sábado, 22 de octubre de 2011

HOMILÍA 30º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO A, 23 DE OCTUBRE DE 2011


homilía 30º domingo durante el año, ciclo a, 23 de octubre de 2011
No es ajeno a ninguno de nosotros que muchas veces cuando decimos algo eso tiene un significado muy preciso para nosotros pero no necesariamente para los demás. Las palabras guardan significados objetivos pero también significados personales inviolables. Porque el que se comunica es una persona que hace experiencias, sus palabras se van cargando de un significado personal que enriquece no solo el lenguaje sino la existencia misma.
Hoy, al plantearnos que es lo principal, lo primero frente a la persona de Dios, nos estamos preguntando por cual es la experiencia fundamental frente a la persona de Dios. Pero este mismo interrogante no es lanzado al vacío sino a la misma persona de Jesús, el Hijo Amado de Dios, que se ha hecho uno de nosotros por amor al Padre y por nuestra salvación. La pregunta entonces pasa a ser: ¿Jesús, cuál es tu experiencia fundamental con Dios?
La respuesta de Jesús, nace de la experiencia fundante del pueblo de Dios en el desierto. Pero esa misma respuesta no es la que el pueblo a enunciado por sí mismo, sino que Dios mismo es el que se la ha revelado al pueblo. Jesús da una respuesta personal fundada en la experiencia de Dios con su pueblo y en la experiencia del pueblo con su Dios. Él la hace suya a esta experiencia, a este significado. Y al hacerla suya, la hace nuestra porque Jesús como Hijo Amado, representa a todo el hombre y a todos los hombres.
La respuesta así se entiende en una dimensión mayor y más plena. Jesús parte desde esta expresión: Amarás al Señor, tu Dios. Dios solo ha pedido ser amado. Dios solo quiere ser amado. Dios espera solo ser amado. No basta que creamos en Dios. Necesitamos amar a Dios. Nuestra vocación es amar a Dios, Señor de nuestras vidas. Esto es, necesitamos establecer vínculos de amor con Dios. Una relación en la que se ponga en juego la dimensión del amor entre Dios y mi persona. Y que ese amor a Dios, con Dios, tenga alta repercusión en mi vida de tal modo que sea insustituible. Estoy llamado a ser un enamorado de Dios.
Nuestro Amado Jesús, no se detiene en indicarnos que, sino que hace suya la propuesta del como: “con todo…” repite por tres veces. El amor a Dios, la relación de amor con Dios es totalizante, toma todo de mí para darse con amor a Él. No cabe la parcialidad, la fragmentación, la atomización en el amor a Dios. El que lo es Todo, solo puede entrar en consonancia de amor conmigo si yo me pongo todo al amarlo.
El amor a Dios pasa por “todo el corazón”, todo el centro vital de mi persona queda involucrado. Con toda la vitalidad de mi persona puedo amar a Dios, toda mi vitalidad puede comprometerse en semejante amor y encontrar su sentido más pleno y plenificante.
El amor a Dios pasa por “toda el alma”, si el corazón es el elemento humano, el alma es el elemento divino. Con toda la divinidad de Dios en mí puedo amar al autor de la misma. El alma que viene de Dios necesita explayarse por entero en el amor a Dios porque eso es lo que sabe verdaderamente hacer.
El amor a Dios pasa por “todo el espíritu”, todo el ser pensante y libre queda comprometido en el amor a Dios, “pensar en Dios amándolo”, amarlo para pensar siempre en Dios. Toda mi voluntad e inteligencia están hechas para amar libremente a Dios y solo si le permitimos, si nos permitimos amar a Dios con todo el espíritu pensante y con toda la voluntad libre, pensamiento y voluntad encontraran su plenitud. De otra manera quedarán hambreadas buscando pan donde no hay.
Pero el amor a Dios tiene una semejanza inseparable, y es el amor al prójimo. El amor a Dios se derrama en amor a mis semejantes con los que comparto la imagen y semejanza de Dios. Amar a mis hermanos no es un añadido, es intrínseco al amor a Dios y extensión del mismo. Y a la vez, cuando el amor al prójimo es sincero y genuino, lleva al amor a Dios sin escala.
Toda la revelación de Dios (la Ley y los Profetas) es para que lo amemos y nada temamos de Él y nada menoscabemos de nosotros en amarlo. Como Jesús en cada Eucaristía amemos a Dios dándonos con Él.
P. Sergio Pablo Beliera