“¡Él esperó
de ellos equidad, y hay efusión de sangre; esperó justicia, y hay gritos de
angustia!” Afirma el profeta
reprochándole al pueblo de la Alianza incoherencia, su inconsistencia, su
infidelidad, su pérdida de identidad, y por consecuencia su esterilidad, su
improductibilidad, su haberse robado el don.
Me miro en
estas palabras y exclamo con muchos de ustedes:
¡Qué he
hecho con la herencia que he recibido!
¡Porque no
doy el fruto que puedo dar y que me comprometí a dar!
No es una
pregunta nueva, no es una cuestión nueva, cualquier padre de familia se la hace
frente a un hijo ingrato, cualquier esposo/a frente a una infidelidad,
cualquier hijo/a frente a falta de incondicionalidad frente al don de la vida,
cualquier amigo/a que es traicionado, cualquier consagrado que vive de manera
opuesta a la que ha prometido a Dios. Y sobre todo frente a nosotros mismos:
¿Porqué no doy el fruto debido a lo que he recibido? ¿Por qué al bien respondo
con mal?
Es difícil
dar una respuesta a esta ingratitud, a esta incoherencia…
Podemos decir que Uno
y muchos luego, han sido coherentes y han dado el buen fruto esperado de una
buena viña y muy bien cuidada. Jesús y sus santos, discípulos suyo en todo son
la buena viña, bien cuidada y con buenos frutos.
No podemos mirar la
historia y sus frutos sin mirar a Jesús que ha dado la buena respuesta al Padre
cuando este le ha pedido el fruto. Y lo mismo los santos, no solo los conocidos
sino también los desconocidos por nosotros pero no por el Padre.
La parte de la
humanidad que ha recibido el mismo don y los mismos cuidados y no ha dado la
misma respuesta desde su libertad, es un misterio. Son los que se han apropiado
de la viña y sus frutos y han matado para alcanzar su fin.
Jesús no se ha
apropiado de su humanidad para sí mismo sino que ha dado el fruto bueno de las
buenas obras al precio de su sangre y no ha pedido nada a cambio.
Muchos de nosotros,
sentimos la vida como nuestra y, creemos tener no solo el derecho sino hasta la
obligación de hacer con ella lo que queremos para nuestro bien, según lo que
consideramos es bueno para nosotros, sin ninguna necesidad de cotejar si es así,
porque es nuestra vida y basta con que a mi me satisfaga.
Cuando era niño una presentadora
de TV preguntaba a sus entrevistados si se sentían “realizados”, y confieso que
en mi ignorancia nunca he entendido esa pregunta y menos las respuestas a la
misma que he escuchado.
Hoy, la pregunta se ha
transformado en si te sentís satisfecho, en si te llena, en si te gusta, en si
sos feliz con lo que haces... Y la respuesta en general no incluye a Dios y a
los otros, más allá de los otros que nos interesan -que ya no son otros sino
que son la prolongación o complementación de mi mismo y por eso me satisface-.
¡Que chico hacemos el
mundo cuando podría ser tan grande y tan productivo!
Esta apropiación
indebida de la vida es incomprensible frente a Jesús. Los cristianos tenemos
una gran deuda con el mundo al habernos apropiado de un don que nos fue
confiado, el Evangelio de Jesús y sus Sacramentos, pero del que no estamos
dispuestos a compartir sus frutos de amor fraterno, de caridad, de equidad, de
misericordia, de paz, de alegría, de generosa entrega...
Pensar que lo tenemos
todo y aún seguimos tan lejos del principio y de la meta.
Mientras no queramos
dar el brazo a torcer y sigamos acallando el llamado a dar el fruto bueno, matando
a los mensajeros que el Padre nos ha enviado y nos envía aún hoy, es difícil
que las cosas cambien. Así nuestra apropiación homicida de la viña que es la
creación, el mundo, el Pueblo de Dios, cada uno de nosotros y la etapa en la que
recibo el don y debo dar el fruto, hace que sea difícil que las cosas cambien.
Debemos devolver lo
que no es nuestro a quien le pertenece y vivir dichosamente desapropiados,
dando el fruto con confianza a quien nos ha confiado el don que sabe darnos lo
que necesitamos.
¿Podemos repetir la
historia del pueblo de la primera Alianza? Si, podemos y sería doblemente grave
y doloroso para el mundo.
¡Dios ha invertido en
mí! ¡Cómo no darle el fruto de su entrega!
No faltan quienes
desalientan a los niños y jóvenes a dar su vida de manera generosa y arriesgada,
olvidándose de los otros en serio, de los que más nos necesitan, de aquellos
por quienes nadie daría la vida y nada pueden devolverte.
Cuantos adultos
desaprovechando la oportunidad de dar un fruto maduro que alimente y alegre
vidas. Qué tristeza esos adultos cuya vida es vida cuando es di-versión o
sub-versión, y no cuando se da la oportunidad de una entrega esmerada y
agradecida por una mejor versión de la vida en otras vidas que lo estén
necesitando...
Lo resume muy bien san
Pablo: “…En fin, mis
hermanos, todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo
lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de
alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos. Pongan en práctica lo que han
aprendido y recibido”.
Lo tenemos
todo, el Padre “…plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de
vigilancia…” en cada uno de nosotros, en la Iglesia y en el mundo a
través:
del Evangelio
que nos enseña el camino del buen fruto de Jesús,
de los
Sacramentos de la Iglesia, que no sólo hemos recibido sino que nos hacen
sacramento,
del
mandamiento del amor fraterno y del cuidado del más pobre,
del perdón
mutuo sin límites,
de la Eucaristía
que nos alimenta y nos hace ser uno con Jesús y su Iglesia.
Devolvamos
el fruto de lo que no es nuestro y desapropiémonos de todo para ser dignos del
que plantó, cavó y regó y seamos testigos vivos de Jesús en el mundo.
P. Sergio-Pablo Beliera