viernes, 22 de febrero de 2013
domingo, 17 de febrero de 2013
Homilía I Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 17 de febrero de 2012
Homilía I Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 17 de
febrero de 2012
Quisiera entrar con todos ustedes en este tiempo de Cuaresma, por la
puerta de esta Palabra que nos ha sido dada. En ella se refleja el misterio del
hombre y su Dios y allí debemos ir de lleno, porque allí debemos permanecer
para experimentar la Pascua de Jesús en nosotros y entre nosotros.
Estas palabras recibidas por Moisés, iluminan el inicio del camino
que nos es propuesto: “Cuando entres en la tierra que el Señor, tu
Dios, te da en herencia, cuando tomes posesión de ella y te establezcas allí,
recogerás las primicias de todos los frutos que extraigas de la tierra que te
da el Señor, tu Dios… y las llevarás al lugar elegido por el Señor, tu Dios,
para constituirlo morada de su Nombre.”
El hombre, nosotros hoy en esta Cuaresma, estamos llamados a entrar
en la tierra que el Señor nuestro Dios nos ha dado por herencia; esa tierra
somos en primer lugar nosotros mismos. Debemos entrar en la tierra de nuestra
humanidad. Entrar en esta tierra es asumir mi condición de creatura de Dios,
obra de sus manos, persona a su imagen y semejanza. Soy humano, no soy Dios, ni
ángel, no soy animal. Pero más aún, soy la humanidad asumida en su carne por
Jesús y, en la que Él entró en su Encarnación para hacerla suya
definitivamente.
Nuestra condición humana es una herencia que he recibido. No puedo
atribuírmela a mí mismo, sino que me ha sido dada. Yo soy una creatura de Dios,
que ha recibido de sus manos la rica herencia de una humanidad. La vida humana
es un don recibido como herencia que deberé entregar como tal al final de la
vida. No puedo mal gastarla, no puedo no usarla, no puedo no multiplicarla. Es
la humanidad que el Señor Jesús tomó como herencia preciosa para liberarla de
las ataduras del mal que quiere tomar lo que no es suyo, somos de Jesús que
paga por su herencia el precio de su obediencia amorosa al Padre y de su sangre
derramada.
Lo recibido requiere de cada uno de nosotros una tarea de dos
movimientos: tomar posesión de mi humanidad y establecerme en ella habitándola
por completo. Tomar posesión, esto es: de nuestro espíritu, de nuestro cuerpo,
de nuestra mente, de nuestra voluntad, de nuestra libertad. El que toma
posesión hace el uso adecuado y debido de su humanidad, que necesitamos este
gobernada desde lo profundo según el orden de Dios. Jesús en el desierto, toma
posesión de las condiciones frágiles de su humanidad y se adentra en ella
rehaciendo la comunión de nuestra humanidad con la humanidad creada por su
Padre.
Y en segundo lugar, habitar esa humanidad, estos es: vivir esa
humanidad, desplegarla en toda sus condiciones. La humanidad que hemos recibido
es una tierra fértil que busca ser habitada, embellecida. Habitar es hacer uso
de todo lo que existe en nosotros. Habita quien entra y sale de su casa con el
gozo de que sea su casa. No lamentarnos de nuestra humanidad. No dejar de
habitar todos los espacios de mi espíritu, todos los espacios de mi cuerpo,
todos los espacios de mi mente, todos los espacios de mi voluntad, de mi
libertad, para vivir según lo que la humanidad que he recibido es. Como Jesús
que habita su humanidad y no permite entrar en ella más que la voz del Padre y
la fuerza del Espíritu. Confía en la humanidad que le ha sido dada, mas allá de
su debilidad, porque se sabe todo creatura amada y bien hecha por el Padre.
Esto es lo que vemos en Jesús, ha entrado en su tierra, ha recibido
su herencia en las aguas del bautismo en el Jordán: “Y mientras estaba orando, se abrió el cielo. Y el Espíritu Santo
descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz
del cielo: «Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi
predilección». Y en el desierto toma posesión de su tierra y la habita: “Jesús,
lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por
el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta
días.”
Este
itinerario de vida, nos abre desde aquí, a la experiencia de poner los frutos
recogidos en las manos de Dios y darle gracias, permitiéndole que Él sea el
Señor de toda nuestra vida, haciendo de nuestra humanidad recibida de sus manos,
su Morada. Es un momento de gran belleza. Es una experiencia que sostiene todas
nuestras experiencias. Jesús es el fruto de la humanidad liberada de las
ataduras del pecado, porque confía plenamente en la voz de su Padre Creador y
no sede a ningún impostor que quiera ordenarle que hacer con su preciosa vida.
Como
Jesús, experimentamos que esta humanidad sin su Dios no tiene sentido. Como
Jesús hacemos la experiencia que nada ni nadie puede ocupar el lugar de la
experiencia de Dios, de habitar con Él.
Como
Jesús, necesitamos hacer la experiencia que elegir a Dios es el mejor
descenlace para nuestra humanidad. Esto es hacer Memoria de Dios, de su paso
por nuestra existencia, que no hemos estado solos en esta tierra, en esta
experiencia de vivir la vida “en Dios”, “para Dios”, porque la vivimos “con
Dios”. Dios es nuestro Amigo, nuestro Padre, Creador, y Compañero de las
experiencias gozosas y dolorosas de la vida.
Así,
podremos hacer nuestras estas palabras, que hacen Memoria de la experiencia
fundamental de Dios en toda existencia humana: "Mi
padre era un arameo errante que bajó a Egipto y se refugió allí… nos
maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre. Entonces
pedimos auxilio al Señor, el Dios de nuestros padres, y él escuchó nuestra voz.
Él vio nuestra miseria, nuestro cansancio y nuestra opresión, y nos hizo
salir... con el poder de su mano y la fuerza de su brazo... Él nos trajo a este
lugar y nos dio esta tierra... Por eso ofrezco ahora las primicias de los
frutos del suelo que tú, Señor, me diste".
Esta es la experiencia que corona nuestra existencia: entregar
nuestras vidas a otra experiencia es dejar nuestra tierra deshabitada, sin
espíritu y cuerpo, sin mente y voluntad, sin libertad. Yo soy el suelo que Dios
me dio y, en ese mismo suelo quiero hacer la experiencia de vivir de toda
Palabra que sale de Dios como alimento, de postrarme cada día solo ante Él y de
seguir solo su voluntad.
Debemos ser cada uno de nosotros una humanidad
que hace la experiencia de un Dios que nos libera del mal y, nos da la libertad
de amarlo y de amar a nuestros hermanos. No somos el pueblo de la moral, sino
el pueblo de la gracia, de la amistad constante con Dios, a través de la
victoria de Jesús de mantener su condición de Hijo y su amistad de conocerse mutuamente,
por sobre cualquier otro bien.
No traemos la buena nueva de una moral que
quita los males de este mundo, sino la buena nueva de una amistad con Dios, que
se hace la fuente del amor en mi corazón y en toda mi existencia y, que rompe
toda barrera y así, el mal no puede ya anidar en nosotros. Arraigados en Dios
aprendemos a ser humanos que pueden ser libres de amar y hacer el bien que Dios
hace.
Jesús vence la gran tentación de sustituir al Dios
vivo, quedándose con la herencia y siendo autónomo como negación de su esencial
vinculación al Padre, Hijo y Mesías Salvador en una humanidad.
Este es el camino de todos nuestros bienes. Este es el sendero de la
vida. Este es el lugar del hombre y de Dios. De una humanidad con Dios y de un
Dios con humanidad.
P. Sergio-Pablo Beliera
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