viernes, 29 de octubre de 2010

HOMILÍA 30º DOMINGO DURANTE EL AÑO, CICLO C, 24 DE OCTUBRE DE 2010

“La súplica del humilde atraviesa las nubes y mientras no llega a su destino, él no se consuela” Estas palabras conmueven hasta las entrañas. Basta imaginarse los millones de hombres y mujeres que suplican desde su humildad a cada instante y las millones de veces al día en que Dios vive esta experiencia conmovedora como pocas.
Asimismo, comprendo porque muchas veces mis oraciones no son escuchadas, simplemente no soy humilde, soy un orgulloso que suplica, soy un soberbio que pide, soy un egocéntrico que clama… Claro, así no funciona. Recordemos que no cualquiera es humilde, ya que la humildad se elige y se hace. Porque, no es humilde quien se con-forma consigo mismo como el hombre en su propio y pobre espejo; sino que es humilde quien se con-forma con Dios como el hombre que se mira en Dios y desde Dios. ¡Quien más humilde que Dios!, que hizo todo de la nada, que pasó desapercibido durante treinta años entre los hombres, que se hizo nada en la cruz, que permanece oculto en la Eucaristía, que se hace oír solo cuando lo dejamos hablarnos en su Palabra. ¡Tamaña humildad la de Dios!. San Benito en su regla monástica, habla doce grados de humildad, que expreso ahora con mis palabras:
1. La conciencia gozosa de Dios, presente siempre a los ojos de nuestra alma, y que nos mueve a guardar su mandamiento de amor. Es la admiración en la grandeza de Dios y la aceptación gozosa de nuestra pequeñez.
2. La disponibilidad y docilidad a la voluntad de Dios que nos ama. Una voluntad que pueda no parecerse en nada a la nuestra y que sea alegremente abrazada porque es voluntad del Dios bueno que nos ama.
3. La disponibilidad a quien nos pida algo por amor a Dios. No pensando que el principio de la acción es nuestro interés, nuestras ganas o entusiasmo, ni siquiera nuestra necesidad; sino la del otro, la de un bien mayor que nuestra medida y contorno, por amor a Dios mismo.
4. El sufrir con paciencia las situaciones difíciles sin quejarnos. Sabiendo de nuestra debilidad, pero también de la fortaleza que solo es capaz de infundir el sabernos sostenidos por el Dios bueno.
5. La aceptación y reconocimiento de las faltas íntimas, incluso las de pensamiento, ante quienes convivimos, fuera de la confesión sacramental. Apartándonos de ser una máscara para los demás, pidiendo la necesaria ayuda que es el perdón mutuo y la libertad de mostrarme falible.
6. Aceptar de corazón todas las privaciones y las tareas más humildes. Creyendo que lo que nos hace grandes es la grandeza del bien que hacemos, sin importarnos el sacrificio que es necesario.
7. Tenerse sinceramente y de corazón por el último de todos los hombres. Sin necesitar tanto reconocimiento externo, tanto aplauso y viendo en cada persona la bondad que supera a la nuestra y que nos hace agradecer por el otro.
8. El evitar la singularidad. Ese continuo y frenético querer ser únicos, originales en todo. Aceptando ser igual, hermano, compañero de camino de tantos y tantos como yo.
9. El silencio, y el no intervenir, si no somos consultados. dejando que los otros nos den nuestro lugar y no estando en tensión continua de buscarla nosotros. Queriendo ser alguien para los demás sino puro amor.
10. La sencillez en el reír. Pensando que la alegría más valiosa no es la estridente y vistosa sino el gozo profundo de sabernos amados por Dios y ser hermano de todos.
11. La simpleza en el hablar. No pretendiendo ser siempre en que tiene la primera y la última palabra, la más ingeniosa o inteligente, la razón; sino gozar que Dios sea la Palabra definitiva y rectora de todos nosotros.
12. La modestia en nuestra manifestación exterior: el caminar, el sentarnos, el mirar. No buscando ser vistos y llamando la atención por nuestras formas, sino por nuestro ser profundo.
A esta altura podemos preguntarnos: ¿Queremos traspasar el cielo con nuestra oración? Pues centrémonos en la tarea de la humildad. Ya que la oración que Dios puede escuchar es la súplica del humilde, desprovista de orgullo y soberbia, esmerémonos en la humildad sin límites. No retrasemos la tarea diaria de la humildad.
Dice el Evangelio: “… el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!".” La coherencia entre como vivimos y como oramos es un signo vital que Dios no pasa por alto. El nos mueve a ello y los demás necesitan de esto en nosotros. El mundo solo podrá ser mejorado por los humildes, no hay grandes proyectos que puedan transformar los corazones que no sea desde la humildad. Nuestra ciudad suplica nuestra humildad, nuestro despojo, nuestro desprendimiento de nosotros mismos, nuestro abrazarnos gozosamente a la voluntad de un Dios bueno que se conmueve ante la humildad y no ante los logros y los éxitos. Un Dios que rechaza el rating y ama a la persona en sí misma y por sí misma. Solo el que es humilde reza con humildad. No es cuestión de sentirnos, querer o pensarnos humildes, sino el ser humilde, como el pobre es pobre, la viuda es viuda, el huérfano es huérfano y el pecador es pecador y no hace de tal o como si. Y todos somos pobres porque nada tenemos que nos pertenezca verdaderamente sin Dios; todos somos viudas porque nuestro Esposo Jesús el Señor se a entregado por Amor y nuestra otra parte nos falta hasta que nos encontremos en el Cielo; todos somos huérfanos hasta reencontrarnos con nuestro Padre aquí cada día y en el Cielo; todos somos pecadores necesitados de la Misericordia de Dios que El ofrece humildemente a quien quiera recibirla.
Quien quiera adelantar en el camino de Jesús esta invitado a elegir la humildad. Quien quiera ir hacia arriba esta invitado a descender a la humildad. En la oración se notará si lo estamos siendo y la Jesús Eucaristía y María serán nuestra inspiración.

P. Sergio Pablo Beliera