domingo, 10 de marzo de 2013

Homilía 4º Domingo de Cuaresma, Ciclo A, 10 de marzo 2013


Homilía 4º Domingo de Cuaresma, Ciclo A, 10 de marzo 2013
La vida tiene un componente dramático que debemos aprender a vivir y desentrañar, sino queremos perdernos la vida misma y sobre al Autor y Sustento de la misma. En ese componente dramático se introduce Dios al hacerse hombre en su Hijo Único Jesús. En Él y por Él vivimos desde una nueva y original perspectiva el drama humano como tal.
El drama inicial del hombre está marcado por su falta de discernimiento: El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Cómo hiciste semejante cosa?». La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí». (Gn 3,1-13), y a eso corresponde la pregunta de los discípulos hoy, ¿quien peco?: «Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». (2)
Para Jesús el drama no es el quien peco, sino el pecado mismo que ciega y hace perder el discernimiento. Así obra la serpiente al inicio con Eva: La serpiente dijo a la mujer: «No, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y serán como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3,4-5). Ahora, Jesús, restablece el diálogo confuso por el diálogo diáfano: «Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Es consciente que Él es la Luz del mundo mientras permanece en el mundo y no puede perder su oportunidad de hacer la obra del Padre, porque la obra del Padre es que creamos y veamos cosas mayores.
Jesús crea ante sus discípulos un hombre nuevo, como Enviado del Padre creador: “…escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa "Enviado". El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía.” (6-7). Crea cómo el Padre, para todos crean en el Padre a través del Hijo: Esta es la Vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu Enviado, Jesucristo.” (Jn 17,3).
Así, cómo desde el principio nuestra fragilidad está en el escuchar y ver mal, porque no somos escuchados sino confundidos y no somos visto con compasión sino con deseo de hacernos posesión de otro. Entonces, es Jesús quien nos ve y escucha el deseo de nuestro corazón, porque no ha venido a discusiones inútiles sino a obrar maravillas, Jesús escucha la oración de este pobre ciego de nacimiento y la hace suya y la eleva al Padre, y es el ciego de nacimiento quien lo descubre: Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero si al que lo honra y cumple su voluntad.” (31). Por quien ni sus padres daban la cara: «Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta».” (20-21) y ni siquiera escuchan.
Jesús, como el Padre creador, toma tierra y con su saliva portadora de salud, unge los ojos del ciego de nacimiento para que ahora sea un vidente por el nuevo nacimiento. Y para que el prodigio no sea producto en la mente de los hombres, de la magia, lo manda lavarse en la piscina del Enviado, que lo representa a Él, el Enviado, anunciado pero a quien no podemos ver por nuestra ceguera. Se lava en Jesús y entonces con Jesús… Somos lavados en Jesús para ver desde Jesús y con Jesús, que es Luz en medio del mundo sumergido en la tiniebla: “En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron.” (Jn 1, 4-5).
El ciego fue, se lavó y vio... Su obediencia a Jesús y su docilidad es su primera visión. Ve ya sin aún recobrar la vista y cuando la recobra se convierte inmediatamente en lo mismo que el que lo sano, en un rechazado porque es una obra viviente del Padre y los que ven pero son ciegos: Después Jesús agregó: «He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven».” (39).
Se identifica con Aquel que lo curo, y por eso su testimonio es válido y verdadero porque asume la condición de identificarse con el Enviado de Dios, antes que volverse ciego como quienes lo persiguen, y a quien el se atreve a cuestionar usando la nueva luz que su visión le da, discierne como Cristo: El hombre les respondió: «Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero si al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada».” (30-33).
Y así, como el tentador había prometido que se nos abrirían los ojos, y no hizo más que generar una visión distorsionada, que nos hace ver como apetecible y deseable lo que no es nuestro y desobedecer a Dios (Gn 3,4-7). Y la única visión que nos fue dada fue la de nuestra desnudes, la de nuestra nada y la visión que nos da la vergüenza y el deseo por el otro que nos esclaviza, queriendo sustituir la alegría, la confianza y el don de sí como Dios lo había plasmado en nosotros.
Ahora, Jesús, prefigurando el Bautismo, la obra de nuestro nueva creación en cada hombre, de nuestra purificación y de nuestra nueva visión, al modo en que ve Él al Padre y a los hombres, nos da sin engaño ni falsa promesa, algo mayor que lo que recibimos al principio para que quede claro la generosidad y la reconciliación que obra el Padre sin rencor ni resquemores, somos hechos otro Cristo: “…Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: «¿Crees en el Hijo del hombre?». El respondió: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Tú lo has visto: es el que te está hablando». Entonces él exclamó: «Creo, Señor», y se postró ante él.” (34-36).
Y entonces podemos decir con verdad, "creo", porque se nos ha mostrado, se nos ha manifestado dándonos su vida, exponiéndola por nuestra nueva creación al precio de su Sangre y del Agua que brota de su costado: “…uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua. El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean.” (Jn 19,34-35), y que alimentan las fuentes bautismales de la Iglesia, la nueva comunidad que nos recibe, porque ya no pertenecemos más al dominio de aquellos que usurparon el lugar de hijos de Dios y pueblo suyo, rechazando al Enviado según la voluntad del Padre y no según la voluntad del hombre: Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad. Sepan discernir lo que agrada al Señor, y no participen de las obras estériles de las tinieblas; al contrario, pónganlas en evidencia.” (Ef. 5,8-11)

Pbro. Sergio-Pablo Beliera

Homilía 4º Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 10 de marzo de 2013


Homilía 4º Domingo de Cuaresma, Ciclo C, 10 de marzo de 2013
Dos fiestas en la tierra ponen de manifiesto la gran fiesta del Cielo. Sí, el Cielo tiene sus fiestas en la tierra, de la cual la Pascua de Jesús, hacia la que nos encaminamos, es la madre, cumbre y fuente de todas ellas.
Esas fiestas del Cielo que dimanan de la Pascua de Jesús, son la fiesta del Perdón y la fiesta de la Eucaristía. Ambas fiestas están íntimamente relacionadas en la tierra y son celebradas una como antesala de la otra (la Reconciliación) y la otra como plenitud de la otra (la Eucaristía).
La fiesta del Perdón y la fiesta de la Eucaristía cantan la experiencia del salmista: “¡Gusten y vean que bueno es el Señor!” Sí, el Padre ha sido bueno al repartirnos la herencia de la vida, al esperarnos después de una mala experiencia de nosotros mismos en el uso de nuestra vida, el abrazarnos, besarnos y estrecharnos contra su pecho, y en perdonarnos preparando una gran fiesta para celebrar que nos ha recobrado de la muerte y del pecado. En la fiesta del Perdón y de la Eucaristía podemos gustar y ver la Bondad del Señor, Padre de la Misericordia y Dios de todo consuelo. Entremos a la fiesta y celebremos con el Padre.
Miremos con atención entonces las palabras de Jesús que develan como se llega a estas fiestas. En la experiencia del hijo menor, hay un anhelo del pan de la mesa de su padre: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!'. Ese anhelo es colmado por una gran fiesta que el padre ofrece cuando el hijo vuelve a casa: “'Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó la fiesta.” Este anhelo del pan acompaña la reflexión del hijo sobre su propia vida: “Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó…” Este anhelo permanece aún hoy en la celebración de la Eucaristía, donde se conserva la experiencia de la necesidad del perdón y de la necesidad del pan. Es el hambre de la conciencia del hijo (nosotros), de vivir de acuerdo con el Padre, y del anhelo del hijo (nosotros), de comer el Pan que se sirve en la Casa del Padre.
Esta experiencia del hijo menor, refleja la experiencia primigenia de todo hombre, de ser saciados por el pan del perdón del Padre, y el pan del sustento del espíritu que nos da el Padre. Los hombre tenemos hambre de reconciliación, hambre de perdón, hambre de la ausencia del odio, hambre de que todos sean mis hermanos y mis amigos y no haya enemigos entre nosotros. Los hombres tenemos hambre del Pan de Vida, hambre de Comunión, hambre del Pan que provee el Padre, es el hambre del Pan que no viene de nuestro sudor sino del sudor del Hijo Amado Jesús, que lo consigue entregándose por nosotros al amor hasta el extremo desde la Encarnación hasta la Pasión y Muerte en Cruz. Él es que lleno de plenitud es sacrificado para la gran fiesta de la Comunión con el Padre, con su obra en nosotros, con nuestra pertenencia a su familia.
De hecho, en nuestra vida cotidiana, sentarse a la mesa sin reconciliación hace imposible comer en paz. ¿A quién no le cae mal la comida de una mesa llena de tensión, de rencores, reproches y odios? Una mesa con discusión, no es una mesa para el hombre, porque no es la Mesa del Padre que quiere que todos sus hijos vivan reconciliados entre sí, para comer el pan conseguido con la responsabilidad y el compromiso con la vida, la vocación y la misión que se nos ha confiado y que hemos elegido, y que refleja la llamada de alcanzar por todos los medios la santidad del Padre.
Esta unidad y correspondencia presentada por Jesús entre el Perdón y el Pan, entre la Reconciliación y la Eucaristía, permanece en el sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía. Y la Eucaristía misma la contiene en sí misma, antes de la Mesa del Pan, pedimos el Perdón; por la Mesa del Pan recibimos el Cuerpo y la Sangre de la Reconciliación que nos hace entrar en la Mesa de la Comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque: “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente.”
Pero no debemos olvida que, por la Mesa de la Palabra son purificados nuestros oídos y nuestra conciencia para recapacitar y volver a la vocación de hijo del Padre, para pensar en el Padre y desear volver a él una y otra vez para gozar de los frutos de su Mesa. La Mesa de la Palabra, en la que el Padre nos dice: “Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.”; porque todo lo que es del Padre nos es revelado por el Hijo en su Palabra y a través de ella recobramos cada vez que la leeos, la escuchamos, y la meditamos la condición de hijo recobrados y vueltos a la Vida en la vida.
O si queremos también estas otras palabras: “Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies.”; porque es la Palabra del Padre, la que nos lava de nuestro pecado de rebeldía, de autonomía y libertad mal entendida y mal vivida permaneciendo en la Paciencia, en la Espera y en la Acogida.
La Palabra, que es la “mejor ropa”, que nos viste de nuestra desnudes y despojo experimentada en una vida sin sentido, por la ropa de una vida con sentido en la Casa del Padre, porque es la ropa de nuestra dignidad de hijos amados misericordiosamente por el Padre. Por su Palabra el Padre dice y se hace, “vístanlo”, y somos vestidos por una conciencia pura y sin duda, ni desconfianza.
Es por la Palabra del Padre, que se nos coloca “un anillo en el dedo”, porque recobramos el poder de ser hijos y la belleza de ser investidos con el poder de la Misericordia como nosotros hemos recibido Misericordia. Por la Palabra del Padre, es que se nos colocan “sandalias en los pies”, para que nuestro pies, que están en contacto con el suelo de la humildad, sean calzados con la alegría de la protección del Padre, que nos invita a permanecer como peregrinos de su Misericordia y comunicadores por todos los rincones de la tierra de semejante obra. Porque: “…todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación. Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro.”
¿Cómo lo estoy viviendo yo hoy? ¿Corresponde mi vida a esta experiencia sacramental? ¿Qué camino debería recorrer para asumirlo más plenamente? Estas y otras tantas preguntas podemos hacernos hoy para recapacitar como hijos de la miseria y volver a ser hijos de la abundancia que se alimentan de la voluntad amorosa del Padre.

P. Sergio-Pablo Beliera