El mundo contemporáneo no es ajeno a la preocupación o al
interés por la pureza: Pureza del aire, del agua. Pureza de la alimentación
orgánica. Pureza del cuerpo con diversos tratamientos. Pureza de la mente con
la meditación. Pureza de los sentimientos a través de tratamientos
psicológicos.
No se ve bien ni ser, ni estar sucio, vivir entre la
suciedad…
Pero... Conocemos esa palabra que abre la puerta de una
búsqueda y reflexión más profunda, integra, pena... Sin pretender que aquí
podamos hacerlo, pero si nombrarlo.
Si hemos puesto este pero, ha sido porque la propuesta
del hombre al hombre es inacabada, no llega al fondo de la cuestión que el
hombre necesita abordar y que Jesús ha venido ha presentar de manera directa y
acabada.
El tema de fondo es la pureza, pero no abordada de
cualquier manera ni a cualquier precio.
De hecho Jesús en el Evangelio de San Mateo ha proclamado:
«felices
los puros de corazón»
Dios es la pureza por excelencia… Él es el Puro…
Primero porque está antes que todo lo que existe y lo
está en estado puro.
Segundo porque todo lo que salió y sale de sus manos es
puro como Él, es un original sin defecto o carencia alguna.
Tercero porque todo lo que existe está llamado a hacer
crecer, madurar y dar frutos de pureza.
Pero claro, no es el hombre entonces el que pone las
reglas de la pureza, provienen de Dios. Así lo advierte hoy Jesús al hacer
suyas las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero
si corazón está lejos de mí... Enseñan preceptos humanos»
Dios es Dios, y si el hombre no lo toma así, cae en
interminables leyes humanas que no pueden conducir al hombre a su más pura y
alta integridad, su dignidad de hijo de Dios, de un hijo ‘con Dios’.
No podemos aunque lo intentemos de la mejor manera
posible un mundo más íntegro, si lo hacemos sin Dios.
El aire puro es bueno. Pero no mejorará los problemas
verdaderos que el hombre tiene, donde haya hombres que quiten a Dios de en
medio, por más que estén en una isla paradisíaca o en plena cordillera, los
problemas vendrán de uno u otro modo.
Cuando el corazón del hombre se ensucia con quitar a Dios
de su vida diaria y de su fin último, lo que viene después nunca ha sido ni
será muy bueno.
Cuando dejamos entrar a Dios la pureza de Dios nos
contagia, nos impregna, nos nutre. Cuando Dios circula libremente por nuestros
pensamientos, el hombre piensa relaciones íntegras, dignas, cuidadas,
enriquecedoras, su creatividad se expande.
Cuando Dios ocupa el centro de nuestro corazón, pedimos
fervientemente: «crea en mi, Dios mío, un corazón puro, renueva en mi interior un
espíritu firme»… Las cosas vuelven a su lugar, anhelamos a Dios y a los
demás, todo lo creado deja de tener precio y pasa a tener verdadero valor de
criaturas hechas para amar y ser amadas por sí mismas sin importar su utilidad,
sino la pura gratuidad.
Donde reine el odio y la supremacía de unos sobre otros,
la guerra y la tiranía serán el fruto.
Donde reine la satisfacción como imperativo inmediato,
desde el hombre hasta la última criatura tendrá precio de utilización.
Donde reine el mundo del revés, cualquier cosa será
posible de hacer en nombre de una 'humanidad mejor', que nunca sabremos cuál
es, porque ya nos lo creímos tantas veces y aún no aprendemos.
Señor,
nuestro corazón está inquieto y no descansará hasta que repose en Ti
(parafraseando a San Agustín).
¿Estamos
formando corazones puros?
¿Busco qué
el Espíritu forme en mi un corazón puro, con la Palabra, la Eucaristía, la
Reconciliación, y la Oración incesante?
¿Doy mi
corazón a Dios para que lo habite, o me lo guardo para mí y mis intereses?
P. Sergio-Pablo Beliera