que abrió el Padre en
el Bautismo de Jesús, aún permanece abierto, nunca lo olvidemos… Esa es nuestra
esperanza y nuestra ruta…
¿Estamos en este movimiento del Padre, de cielos abiertos?
El Padre, es además para Jesús
en su Bautismo una voz del cielo. Una voz de origen eterno, inmemorial.
Una voz potente y suave, que
lo orienta, lo conforta y lo confirma en su vocación y misión.
La voz del Padre es voz del
cielo, voz de vida, de gozo, de amor eterno, de fidelidad, de compañía y de
consuelo, es la voz de la Buena Nueva de que Jesús es Hijo, y lo es como Amado
y Predilecto, de Amado y Elegido, de Amado y persona sobre la que reposa toda
la confianza y la fuerza del Padre.
Adios rivalidad entre el Padre
y el hombre, que el hombre había establecido… Se ha inaugurado el tiempo nuevo
de una paternidad gozosa y de una filiación plenificada.
Nuestro tiempo, es un tiempo
de múltiples voces, todos pueden opinar, es la cultura de la opinión pública,
de la libertad de opinión. Sin embargo dolorosamente comprobamos que la Voz del
Padre no es aceptada como una Voz válida que también merece su espacio, su
libertad de descender desde el Cielo de Jesús, y hablarnos a través de las
Escrituras y de su Iglesia.
Aún hoy, una multitud de
creyentes desconoce involuntariamente y voluntariamente esa Voz y su Mensaje de
Vida y de Amor, capaz de colmarnos y develar nuestro destino de hijos. Aún
vivimos demasiado más como hijos de nuestro tiempo, que como hijos de este
Padre que nos ha abierto su Cielo y nos ha dado su Voz nítida, audible y
practicable. No podemos desoír más ese Cielo abierto y esa Voz tan nítida. Sin
embargo su necesidad y urgencia de escucharla y vivirla es inmensa. Pero no
debemos desesperar, sino por el contrario cobrar fuerzas en la esperanza de esa
Voz que no se acalla y siempre está disponible.
¿Cómo vivo esta experiencia? ¿De manera no contribuyo y de qué
manera contribuyo a que esa Voz sea escuchada y seguida? ¿O he renunciado a esa
Voz?
Y a quienes asistimos a esta
escena de Amor único y entrañable, se nos invita a contemplarla para hacerla
nuestra.
Nuestra contemplación debe
volverse hacia esta experiencia de Jesús para hacerla nuestra, porque es
nuestra desde nuestro Bautismo y, sin esta contemplación no podemos comprender
la anchura y la profundidad, la amplitud y el desafío de esta condición de
hijos adoptivos en su Hijo Amado y Predilecto, Jesús.
Por eso la tercera experiencia
fundamental de Jesús, de este Padre único y amador es la de ser Amado y
Predilecto por siempre y para siempre. Un Amado que se hace Ofrenda de Amor.
Hoy, como Jesús, nuestra
experiencia de bautizados en Jesucristo, reclama nuestra conciencia y práctica
de una vida con el Padre y desde el Padre, con el Pueblo de Dios y en el Pueblo
de Dios.
El Padre nos descubre su plan
de Amor y nosotros como Pueblo suyo, sus amados, nos descubrimos a nosotros
mismos en su plan de amor como Padre.
¿Vivo y hago vivir a los demás de este ser Amados por el Padre
como hijos suyos?
Contemplemos y meditemos lo
que implica en nuestra condición de bautizados en Jesucristo, las palabras del
profeta: “Yo, el Señor, te llamé en la
justicia, te sostuve de la mano, te formé y te destiné a ser la alianza del
pueblo, la luz de las naciones, para abrir los ojos de los ciegos, para hacer
salir de la prisión a los cautivos y de la cárcel a los que habitan en las
tinieblas”.
Jesús no resistió a esta
llamada, la hizo totalmente suya, hasta el final. Porque desde que la carne de
Jesús entró en las aguas del Bautismo, el don del Padre que se le manifestó y
que Él llevó hasta la Cruz y la Resurrección, siguen tocando nuestra carne y la
hacen entrar en esta realidad de hijos de Dios que estamos llamados a vivir y
proclamar con nuestra propia vida, al estilo de Jesús.
¿Asumo esta llamada misionera de mi condición de hijo de Dios?
Padre nuestro, tu Hijo
unigénito se ha manifestado en la realidad de nuestra carne; concédenos que él
nos transforme interiormente, ya que lo reconocemos semejante a nosotros en su
humanidad, y así ser hijos amados en la tierra y en el cielo de tu amor y gozo.
P. Sergio-Pablo Beliera