Podríamos decir
que frente a esta celebración del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, se destaca
principalmente su Presencia. Esa Presencia, no es un simplemente estar aquí y
ahora, un hacerse presente en tiempo y espacio en cada generación. No es una
Presencia que simplemente ha traspasado las barreras del tiempo y del espacio,
lo cual sólo sería un logro astrofísico. No es la realización de lo soñado en una
película de ciencia ficción.
Porque en su
Cuerpo entregado y su Sangre derramada, el Señor Jesús, “…a través de una Morada más
excelente y perfecta que la antigua -no construida por manos humanas, es decir,
no de este mundo creado-, entró de una vez por todas en el Santuario, …por su
propia sangre, obteniéndonos así una redención eterna.”
Presencia por lo
pronto es el opuesto de Ausencia. Dios no conoce la Ausencia, Él sólo es
Presencia. La Ausencia es una experiencia muy humana, que Jesús conoció en carne
propia como humano, pero no se quedó con ella, la abandonó toda vez que fue
necesario. Sus milagros son un signo vivo de esa renuncia a la Ausencia, porque
Dios es Presencia continua. Y más aún su Presencia inamovible en la entrega de
la Cruz y su salir del Sepulcro para siempre y penetrar el Cielo con su
Presencia definitiva.
Pero la
Presencia no es una invasión, un desembarco apabullante. No…, es una brisa
suave que se desliza por nuestra existencia. En Dios mismo esa Presencia es el
Gozo permanente. Y cuando esa Presencia se mueve como una suave brisa en
nuestras existencias las refresca, las mueve, las desplaza a nuevos lugares y
tiempos, inimaginables sin su Presencia, pero absolutamente posibles con su
Gozosa Presencia.
Jesús ha
aprendido de su Padre a preparar su Presencia, no la improvisa[1], dice el evangelio hoy: “El
Maestro dice: “¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual
con mis discípulos?”. Él les mostrará en el piso alto una pieza grande,
arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario”.”
¿Hoy nuestra Eucaristía ha sido preparada por
cada uno de nosotros?
¿Se ha preparado la comunidad de discípulos aquí
reunida y ha preparado este tiempo y este espacio?
¿Si el Maestro ha sido cuidadoso de preparar la
cena, podría el discípulo prescindir de esa misma actitud?
La Presencia de
Jesús en la Eucaristía de su Cuerpo y de su Sangre habla de una delicadeza de
amor gratuito, generoso, duradero. Tan así que desde la primera a la última
Cena, Él no tomará para sí nada y permanecerá dándolo todo desde esa noche
hasta el nuevo amanecer del Reino de Dios. Así lo dice: “Les aseguro que no beberé más
del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de
Dios”.
El Cuerpo y la
Sangre del Señor Jesús es Presencia amorosa, misericordiosa y gozosa en medio
de sus discípulos. Es una Presencia – Cena, que no se interrumpe ya más desde
aquella vez. Estamos dentro de esa sala desde la primera vez que Jesús subió a
ella. Cada vez que nos reunimos a celebrar la Eucaristía entramos a esa misma ‘sala arreglada’ como el Señor Jesús lo
ha previsto.
Cualquier
despreocupación por la Eucaristía es directamente una ausencia a esa intención,
a esa acción misma del Señor Jesús, que se preocupa por tener un Encuentro con
nosotros que nos haga experimentar su Presencia que nos alimenta, nos hace
crecer, y no lanza a hacer lo mismo. Recibamos “la herencia eterna que ha sido
prometida…”
Esa Presencia
del Señor Jesús en su Cuerpo y Sangre, que diluye toda forma de Ausencia, es
una toma de conciencia clara y desafiante de lo que ello significa en nuestras
vidas de discípulos, porque: “¡cuánto más la sangre de Cristo, que por
obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra
conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto
al Dios viviente!” Sin esa Sangre, sin ese Cuerpo que penetra en
nuestras existencias y no sólo en nuestros cuerpos, nadie puede dar verdadero
culto a Dios, porque el único culto agradable al Padre es la Persona de Jesús
entregada y resucitada por obra del Espíritu de Dios.
No nos hacemos
conscientes de esa Presencia y no nos hacemos Presentes por nosotros mismos,
sino por una verdadera acción del Espíritu que obra cambiando nuestro espíritu
por el suyo, “para permitirnos tributar culto al Dios viviente” porque lo
hacemos como Jesús, “por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios…” porqué
Él y el Espíritu “purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte”
y viviremos de las obras que son vida, que son el obrar de Jesús Resucitado en
su Cuerpo y Sangre, en medio de nosotros y entre nosotros.
Así lo había
entendido el pobre de Asís, Francisco, como comenta un autor del siglo pasado:
“Sólo el Espíritu puede ajustar nuestra mirada a la visión de
Dios. La Admonición 1[2],
sobre «El Cuerpo del Señor», la Eucaristía, afirma con fuerza la insuficiencia
radical de la mirada terrena, del espíritu carnal, para reconocer al Hijo de
Dios. «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia...» (v. 17).
¿Cómo podría la sabiduría humana reconocer la presencia de Dios en unas figuras
tan sencillas? Para confesar la presencia del Señor de la Gloria en el Mesías
humillado que camina hacia el Calvario, para discernir la presencia de Jesús en
la insignificancia del pan eucarístico, en el hermano, en el pobre, en el
leproso..., es preciso tener unos ojos nuevos, iluminados por el Espíritu. El
Espíritu es el único que puede introducir al hombre en el misterio de un Dios
que se hizo pobre por amor. El Espíritu es el único que puede escrutar las
profundidades de Dios. ¿No
es precisamente en estas profundidades donde va a introducir el Espíritu a
quien ha aceptado abandonar su sabiduría humana, acorazada con el tener y el
poder, y ha abierto su corazón al don de Dios? Todas las veces que describe el paso del
espíritu terreno al Espíritu de Dios (1 R 17; 1 R 22; 2CtaF 45-62), Francisco
desemboca en la plenitud de la vida de intimidad con
Dios.”
Presencia es
pues, intimidad transformante del discípulo en su Maestro que entrega su Cuerpo
y Sangre, de la carne de discípulo en el Carne y la Sangre de Jesús el Señor,
de la impureza del que lo sigue en la Pureza e Integridad del Cuerpo y la
Sangre del Hijo Amado.
Entonces sí las
palabras del Éxodo cobran todo su sentido interior y de irradiación: “Estamos
resueltos a poner en práctica y a obedecer todo lo que el Señor ha dicho”
ya que hemos sido purificados en “nuestra conciencia de las obras que llevan
a la muerte” y ahora somos vida por el mismo Espíritu que en la
Plegaria Eucarística invocamos: “te pedimos que santifiques
estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que se conviertan para
nosotros en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor.” ¿Si creemos esto del pan y del vino, no lo
creeremos de nosotros mismos?
P. Sergio-Pablo Beliera
[1] ¡Por Dios! La
improvisación que practicamos como despreocupación o culto a la espontaneidad
es un imposible… en el hombre de la nada sale nada… Cuando un artista improvisa
en su arte, cuando una madre improvisa en la cocina, hacen como Jesús a dicho:
“saca de lo viejo y de lo nuevo” y hace algo que ha acumulado sin saberlo y que
ahora sólo lo deja salir. Pero no es de la nada, sino de una remota e invisible
pero trabajosa preparación de su mente y de su espíritu de donde todo proviene.
[2]
Cap. I:
Del cuerpo del Señor
1Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la
vida; nadie va al Padre sino por mí.2Si me conocieran a mí, ciertamente conocerían también a mi Padre; y desde ahora
lo conocerán y lo han visto. 3Le
dice Felipe: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. 4Le dice Jesús: ¿Hace tanto
tiempo que estoy con ustedes y no me han conocido? Felipe, el que me ve a mí,
ve también a mi Padre (Jn 14,6-9). 5El Padre habita en una luz inaccesible (cf. 1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). 6Por eso no puede ser visto
sino en el espíritu, porque el
espíritu es el que vivifica; la carne no aprovecha para nada (Jn 6,64). 7Pero
ni el Hijo, en lo que es igual al Padre, es visto por nadie de otra manera que
el Padre, de otra manera que el Espíritu Santo. 8De donde todos los que
vieron al Señor Jesús según la humanidad, y no vieron y creyeron según el
espíritu y la divinidad que él era el verdadero Hijo de Dios, se condenaron. 9Así también ahora, todos
los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el
altar por mano del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven y creen, según el espíritu y la divinidad, que
sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, se
condenan, 10como lo
atestigua el mismo Altísimo, que dice: Esto
es mi cuerpo y mi sangre del nuevo testamento, [que será derramada por muchos]
(cf. Mc 14,22.24); 11y: Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna (cf. Jn 6,55). 12De
donde el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, es el que recibe el
santísimo cuerpo y sangre del Señor. 13Todos
los otros que no participan del mismo espíritu y se atreven a recibirlo, comen y beben su condenación (cf. 1 Cor 11,29).
14De donde: Hijos
de los hombres, ¿hasta cuándo serán de pesado corazón? (Sal 4,3). 15¿Por qué no reconocen la
verdad y creen en el Hijo de
Dios? (cf. Jn 9,35). 16Vean
que diariamente se humilla (cf. Fil 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) vino al útero de la
Virgen; 17diariamente
viene a nosotros él mismo apareciendo humilde; 18diariamente
desciende del seno del
Padre (cf. Jn 1,18) sobre el
altar en las manos del sacerdote. 19Y
como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan
sagrado. 20Y como
ellos, con la mirada de su carne, sólo veían la carne de él, pero,
contemplándolo con ojos espirituales, creían que él era Dios, 21así también nosotros, viendo el pan y el vino con los ojos
corporales, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre
vivo y verdadero. 22Y
de este modo siempre está el Señor con sus fieles, como él mismo dice: Vean que yo estoy con ustedes hasta
la consumación del siglo (cf.
Mt 28,20).