sábado, 20 de septiembre de 2014

Homilía 25º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 21 de septiembre de 2014

Me pregunto desde el principio ya de este comentario al Evangelio, si yo me alegro de que Dios sea bueno con mis hermanos humanos tan distintos, tan diversos, a mí. Creo que si en mí hubiese más alegría, más gusto, más sensibilidad por lo que Dios hace de bueno con los demás estaría verdaderamente un poco más cerca de Dios, del Dios de la generosidad, del Dios sin medida, del Dios que esparce, que irradia, que difunde, amable y gratuitamente sus bienes sin mirar más somos sus creaturas, sus hijos, y que lo que yo no veo ni aprecio como lo hace Él.
Muchas cosas obstaculizan esta conformidad con el ser y hacer de Dios, lo primero -aunque no en orden cronológico-, son mis celos o envidias, mi mirar la vida de los otros como una amenaza de la mía. La comparación continua, un medirnos desmesurado o sutil unos a otros. Un resentimiento continuo se levanta desde esta mala tierra en la que no pueden crecer relaciones humanas con mis contemporáneo ni con Dios. Es una existencia de eternos ofendidos por lo que le toca a uno y por lo que le toca al otro.
La segunda es esa disconformidad subterránea –a veces continua- con mi existencia, con mi ser, con mi tiempo, con mis posibilidades, una sensación de tener que vivir ajustado a una justicia según “yo y los míos” que no me permite soportar lo que esté fuera de esos márgenes. Como si nada pudiese haber o existir fuera de esos márgenes. Terrible asfixia.
Un tercer obstáculo que percibo muy vivo y dominante, es aún más profundo, es la desconfianza, pero no la desconfianza a secas, es la desconfianza en que lo que Dios me da me basta. Es la desconfianza en que lo que Dios ha puesto en mi y con lo que me levanto cada día para desplegar mi vida es más que suficiente. Y si Dios no es confiable, la vida no es confiable, y la angustia y disconformidad un derecho inalienable por el que lucho denodadamente, pesar que vaya en mi contra.
Y pienso a esta altura, que necesario, que imprescindible se vuelve para nuestras existencias humanas y creyentes pensar como Dios piensa, querer como Dios quiere, hacer como Dios hace. Me duele la pregunta del Señor: ¿Por qué miras mal que yo sea bueno?” Oh Dios Bendito, perdón… Ten piedad de mi, Bueno Señor.
Necesitamos recuperar esa actitud descripta en el Evangelio, donde Dios se mueve desde su lugar hacia el nuestro, una y otra vez, hasta la última oportunidad, a buscarnos para encontrarse con nosotros y darnos oportunidades, horizontes, esperanzas, por no dejarnos desocupados… Y no mirar nuestros esfuerzos o realizaciones…
Ese Dios una y otra vez, nos dice: “Vayan también ustedes a mi viña”… El que viene, nos invita a unos y a otros a ir a su tierra a trabajar. Nos saca de nuestra desocupación para ponernos ocupados en su propio suelo, el más fructuoso y menos cansador de todos, porque, ¿dónde podría el hombre encontrar un trabajo más rendidor y con menor esfuerzo que en la tierra bendita de Dios, donde todo nos es dado y puesto a nuestra disposición y donde no rigen las reglas del pecado?
Y como no desear y ponerme en camino de alcanzar una disposición tan generosa como la del mismísimo Dios. Quiero querer con ustedes la bondad de Dios sin importarme de la justicia de los hombres nada, absolutamente nada.
Y por eso quiero reformar mi pensamiento, quiero formatear mi pensamiento en el de Dios, para que sus pensamientos sean los míos y los suyos. “…los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes.” Debo admitirlo, es verdad, una dolorosa pero salvadora verdad.
Quiero cambiar mi forma de pensar por la de Dios, para que mi sensibilidad encuentre un buen recipiente en el crear posibilidades y no medir consecuencias a medida humana. Porque entonces tendré la mirada de Dios sobre todas las cosas, mirada de bondad porque Él es Bueno, y no mi mirada caprichosamente envidiosa o celosa.
La llamada que nace desde el interior de Dios al salir a buscarnos y emplearnos en su viña, es a cambiar la mirada, el trabajo más trabajoso para el hombre, para nuestra humanidad. Porque no hay trabajo más importante que este cambio de mirada que nos permite mirar como Dios mira y por lo tanto considerar las personas y las situaciones como Él las mira. Ese es el trabajo urgente en el que Dios quiere vernos involucrados porque es proveedor de bondad en nuestros corazones y en nuestras relaciones.
Señor, mi Dios, mi Buen Dios, a la hora que vos lo dispongas quiero trabajar en tu tierra bendita y cuidar tu viña con quienes tu quieras y recibir a cambio sólo el cambio de mi corazón a tu Bondad infinita.


P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 14 de septiembre de 2014

Homilía Fiesta de La Exaltación de la santa Cruz, Ciclo A, 14 de septiembre de 2014

Hablar de la Cruz no resulta fácil, porque en seguida remite al dolor, al sufrimiento, al despojo y la muerte, experiencias todas ellas que ponen al hombre en jaque frente a su existencia. Y si a esto le agregamos la Exaltación de la Cruz, podría llegar a pensarse rápidamente en que se exalta aquello que tanto nos quema la existencia.
La cultura contemporánea llena de tanto dolor, de tanta conciencia del dolor y de tantos medios para mitigar o eludir el sufrimiento, nos focaliza en esa posibilidad de supresión y por lo tanto en la fantasía que los humanos por nosotros mismos podemos suprimir el dolor. Si a esto le agregamos la sobredosis de estímulos del placer, de la comodidad, del confort, del spa, no nos encontramos bien parados frente a este juego perverso de contrapuestos. No al dolor, si a lo placentero. No iremos por ahí para no caer en la trampa y tener algo que decir en serio.
Ni Jesús, ni la Iglesia quieren llevarnos ahí. A ese, o somos unos doloristas, o somos hedonistas.
A la Cruz se llega por un camino. Es punto de llegada doloroso, que extrae de nosotros las fuerzas del amor, del perdón, de la donación de nosotros mismos. Pero con sufrimiento de nuestra humanidad.
Pero la Cruz es punto de partida. El comienzo de un después. Que da el fruto de una liberación de todas las ataduras, de todos nuestros miedos, de todas nuestras fantasías infundadas. Es salvación que nos rescata de la muerte y del pecado, como una tabla que subsiste a las tormentas de nuestra existencia.
Es después de pasar por la Cruz cuando se entra en la Resurrección:
Primero como una espera esperanzada.
Segundo como una preparación de nuestra humanidad a la novedad de una vida para siempre.
Tercero como una experiencia que irrumpe en nuestra existencia de una vez para siempre y que nos pone en un estado definitivo del cual no hay vuelta atrás, ¡por fin hemos llegado!
Si el hombre contemporáneo conciente del dolor y a la vez tan predispuesto a la comodidad, quiere pasar lo primero y llegar de una manera verdadera y no ficticia a la segunda, es la exaltación de la Cruz de Jesús donde encuentra una respuesta existencial definitiva y segura.
Creo que los instintos del hombre contemporáneo que le hacen rechazar el dolor y trabajar tanto para suprimirlo (pensemos que la industria farmacéutica es una de las más grandes del mundo), y por otro lado invertir e insistir tanto en el confort, en lo placentero, en darse el gusto, en la comodidad; pueden ser una plataforma de lanzamiento para abrazar una respuesta plena que le quite a ese instinto y a esa respuesta todo carácter de ficticio o fachaza sin fondo.
Exaltemos esta puerta de entrada, este inicio de la plenitud que ya es plenitud incoada para siempre en nuestro ser. Y no lo decimos de nosotros que aún no lo hemos vivido más que místicamente, espiritual o moralmente, sino porque Jesús el Cristo nuestra la parte más eminente del único Cuerpo que formamos con Él ya lo ha experimentado de una vez y para siempre.
La Vida Nueva que la Cruz ha inaugurado no es una Promesa a cumplirse, sino una realidad ya existente en Jesús Resucitado. Él vive sólo así porque: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo.” Lo que nosotros aún no podemos experimentar experiencialmente en nuestro cuerpo de manera plena, ya vive y ha comenzado su obra en nosotros porque lo ha comenzado en Jesús que vive Resucitado en nosotros.
La Cruz de Gloria obtiene en mi vida lo que no obtiene ningún esfuerzo, iluminación o deseo, porque ella ya ha dado su fruto bueno en mí y ha plantado su semilla de Vida que puede dar 30, 60 o 100 % de Luz, Vida y Amor. El verdadero esfuerzo a hacer es el de no resistir a su fuerza en nosotros que desde el interior clama hacer su obra para volverme a mí al cielo del cual ella ha salido.
¡Que no debemos a Aquel que: “…descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo…” y “se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le dio el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: Jesucristo es el Señor.”!
Demos gracias al Padre por la libertad, la plenitud, y la exaltación que nos ofrece en Jesús alzado en alto en la Cruz que vence al odio, a la separación, al desamor, con su perdón a los hombres, su unión al Padre y su amor a los corazones de los hombres.
Llevemos nuestra cruz, contemplemos las cruces colgadas en nuestras casas y templos, no como un adorno sino como una memoria viva de dónde hemos partido y adónde pretendemos dejarnos llevar. “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna.”


P. Sergio-Pablo Beliera