domingo, 2 de agosto de 2015

Homilía 18° Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 2 de Agosto de 2015

Todos nosotros de una u otra manera, en uno u otro tiempo nos vemos enfrentados a la necesidad de mirar de frente nuestra búsqueda de Dios, y porque no, nuestra búsqueda de nosotros mismos y de los demás, ya que una y otra van emparejadas.
Es la necesidad de purificar nuestra búsqueda de Dios:
Purificar la búsqueda, es pues, como dice hoy Pablo:
“De él aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban,
despojándose del hombre viejo,
que se va corrompiendo por la seducción de la concupiscencia,
para renovarse en lo más íntimo de su espíritu
y revestirse del hombre nuevo,
creado a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad.”
Como quien limpia los vidrios de sus anteojos, los vidrios de las ventanas de la casa o limpia el parabrisas. Así nosotros debemos purificar nuestra búsqueda para que esta permanezca como tal, como búsqueda permanente y no como un mero inicio o punto de partida que se completa después de un tiempo.
Y el mejor modo de hacerlo es no hacerlo por nosotros mismos sino dejarnos ayudar por Jesús en esa purificación, dejándonos cuestionar por Jesús, dejándonos probar por Jesús:
Dejarnos cuestionar por Jesús: “Les aseguro que ustedes me buscan, no porque vieron signos, sino porque han comido pan hasta saciarse…” ¿Vamos siguiendo a Jesús para asegurarnos o para ponernos en riesgo con Él? Es una pregunta necesaria frente a semejante afirmación. Si estoy más cómodo que hace unos años algo se desajustó, algo se acomodó a mi medida. Hay que repensar, volver a la fuente, al primer amor…
Dejarnos probar por Jesús: “Así los pondré a prueba, para ver si caminan o no de acuerdo con mi ley.” Esto es fundamental para enderezar el camino. Esta puesta a prueba es un ajuste de los mecanismos de funcionamiento que nos permiten seguir andando en el mismo sentido en que partimos y a la vez hacerlo de modo seguro y pleno hasta el final.
Entonces podemos reiniciar la búsqueda pero, por las motivaciones que nos da Jesús:
“Trabajen, no por el alimento perecedero,
sino por el que permanece hasta la Vida eterna,
el que les dará el Hijo del hombre;
porque es él a quien Dios, el Padre, marcó con su sello”.
Nuestros esfuerzos fundacionales y fundamentales, deben estar orientados hacia el alimento que permanece hasta la Vida eterna. Ese no es un pan que podamos darnos a nosotros mismos y, que sólo podemos adquirir trabajando con las manos siempre vacías y abiertas a Dios, el Padre, que nos da todo en Jesús. Eso implica que mi movimiento hacia Jesús, el señalado y sellado por el Padre, debe ser desinteresado, gratuito, incondicional, no para cruzarnos de brazos sino para movernos en su sentido de manera permanente, no por nosotros mismos sino por Él.
Esto implica entonces, asumir la promesa de Jesús:
“Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí jamás tendrá hambre;
el que cree en mí jamás tendrá sed”.
Nuestra hambre y nuestra sed deben mantenerse inalterables para Jesús, para ser colmadas por Su Persona, ese “Yo soy…”, que sólo le corresponde a Él en nuestras existencias.
Nuestra hambre y sed existencial, que incluyen las expectativas de vida, las esperanzas, los deseos profundos, sólo pueden encontrar en la persona de Jesús su saciedad: “Yo soy el pan de vida…”
El camino hacia la saciedad es ir a Jesús…
El camino hacia la saciedad es creer con la mirada de Dios sobre Jesús…


P. Sergio-Pablo Beliera