domingo, 5 de octubre de 2014

Homilía 27° Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 5 de octubre de 2014

“¡Él esperó de ellos equidad, y hay efusión de sangre; esperó justicia, y hay gritos de angustia!” Afirma el profeta reprochándole al pueblo de la Alianza incoherencia, su inconsistencia, su infidelidad, su pérdida de identidad, y por consecuencia su esterilidad, su improductibilidad, su haberse robado el don.
Me miro en estas palabras y exclamo con muchos de ustedes:
¡Qué he hecho con la herencia que he recibido!
¡Porque no doy el fruto que puedo dar y que me comprometí a dar!
No es una pregunta nueva, no es una cuestión nueva, cualquier padre de familia se la hace frente a un hijo ingrato, cualquier esposo/a frente a una infidelidad, cualquier hijo/a frente a falta de incondicionalidad frente al don de la vida, cualquier amigo/a que es traicionado, cualquier consagrado que vive de manera opuesta a la que ha prometido a Dios. Y sobre todo frente a nosotros mismos: ¿Porqué no doy el fruto debido a lo que he recibido? ¿Por qué al bien respondo con mal?
Es difícil dar una respuesta a esta ingratitud, a esta incoherencia…
Podemos decir que Uno y muchos luego, han sido coherentes y han dado el buen fruto esperado de una buena viña y muy bien cuidada. Jesús y sus santos, discípulos suyo en todo son la buena viña, bien cuidada y con buenos frutos.
No podemos mirar la historia y sus frutos sin mirar a Jesús que ha dado la buena respuesta al Padre cuando este le ha pedido el fruto. Y lo mismo los santos, no solo los conocidos sino también los desconocidos por nosotros pero no por el Padre.
La parte de la humanidad que ha recibido el mismo don y los mismos cuidados y no ha dado la misma respuesta desde su libertad, es un misterio. Son los que se han apropiado de la viña y sus frutos y han matado para alcanzar su fin.
Jesús no se ha apropiado de su humanidad para sí mismo sino que ha dado el fruto bueno de las buenas obras al precio de su sangre y no ha pedido nada a cambio.
Muchos de nosotros, sentimos la vida como nuestra y, creemos tener no solo el derecho sino hasta la obligación de hacer con ella lo que queremos para nuestro bien, según lo que consideramos es bueno para nosotros, sin ninguna necesidad de cotejar si es así, porque es nuestra vida y basta con que a mi me satisfaga.
Cuando era niño una presentadora de TV preguntaba a sus entrevistados si se sentían “realizados”, y confieso que en mi ignorancia nunca he entendido esa pregunta y menos las respuestas a la misma que he escuchado.
Hoy, la pregunta se ha transformado en si te sentís satisfecho, en si te llena, en si te gusta, en si sos feliz con lo que haces... Y la respuesta en general no incluye a Dios y a los otros, más allá de los otros que nos interesan -que ya no son otros sino que son la prolongación o complementación de mi mismo y por eso me satisface-.
¡Que chico hacemos el mundo cuando podría ser tan grande y tan productivo!
Esta apropiación indebida de la vida es incomprensible frente a Jesús. Los cristianos tenemos una gran deuda con el mundo al habernos apropiado de un don que nos fue confiado, el Evangelio de Jesús y sus Sacramentos, pero del que no estamos dispuestos a compartir sus frutos de amor fraterno, de caridad, de equidad, de misericordia, de paz, de alegría, de generosa entrega...
Pensar que lo tenemos todo y aún seguimos tan lejos del principio y de la meta.
Mientras no queramos dar el brazo a torcer y sigamos acallando el llamado a dar el fruto bueno, matando a los mensajeros que el Padre nos ha enviado y nos envía aún hoy, es difícil que las cosas cambien. Así nuestra apropiación homicida de la viña que es la creación, el mundo, el Pueblo de Dios, cada uno de nosotros y la etapa en la que recibo el don y debo dar el fruto, hace que sea difícil que las cosas cambien.

Debemos devolver lo que no es nuestro a quien le pertenece y vivir dichosamente desapropiados, dando el fruto con confianza a quien nos ha confiado el don que sabe darnos lo que necesitamos.
¿Podemos repetir la historia del pueblo de la primera Alianza? Si, podemos y sería doblemente grave y doloroso para el mundo.
¡Dios ha invertido en mí! ¡Cómo no darle el fruto de su entrega!
No faltan quienes desalientan a los niños y jóvenes a dar su vida de manera generosa y arriesgada, olvidándose de los otros en serio, de los que más nos necesitan, de aquellos por quienes nadie daría la vida y nada pueden devolverte.
Cuantos adultos desaprovechando la oportunidad de dar un fruto maduro que alimente y alegre vidas. Qué tristeza esos adultos cuya vida es vida cuando es di-versión o sub-versión, y no cuando se da la oportunidad de una entrega esmerada y agradecida por una mejor versión de la vida en otras vidas que lo estén necesitando...
Lo resume muy bien san Pablo: “…En fin, mis hermanos, todo lo que es verdadero y noble, todo lo que es justo y puro, todo lo que es amable y digno de honra, todo lo que haya de virtuoso y merecedor de alabanza, debe ser el objeto de sus pensamientos. Pongan en práctica lo que han aprendido y recibido”.
Lo tenemos todo, el Padre “…plantó una viña, la cercó, cavó un lagar y construyó una torre de vigilancia…” en cada uno de nosotros, en la Iglesia y en el mundo a través:
del Evangelio que nos enseña el camino del buen fruto de Jesús,
de los Sacramentos de la Iglesia, que no sólo hemos recibido sino que nos hacen sacramento,
del mandamiento del amor fraterno y del cuidado del más pobre,
del perdón mutuo sin límites,
de la Eucaristía que nos alimenta y nos hace ser uno con Jesús y su Iglesia.

Devolvamos el fruto de lo que no es nuestro y desapropiémonos de todo para ser dignos del que plantó, cavó y regó y seamos testigos vivos de Jesús en el mundo.

P. Sergio-Pablo Beliera