HOMILÍA 2º DOMINGO DE CUARESMA, CICLO B,
4 DE MARZO DE 2012
Las relaciones entre las personas suelen tener
una dirección, que sus protagonistas le dan. Cuando los hombres nos vinculamos
entre nosotros, le imprimimos a esa experiencia un sentido. Toda relación busca
un rumbo, por lo cual parte de un punto que desencadena otros, y así
sucesivamente. Según sea la dirección inicial, el sentido impreso, el rumbo
emprendido será el fruto de esa relación.
Es muy común entre nosotros, entre creyentes,
que nuestra relación esté direccionada por el “miedo a Dios”, el temor a las
consecuencias de una respuesta inadecuada; o el generar una relación para
obtener tal o cual beneficio, el hacer tal o cual práctica religiosa para
obtener tal o cual favor de Dios; podríamos llamarlo también un intercambio
interesado para que Dios se mantenga de nuestro lado. ¿Cuáles son las formas en que se manifiestan en mí una relación equivocada
con?
Frente a estas posibles formas equivocadas de
encarar la relación con Dios, podríamos preguntarnos: ¿Cuál es la dirección, el sentido o el rumbo que le imprime Dios a su
relación con nosotros? Ya que debemos partir de que nuestra relación con
Dios es hincada por Él mismo, parte de lo que Él hace primero. Cuando ese
sentido primero cae en el olvido, nosotros creemos ser los que ponemos las
reglas de la relación y por lo tanto quienes la fundamos. Nada más lejos de la
realidad.
“Toma a tu
hijo único, el que tanto amas…” le dice
Dios a Abraham, el Padre al padre. Este el inicio de la relación que el Padre
Dios nos propone. Así, se lo plantea Dios a Abraham porque así se lo plantea el
Padre a sí mismo.
Sí, Él es el que ha tomado a su Hijo Único, el
que tanto ama, y lo ha puesto como principio de nuestra relación con Él. El
Padre pone a su Hijo. Es el Padre el que da, nada menos que a su Hijo. El Hijo
del Padre es lo más Bello, lo más Bueno, lo más Verdadero, lo más Único que el
Padre a engendrado, y es eso mismo, lo mejor, lo que el Padre toma para
ofrecernos como sentido de su relación con nosotros.
Pero este Hijo es un Hijo Único, no hay otro,
es el Primero y el Último, es todo lo que tiene, todo lo demás proviene de su
relación con Él.
Y por si faltara un rasgo para destacar y
resaltar el valor que el Padre le da a esta relación, es el Hijo Único el que
tanto ama. Es un Hijo amado, por lo tanto un Hijo esperado, deseado, buscado,
entrañable, íntimo a sí mismo. Por amado, es un Hijo conocido y en el que el
Padre prolonga toda su creatividad e incondicionalidad. Por ser amado es Único
y es Hijo.
Es el Padre el que nos dice permanentemente: “Aquí
estoy”… hijo amado. De ahí la reflexión del apóstol Pablo: “Si
Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él
toda clase de favores?”
Por lo tanto la relación con Dios en el
creyente proviene de ese Hijo amado, “con él”, no de nuestros esfuerzos,
sino de los “esfuerzos” hechos por Dios mismo. Allí, en el escuchar y seguir el
impulso amoroso del Padre se origina el despertar de nuestro verdadero deseo de
Dios. Eso es contemplar, eso es obedecer, eso es relación de verdad.
La experiencia que ofrece Jesús a Pedro, Santiago
y Juan, es muy sugestiva:
Hay que apartarse de lo cotidiano en ese Amor.
Hay que emprender el camino desde ese Amor.
Hay que subir a lo alto con ese Amor.
Hay que presenciar la transfiguración de la
humanidad Jesús en la divinidad de Hijo Amado.
Hay que contemplar el diálogo de lo Antiguo
(Elías y Moisés) con lo Nuevo (Jesús) como continuidad del Amor salvífico.
Hay que dejarse sostener ante el temor frente a
la sorprendente manifestación de Jesús, por el Amor.
Hay que dejarse cubrir por la nube de la
Presencia del Padre que Ama, y que por eso desciende. Hay que escuchar la voz del Padre, nítida, inconfundible y radical: "Éste
es mi Hijo muy querido, escúchenlo", centro neurálgico de todo el
mensaje.
Hay que hacer la experiencia de “Jesús
solo…” sostenido por el Amor del Padre, es inconfundiblemente a Jesús a
quien debemos escuchar.
Reconfortados por esta experiencia que nos
supera, hay que emprender enamorados el descenso “hasta que hasta que el Hijo del
hombre resucite de entre los muertos” en nuestra propia existencia. Esta es toda la vida espiritual que estamos
llamados a desplegar en nuestra existencia en Jesús, el Hijo Amado.
Así caminamos en nuestra relación con Dios
desde la experiencia de Jesús, el Hijo Amado, en quien fundamos nuestra
respuesta a tanto amor. Transfigurados a imagen de Jesús, debemos develar al
mundo la presencia divina de Dios que el ha cambiado el sentido y la dirección
a nuestra relación con Él. Solo como
amados podemos responder válida y convincentemente al Padre que nos ama.
Sólo así, amados como hijos a ejemplo de Jesús,
podemos dar un testimonio válido y convincente de una relación que engendrada
en el amor fundante del Padre, nos lanza a darle continuidad a esta historia de
amor, que no parte de lo que damos sino de lo que recibimos del Padre que nos
dice continuamente: “Aquí estoy, hijo
amado que escuchas y te dejas llevar por mi Amor y te haces solo escucha
obediente de mis palabras de vida eterna”.
P. Sergio Pablo Beliera