domingo, 7 de octubre de 2012

Homilía 27º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 7 de octubre de 2012


Homilía 27º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 7 de octubre de 2012

“Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Estas palabras de Jesús, tan escuchadas y tan conocidas por todos nosotros, es la síntesis de todas las respuestas que se corresponden a todas nuestras preguntas a Jesús.
Todo el tiempo se alzan hacia el cielo ingentes preguntas que el hombre tiene frente a la realidad que le toca vivir. Preguntas que surgen de su desafío de vivir. Preguntas que se elevan desde las ganas o las dificultades que el hombre encuentra en sus relaciones para vivir. La pregunta define al hombre como una de sus actitudes más reveladoras de su condición humana. Son la expresión de que somos creaturas llamadas a recibir respuestas que no podemos contestarnos por nosotros mismos sino en el diálogo con Dios.
La verdad sobre la experiencia humana de la soledad y de la compañía adecuada, solo puede ser encontrada y asimilada por el hombre, si la recibe “como un niño”. Si no somos enteramente receptivos y confiados en la respuesta de Dios en la persona de Jesús, nuestra entrada a los misterios de Dios, a la vida de Dios, al Reino de Dios, se hace imposible. Si vamos a Jesús con nuestras cuestiones, debemos recibir con una acogida dócil la respuesta de este.
“Porque el que santifica y los que son santificados, tienen todos un mismo origen. Por eso, él no se avergüenza de llamarlos hermanos”, como dice hoy la carta a los hebreos. Jesús nos habla desde la propia experiencia, y desde una experiencia que tiene el mismo origen para todos. No es una respuesta que implique un salto en la obra de Dios, sino la expresión máxima de la obra de Dios. Considero a este punto esencial para el creyente contemporáneo que necesita, una vez más, ponerle el nombre adecuado a cada una de las cosas que existen. Necesita un nuevo acercamiento a su realidad humana y a su relación con Dios como es “desde el principio”.
Y sobre la verdad que el hombre y la mujer son “…hueso de mis huesos y carne de mi carne…” el uno para el otro, en este tiempo, debemos resaltar particularmente que esa experiencia no proviene de un impulso ciego de atracción, sino de una obra de Dios para el varón y la mujer, que ambos deben buscar y aceptar como alguien que le es dado y no como alguien que le es impuesto desde los instintos, o desde la informe sensibilidad. No elegimos solos sino con Dios, que busca para nosotros la “ayuda adecuada”.
Esta generación esta llamada a volver a resaltar la verdad de la mutua relación entre varón y mujer, como un acto libre, donde uno y otro aceptan el desafío de aprender a amarse. Lo que está impreso en nuestro origen es que podemos aprender a amar a alguien con quien decidimos compartir toda la existencia. Y que esa experiencia de aprender a amar implica una experiencia de aprender a elegir, a discernir quien puede acompañarme a hacer la experiencia de una comunión de amor más grande que los propios impulsos y la sensibilidad (que de por sí no pueden sustentar una elección y una decisión porque son cambiantes y no están llamados a ser el argumento de una elección sino a formarse para hacerse adecuada a nuestra elección libre y responsable). “Que el hombre no separe lo que Dios ha unido.”
Este es uno de los aprendizajes originales que el varón y la mujer deben hacer desde una aceptación de la verdad de nuestro origen y condición expresados por Jesús de manera clara y nítida. Y no desde “la dureza de nuestro corazón”, desde esta dureza todo lo que pensemos no será adecuado a nuestra condición de varones y mujeres llamados a aprender a amar.
Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes”, dice Jesús. Esta dura realidad debe ser asumida y transformada por los creyentes, desde la docilidad de corazón al proyecto inicial, “desde el principio”, impreso por Dios en nuestra condición humana. El matrimonio indisoluble está impreso en nuestra naturaleza humana y en la medida que es vivido, la enaltece y la lleva a su plenitud.
Pero no debemos adulterar nuestra condición esencial para acomodar nuestro mal aprendizaje. Es una llamada muy clara de Jesús. No debemos adulterar nuestra libertad y nuestra condición humana, ya que cometeremos una enorme injusticia con nosotros mismos y con los demás.
No es un capricho de Dios o una intransigencia vetusta de la religión, sino la expresión de nuestra condición permanente de niños ante Dios que siempre deben aprender de Él para comprenderse a sí mismos: “"Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará en él". Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.” Así debemos estar para aprender de Dios nuestra condición humana de varones y mujeres llamados al amor mutuo.

P. Sergio-Pablo Beliera