“… el pan que yo daré es mi
carne para la Vida del mundo.” He aquí el programa de vida
de Jesús, expresión de su ser y de su hacer, de su vocación y de su misión.
Jesús nos da el Pan de Vida que no es otro que su propia Carne, esa que asumió
en el seno virginal de María, y que entregará cruentamente en el altar de la
Cruz, como Cordero Inmolado, Inocente, e Inmaculado, para la Vida del mundo que
le da muerte, y al que el quiere darle Vida, esa que por sí mismo el mundo no
puede recibir sino es desde Jesús mismo, porque esa la voluntad y la obra del
Padre.
Vale la pena ponerse frente a
este programa hecho vida en Jesús e interrogarse de manera orante: ¿el pan que yo doy a mis hermanos es mi
propia carne para que haya vida en ellos, “mientras en mí acontece la muerte”
2Cor 4,12?
La carne de Jesús nos da la
Vida porque Él es la Vida, en Él reside la Vida, y la Vida se da en Él porque
la recibe continuamente del Padre, no es un bien adquirido sino un Don.
Mientras el mundo lucha por la
autonomía, Jesús se consagra a la comunión de vida, a una interrelación de vida
continua que se dona y desborda abundantemente sobre el mundo. Jesús busca la
unión, que es adentrarse en el otro porque el Padre se adentra en nosotros y
nos da su misma vida a través del Hijo Amado, hasta llamarnos a nosotros hijos
suyos.
En la Eucaristía, Pan de Vida,
el Esposo Jesús, se adentra en la cámara nupcial de la fe para desposar a sus discípulos,
así el Esposo da su Carne a su Esposa que se hace carne de su Carne y vida de
su Vida.
No hay vida en nosotros sin la
Vida que proviene del Padre y pasa por Jesús en la Eucaristía. Así la
Eucaristía no es un sacramento más entre los demás sacramento, sino el sacramento
de la Comunión en la Carne de Jesús.
“El que come mi carne y bebe
mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día... El que come
mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.”
Es en la Carne y en la Sangre
de Jesús donde recibimos la Vida eterna. Es en su obra máxima de la Cruz y la
Resurrección donde el discípulo que come, que mastica con hambre desmesurada,
de donde recibe la vida que no puede darse por sí mismo. Es en la Sangre
derramada en las copas de los discípulos dispuestos a dejarlas llenar por Jesús
hasta el borde, de donde llega la saciedad para el sediento discípulo, que ya
no bebe del agua de los ríos para vivir sino de la Sangre de Jesús que mana de
su costado abierto y empapa la tierra reseca de la humanidad sin Dios y por lo
tanto sin vida.
Ahora, quien come la Carne y
bebe la Sangre de Jesús para vivir de Él: “el que me come vivirá por mí”, esta
llamado a permanecer en Jesús como Jesús permanece en Él.
La Eucaristía del Cuerpo y la
Sangre de Jesús, nos devuelven al estado de fidelidad, de continuidad, de
amistad, de filiación, de comunión ininterrumpida por el darse de Jesús y el
recibir de los discípulos. Discípulos que ahora deben vivir dándose para que
otros reciban la misma vida de Jesús como ellos la han recibido.
Todos nosotros sabemos la
conmoción que esto produjo en los oyente de Jesús aquel día, fue un antes y un
después. ¿Y en nosotros? ¿Llegamos al
estado conmoción frente a la ofrenda de Jesús? ¿Es el encuentro con Jesús en su
Carne y en su Sangre un antes y un después en mi relación esponsal con Él? ¿O
estamos en el mismo estado de indiferencia que ha caído el mundo frente a Dios
y por lo tanto frente a la Eucaristía?
“El hombre no puede vivir
sin arrodillarse. Si rechaza a Dios, se arrodilla ante un ídolo. No hay ateos
sino idólatras.” (F. Dostoievski) Por eso
arrodillémonos ante semejante sacramento “con el fin de tributarle a la
Eucaristía un culto público y
solemne de adoración, amor y gratitud” (Papa Urbano IV en el año
1264). Público y solemne en mis gestos eucarísticos, para hacerme uno con Jesús
Eucaristía. De adoración, amor y gratitud a Dios Amor, que en la Eucaristía se
da a conocer dejándose asimilar por nuestra humilde condición y así pasemos a
ser con Él Amor y Gratitud permanente, ante su Cuerpo y su Sangre Eucarístico,
para hacernos uno con Él también en el cuerpo y la sangre de nuestros hermanos
en la Caridad fraterna, verdadero fruto de la Eucaristía y condición para un
culto verdadero y puro.
P.
Sergio-Pablo Beliera