domingo, 21 de noviembre de 2010

Homilía Domingo Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, ciclo C, 21 de noviembre de 2010


Si hay algo que siempre es sorprendente es la forma en que las personas usamos el poder cuando cae en nuestras manos. Nunca es lo mismo cuando fantaseamos con tener el control que cuando realmente lo tenemos en nuestras manos. Personas que se preparan férreamente para ejercer el poder, los vemos tener serias dificultades para manejarse luego con el. Eso que pasa en el macro mundo de la política y los negocios, no deja de sorprendernos en el micro mundo de una familia o un grupo de amigos. Y ni que penar en el micro mundo que somos cada uno de nosotros para nosotros mismos. Nuestra voluntad se resiste a hacer lo que le dicta la inteligencia, la inteligencia se resiste a descender a moldear nuestros afectos, nuestros afectos no quieren ceder el control que ejercen sobre nuestras decisiones… y así con cada aspecto de nuestra persona, hasta llegar a la gran desafío de unificarnos tras la influencia de nuestro espíritu que anhela la unidad de Dios.
Jesús que a lo largo de su existencia ha rechazado toda posición de poder y hasta ha huido de quienes querían hacerlo rey según los modelos existentes en el mundo, hoy, en el lugar menos pensado, la cruz, en estado de agonía e impotencia, ejerce esa autoridad "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso". Sorprendente, inmensamente sorprendente donde, desde donde, cuando y como, Jesús, elije usar todo su poder: en primer lugar no para sí, sino para abrir el paraíso para alguien que esa posibilidad le era inalcanzable, y en segundo lugar la confianza ciega de entrar en su reino a pesar de la situación presente que vive, y en tercer lugar, hacerse cargo de ser Él la compañía en ese paraíso, dice “conmigo”, elije como compañía a alguien inesperado y sorprendente. Así, en su mayor acto de amor, Jesús sigue sorprendiendo, porque sigue amando, abriendo nuevas posibilidades de amor. Ese el su reinado, ese es su poder, el de amar sin límites, el de nunca llegar al final, sino siempre estar abriendo una nueva página de amor para alguien, sea quien sea… Jesús es el impotente que ama potentemente para abrir la puerta, la puerta definitiva, la de sabernos amados más allá de nosotros mismos.
Las palabras de Pablo suenan hoy muy iluminadoras, porque continúan la acción sorprendente de Jesús: “nos hizo entrar en el reino de su Hijo muy querido”. ¿En qué consiste ese reino del Hijo amado?:
- un reino de libertad para relacionarnos con las personas y las cosas como Jesús. Es la libertad de amar sin obstáculos poniendo cada persona en su verdadera dimensión y a cada cosa al servicio de nuestra libertad, lejos de toda esclavitud o indigna sumisión.
- un reino de amistad con Dios que nos da la posibilidad de amar como Él nos ama. Donde las relaciones con Dios se ven restablecidas para siempre, donde el hombre amado puede corresponder en su pobreza con amor al amor. Y donde cada persona es una oportunidad de más amor para mí y para ella.
Por eso podemos decir: “Él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el Principio, el Primero que resucitó de entre los muertos, a fin de que él tuviera la primacía en todo, porque Dios quiso que en él residiera toda la plenitud” Al entrar en la Iglesia tenemos los medios necesarios para vivir en el reino, que es hacer que Jesús lo sea todo en nosotros, que Él sea la plenitud, o sea la totalidad frente a nuestra parcialidad, la integridad frente a nuestra fragilidad, el culmen frente a nuestra ocaso. Sus palabras plenifican porque hablan de la vida desde la trama profunda de la vida misma. Sus gestos plenifican porque ponen lo divino en contacto directo con lo humano. Sus acciones plenifican haciendo todo su hacer hacer de Dios en nosotros. Su persona plenifica porque en Él reside todo lo que anhelamos y se encuentra realizado todo lo que buscamos. Por eso quien se deja llevar por sus palabras es plenificado. Quien se deja llenar por su Cuerpo y su Sangre alcanza su saciedad. Quien contempla su Cuerpo suspendido en la Eucaristía se va haciendo semejante a la puerta del Cielo. Oremos incesantemente: "Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino". Es así como se cumple en nosotros y para nosotros su promesa: "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso".

P. Sergio Pablo Beliera