Homilía 5º Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 17 de
marzo de 2013
Tal vez unos de los crímenes más crueles de la humanidad sea el de
creer que no puede haber perdón, que la misericordia se agota, que la
indulgencia debe ser limitada, y la reconciliación un bien escaso.
Si no hay perdón, estas palabras que pronuncio no tienen sentido, el
que las pronuncia ya está muerto. Y ustedes que me escuchan ya no vale la pena
que lo sigan haciendo.
Si no hay lugar para la misericordia, el mundo de los hombres ha
sido exterminado por ellos mismos, para no volver a aparecer ya más sobre la
faz de la tierra.
Si la indulgencia ha sido cercada, la libertad ya no tiene sentido
porque no hay más oportunidades para que ella nos conduzca a nuevas
experiencias de superación.
Si la reconciliación ha entrado en escasez, la relación entre los
hombres no tiene futuro y todo es pasado y muerte.
"Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera
piedra". Es en boca de Jesús, unas de las sentencias más
esperanzadoras y liberadoras que han resonado en la humanidad. Son palabras que
revolucionan las relaciones humanas y las relaciones con Dios. Muy lejos de ser
una expresión condenatoria, un juicio lapidario, es una verdad lanzada a
nuestras conciencias, que nos hace entrar en una comunión de pecadores. Creemos
con el profeta que: “Me glorificarán las fieras salvajes, los chacales y los avestruces;
porque haré brotar agua en el desierto y ríos en la estepa, para dar de beber a
mi Pueblo, mi elegido, el pueblo que yo me formé para que pregonara mi
alabanza.” Dios con su Misericordia, con su Compasión, puede revertir
todas las fierezas y adversidad.
Esta comunión de pecadores, es en la que Jesús ha querido
introducirse y sembrar una nueva esperanza, haciendo realidad palpable y actual
las palabras proféticas: “No se acuerden de las cosas pasadas, no
piensen en las cosas antiguas; yo estoy por hacer algo nuevo”. La
novedad de Jesús, es que ya para el hombre el pecado no es un obstáculo para
nuestra convivencia humana, porque ya no lo es para la comunión con Dios.
Nuestro pecado compartido ya no es una justificación, un descenso de
nuestras necesarias aspiraciones impresas en nuestro espíritu de alcanzar lo
puro, lo bueno, lo bello, lo amable. Como comunidad de pecadores podemos ayudarnos
y mucho. Porque si el pecado no es ya un obstáculo para que Dios nos busque, se
relaciona con nosotros a través de una amistad sincera, y se deja invitar a
nuestras mesas, a nuestras casas, a nuestros corazones; ¡cómo el pecado de mi hermano va a ser un obstáculo para nuestra
hermandad y caridad fraterna, si ambos somos pecadores a quienes Jesús ha
quitado el peso de la condenación!
Nuestra comunión de pecadores, no es ya una comunidad de personas
que se juntan para acrecentar su pecado y vivir inmersos en el. Sino una
comunidad de pecadores donde Jesús, residiendo en el centro de nuestras
relaciones, nos impulsa a una comunión sin juicio y condenación que nos anima a
vivir de Él y de su Perdón, Misericordia, Indulgencia y Reconciliación
abundante.
Hoy como ayer, sobreviven grupos que se unen por el pecado
compartido y pretenden ser aceptados en esa condición sin ninguna pretensión de
cambio y superación, al contrario hacen alarde osado de su condición y
pretenden que los demás no solo lo permitamos, sino que nos imbuyamos de su
cultura.
Otros, se siente perfectos y distintos, mejores y más dignos, y muy
poco dispuestos a convivir con la miseria humana, que no reconocen más que
formalmente en ellos. El perdón mutuo, no está en sus horizontes, y el pecado
es una mera acción personal, y de la esfera puramente privada que nada tiene
que ver con los demás. Cerrados sobre esta condición siempre miran a los
pecadores con desprecio y prejuicio.
Los discípulos de Jesús, no podemos caber en ninguna de estas dos
experiencias, que no hacen otra cosa que aumentar la desgracia del pecador y
por lo tanto el encierro en su pecado.
Los discípulos de Jesús, lo tenemos a Él en el centro de nuestra
existencia como el Perdón, la Misericordia, la Indulgencia, la Reconciliación.
No podemos retirarnos con nuestro pecado porque no estamos dispuestos a aceptar
el de los demás y que los demás vea el propio.
La comunión de pecadores solo encuentra su salida, su esperanza, su
renovación, en permanecer junto a Jesús, para recibir no solo su perdón, sino
también su envío consolador: “Vete, no peques más en adelante”. Envío
que deberíamos hacernos unos a otros lo más asiduamente posible.
Y para eso, la comunión fraterna es imprescindible, es en esa
comunión en la que podemos vivir esta opción: “…Por él, he sacrificado todas
las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y
estar unido a él…” Ese sacrificio de amor, pone a la comunión fraterna
en la primera línea de nuestras opciones y oportunidades de “alcanzar
la meta”. Si me quedo solo en mi pecado, si nos quedamos como grupo
solos, cerrados sobre nuestro pecado, la opción de: “Todo me parece una desventaja
comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor…”,
es solo una expresión de deseo, que no puede materializarse en nosotros, porque
ese conocimiento viene a nosotros justamente por el camino fraternal, donde la
ciencia de Dios se multiplica en la medida de nuestra apertura a compartir, no
ya nuestro pecado, sino el amor de Jesús por nosotros y su vigencia cotidiana,
que me lleva a amarlo y compartirlo. Porque, “olvidándome del camino
recorrido, me lanzo hacia delante”, con la ayuda de mis hermanos y
brindando mi ayuda a mis hermanos.
Jesús, después de su perdón, nos devuelve a la comunidad, a la vida
fraterna, a la vida familiar, para seguir creciendo en el espacio en el que Él
se hace presente para llevarnos a la comunión de la santidad.
La humanidad necesita de mensajeros, de testigos, que reciban a los
pecadores como nosotros y le hagan experimentar la cercanía de Jesús
Misericordioso, que a través de nosotros dice una y otra vez: “Vete,
no peques más en adelante”. Si nuestra condición de discípulos de
Jesús, no nos revela a través de la comunión fraterna nuestro pecado, no podrá
revelarnos su Misericordia copiosa y eterna, “habiendo sido yo mismo alcanzado
por Cristo Jesús”.
Pbro. Sergio-Pablo Beliera