domingo, 16 de marzo de 2014

Homilía Domingo II de Cuaresma, Ciclo A, 16 de marzo de 2014

“Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.”
Frente al dolor, frente al sufrimiento, el hombre queda absorto. Y en ese asombro incomprensible del sufrimiento humano el hombre tiende a resistirse y grita y correr como sí pudiéramos huir de el; o por otra parte absorber en él ese sufrimiento y hacerse uno con el hasta hacerse todo sufrimiento y quedarse en el barro del mal.
Jesús, el rostro viviente de todos los hombres y a la vez la Gloria del Padre y la impronta de su ser, ni resiste al mal ni se absorbe en el sufrimiento, sino que vive la metamorfosis del sufrimiento, del mal, en la Luz de la Resurrección, del ser verdadero del hombre como Gloria del Padre que traspasa la Cruz.
Por tres veces la tierra arde de luz por Jesús, en su Nacimiento la tierra se inundo de su luz y fue aclamada de la Gloria de Dios; en su Metamorfosis la montaña recibió los destellos de la Luz que emanaba del cuerpo de Jesús, tabernáculo del Hijo Amado, resplandor de la Gloria del Padre; y en su Resurrección que inunda la tierra con la novedad de la Luz de la Pascua de la muerte a la Vida, obra de la Gloria del Padre.
Todas nuestras oscuridades han sido iluminadas y recobramos la esperanza, porque hemos sido engendrados por Dios y para Dios vivimos, hemos sido reconfortados por su metamorfosis antes de la muerte ignominiosa, y hemos resucitado con Él de la muerte y del pecado.

“Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado.”
Jesús, toma este tipo de decisiones en momentos claves de su vida. Algo importante está por suceder, y se lleva a estos tres testigos siempre. Los lleva con él y los hace subir a monte alto. Si lo que ha de suceder en este monte elevado es importante no lo es sólo para Jesús, sino también para estos testigos.
¿Podría ser de otra manera? ¿Podría ser que algo que es significativo para la vida de Jesús no lo fuera para sus discípulos, o podría ser que algo significativo para sus discípulos no lo fuera para él mismo?
Hay una correspondencia entre las experiencias de Jesús y las de sus discípulos. Pero cuando Jesús se lleva a sus tres testigos, lo que ha de suceder tiene una importancia capital no sólo para Él y sus discípulos contemporáneos, sino para nosotros sus discípulos que dependemos del testimonio de sus testigos elegidos para ser nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra conciencia.
A la vez este ascenso a lo alto es una purificación de la mirada de los testigos. Un verdadero ascenso interior para recibir un anuncio, para ser testigo de un misterio que contemplado debe transformar su percepción interior de una verdad tan superior como la de encontrarse caminando con Dios en la humanidad cotidiana de Jesús, y la de una Resurrección que transformará no sólo el frágil cuerpo de Jesús que verán traspasado, sino también el propio y el de los futuros creyentes.

“Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz.”
Hoy, al recibir este evangelio de la metamorfosis de Jesús, estamos llamados a entrar en una tierra desconocida para que la habitemos y seamos la continuidad y el principio de una nueva generación de testigos y discípulos benditos (cf. Gn 12, 1-4ª).
Esta transfiguración es una transformación, una metamorfosis en su persona. Jesús se transforma a sí mismo, o sea, esta transformación no proviene de una acción externa a Jesús. Él se metamorfosea dejando expresarse en toda su persona a la divinidad que oculta su humanidad.
La transfiguración de Jesús está íntimamente conectada con la Encarnación del Hijo Eterno de Dios y su Nacimiento a quien llamamos Jesús, y con la Resurrección del cuerpo de ese Jesús que vuelve a su estado de Gloria visible. Y a la vez se haya a mitad de camino para preparar y disponer nuestra fe de manera íntegra y plena.
Jesús muestra esa condición única, que lo distingue de todos y de todo. No es como en Moisés donde su rostro queda iluminado por la Luz que irradia el Rostro de Dios. No es como la presencia de Dios que ve y escucha Elías pasar delante de él.
Aquí el cambio sucede en la persona toda de Jesús y su rostro resplandece como el sol, porque la Luz proviene de sí mismo. No el reflejo como la luna, sino la irradiación misma como el sol. Y sus vestiduras se vuelven transparentes a la Luz que hay en Él, esa es la blancura aludida.
Jesús que hasta ahora ha cuidado ser reconocido en su humanidad, pasa del anuncio de la resurrección incomprensible e inimaginable para los discípulos al acto de dejar que su carne resplandezca la Luz de la Vida que proviene de su ser divino.
Para nosotros esta transformación es fundamental para la integridad y la pureza de nuestra fe. Ya que es humanamente asequible la humanidad de Jesús, y de hecho tendemos a reducirlo a su pura humanidad, y su ser Dios, queda relegado a un segundo plano. Pero la fuerza y la gracia de la humanidad de Jesús viene justamente porque el que la porta es Dios, es la Luz, es la Vida misma. En Jesús hay una renuncia voluntaria a mostrar su divinidad, porque ha renunciado a ella para hacer con nosotros y por nosotros la experiencia de ser enteramente hombre. Pero no cambiaría nada si ese que renuncia no fuera Dios mismo.
Todas las búsquedas del hombre en la belleza del cuerpo humano quedan enaltecidas y alcanzan su verdadera respuesta en la belleza del cuerpo transfigurado de Jesús, belleza que ni la crueldad ni la muerte podrán destruir en Él y por lo tanto sí creemos en Él, tampoco en nosotros.
La humanidad contemporánea necesita reencontrase con este Jesús transfigurado en su divinidad, no como algo prestado o añadido, sino como algo propio de Él.

“De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.”
Si Moisés y Elías son los hombres de Dios, que contemplaron y hablaron con Dios, son ellos quienes mejor pueden dar testimonio que nos encontramos ante la mismísima presencia de Dios.
Y es un gran consuelo para ellos, Moisés y Elías, ver que lo que comenzó con ellos llega en Jesús a su plenitud, ya que Él es la plenitud misma al ser Dios-con-nosotros. Y así como trataron con Dios en la tierra, ahora tratan con Dios en Jesús después de muertos, como testimonio que Dios no quiere la muerte sino la vida y nos ha destinado a la resurrección, de la que ellos serán de los primeros en beneficiarse.

“Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.”
Esta experiencia de contemplación del cielo en la tierra, de la presencia de Dios en la persona de Jesús, esta experiencia de Luz radiante y de conversación divina con los dos grandes profetas –que vuelven a poner en el centro el tema de la Palabra y las Escrituras-, lo hace aspirar a Pedro a permanecer en esta experiencia. ¡Quién no quisiera lo mismo!
La contemplación de Jesús transformado en su humanidad en su divinidad, dejando traslucir e irradiar esa divinidad a partir de su humanidad, es una experiencia mística que deseamos retener, guardar y quedarnos en ella. Es un gran consuelo para nosotros. ¡Cómo no pedirlo o no desearlo!

“Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”.”
Y como Dios no se hace rogar frente a semejante sincera expresión de fe, es el Padre mismo quien se encarga de brindar una confirmación de esta experiencia. El mismo Padre se conmueve ante la belleza de la humanidad reconciliada con la divinidad y habla a los testigos.
Una nube luminosa resguarda lo único que aún en la tierra no podemos contemplar, al mismísimo Padre, esa experiencia será para el momento de la resurrección, ahora nos basta con su palabra: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo”. Si en el bautismo de Jesús, las misma palabras iban dirigidas a Jesús, ahora en la transfiguración esas palabras van dirigidas a los discípulos testigos, con el añadido, “escúchenlo”. Este escuchar a Jesús será ahora la forma de permanecer en la experiencia de la resurrección aquí y ahora. Las palabras de Jesús son palabras de vida para nosotros mientras caminamos hacia la resurrección final.

“Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”.”
Los discípulos por primera ve se prosternan ante Jesús. Hasta ahora solo lo han hecho aquellos que fueron sanados por Jesús. Pero ahora, a ellos los discípulos, los testigo oculares de los hechos y palabras de Jesús y de la obra del Padre y del Espíritu en Jesús, son los que se sobrecogen ante semejante regalo del cielo.
Y Jesús, que los ama, y los ha llevado a esta experiencia para crecimiento de esa fe de la que tendrán que ser testigos vivos, se acerca y los consuela tocándolos y dándoles esta orden divida que tanta veces escucharon y escucharán: “Levántense, no tengan miedo”.
Así el estupor que nos causa el dolor, la humillación y la muerte quedan transformados por el éxtasis de sur ser irradiante de Luz y Claridad, de Revelación y Contemplación. En esta postración ante su luminosidad surgente de su Vida divina, somos levantados por su mano amiga, cálida de consuelo y ánimo frente a todo lo que nos conmueve.
Esta experiencia se reedita en cada Eucaristía. En ellas somos testigos de la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre gloriosa de Jesús. Porque la Eucaristía no sólo es la actualización de la Pasión y Muerte de Jesús, de su sacrificio cruento, sino también de su glorificación. El Cuerpo y Sangre Eucarístico de Jesús es el de su estado glorioso, porque Jesús murió una vez y para siempre, pero vive en su gloria eternamente.
Eso es la adoración eucarística para cada creyente que frente a todas las humillaciones vividas viene a consolarnos con la luz de su transformación por la que somos transformados del dolor en esperanza.
Eso es la Luz de su Palabra, escuchada a solas con Él en el guardarla en nuestro corazón de día y de noche, caminando o en descanso, rezando o trabajando, fijo nuestros ojos y nuestros oídos en sus palabras de Vida que todo lo transforman en los que creen.
Y nosotros somos testigos al postrarnos ante Él de esa presencia gloriosa en medio de la transitoriedad y caducidad de este mundo. Pero es este mundo hay una presencia relevante y transformadora, que supera todas las formas de presencia y les da sentido a todas, y es la de Jesús Resucitado y Glorioso en la Presencia del Padre.

“Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.”
En el inicio de esta Cuaresma, cuando ya nos adentramos decididamente en ella, no podemos perder de vista hacia donde nos dirigimos y cual es nuestro alimento verdadero de cada día, y dónde está la Luz en medio de la oscuridad. “Porque, él destruyó la muerte e hizo brillar la vida incorruptible, mediante la Buena Noticia.”

Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu Palabra, para que, después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos contemplar gozosos la gloria de su rostro.


P. Sergio-Pablo Beliera