domingo, 10 de agosto de 2014

Homilía 19° Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 10 de agosto de 2014

Podríamos comenzar preguntándonos que rol ha tenido y tiene el miedo en nuestras vidas. Cuando ha venido a visitarnos, en que circunstancias y que ha sucedido en esa experiencia.
Tal vez nos de miedo hablar de nuestros miedos, ver nuestros miedos, compartir nuestros miedos. Seguramente no tendremos una solución definitiva en la medida en que el Señor Jesús no llegue a ellos de manera concreta y directa. Tampoco es que, por hablar de ellos desaparezcan, si no hay una clara decisión de abandonar esas experiencias de miedo. No fuimos creado con miedo, el justamente viene a nosotros como una carencia, una ausencia de confianza, de amor de base.
El miedo nos deja desprotegidos, perdemos la confianza en quienes somos y en lo que tenemos enfrente, de lo que tenemos que enfrentar. El miedo se alimenta de una visión distorsionada de Dios, de los demás y de nosotros mismos. Nos asustamos, experimentamos un descontrol generalizado. Así es como lo viven los discípulos en el evangelio hoy: “Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar.”
Lo que me preocupa de nuestros miedos es que nos hagan desconocer al Señor Jesús cuando Él decide acercarse a nosotros, a mí, a vos… Que perdamos la dimensión de su haberse hecho uno de nosotros, de haberse encarnado para estar próximo, cercano, visible, palpable, audible…
Jesús aporta a la calma de nuestros miedos una voz firme y una llamada clara: “Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman".” Cuando nuestros ojos nos engañan y ven una realidad que no existe, o distorsionan la realidad que se nos presenta, la voz de Jesús es nuestra orientación firme: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Así, escuchar es el primer remedio a nuestro miedo, escuchar esta llamada de Jesús y guardarla en nuestro oído, en nuestra mente, en nuestro corazón. Le damos el control a esa voz y nuestros miedos ceden, se desvanecen…
Pero si hemos dejado controlarnos por el miedo, es una mala decisión. Podemos volvernos a otra forma de miedo, ser desafiantes: “Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua".” Poner a prueba a Dios es una tarea inútil, pero muy recurrente en nosotros. No es El quien tiene que demostrarnos quien es sino nosotros quienes tenemos que descubrir y aceptar hasta las últimas consecuencias quien es El para nosotros y nosotros para El. Es la segunda llamada de Jesús a abandonar nuestros miedos: “Ven”. Ven a Mí, ven hacia Mí, como yo he venido hacia ti, como Yo he abrazado la humanidad sin miedo, abraza vos tu humanidad sin miedo, porque no te cree con miedo ni para el miedo.
El grito desesperado cuando nos hundimos por nuestras dudas y desafíos desproporcionados, no alcanza para sacarnos a flote. Las leyes de la física no se superar por la voluntad, sino por la realidad sobrenatural de la fe, que no viene de la razón, ni del corazón, ni de otros, sino de Dios mismo, Aquel en quien debemos creer nos la proporciona, por eso no nos basta con gritar: "Señor, sálvame", porque no nos estamos hundiendo en el agua sino en la duda. "Señor, sálvame", de la duda, del temor a vivir según tu Evangelio, de vivir Tu vida en mi vida, de seguir otras voces que no son la tuya, de construirme un destino según mi (según los parámetros del mundo ciego), de logros vacíos y pasajeros que no soportarán pasar el paso del tiempo y la muerte.
Pero, es la mano de Jesús extendida hacia Pedro la que lo sostiene. Porque, es esa misma mano la que lo ha creado, la que lo ha señalado y que ahora lo recoge de su miseria, su poca fe, su pequeña fe, su fe distorsionada por el miedo, por el yo puedo, hasta que todo se derrumba por el implacable realismo de nuestra humanidad, porque así como Jesús que ha asumido nuestra carne no puede ser un fantasma, así nosotros por nuestra carne no podemos ser dios, pero tampoco un fantasma desencarnado.
"En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo." Es la mano creadora extendida hacia Pedro, como la mano de Jesús extendida hacia el Padre en la gran obra de Miguel Ángel en la capilla Sixtina. Cuando el oído no ha alcanzado, cuando el desafío nos ha abandonado, entonces la mano de Jesús nos salva así como nos ha creado.
El nos ha contemplado desde el principio y a confiado en nosotros, no ha tenido miedo a nuestro no, nuestro ni, ni se ha entusiasmado puerilmente con nuestro sí inicial, o nuestros desafíos. El siempre nos dice: "Ven", pero ven con fe. Sin fe, nos hundiremos frente a la cara misma del Señor inútilmente.
Nuestros miedos necesitan de la mano extendida del Señor Jesús. Y yo debo extender la mía y aferrarme a su mano.
Y al tomarnos de la mano del Señor nuestra mano debe aferrarse a El sin flojeras, es un agarrarse firme de su mano lo que nos da o devuelve la fe. Y una vez que ha sobrevenido la calma, entonces si, conscientes de lo que El Señor ha obrado podemos conectarnos con lo que El es y ponernos frente a El como corresponde, postrados. “En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él…” Es el amor reverencial hacia quien no nos abandona a nuestra suerte, sino que viene a nosotros con su Palabra, con su Persona (Cuerpo y Sangre), a liberarnos de las ataduras de las distorsiones interiores y de los gestos distorsionados. Entrando en nosotros, como subiendo a la barca, puede sobrevenir la calma si lo recibo enteramente, y entonces sí, podremos decir algo coherente de quien es Él y seguir el camino: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios". Sí, no tratamos con un fantasma, nuestra relación, nuestro seguimiento, nuestra amistad, es verdaderamente al Hijo de Dios que ha venido hacia nosotros, hacia vos y hacia mí.
Señor Jesús, tu que apaciguas nuestro corazón cuando surge lo incomprensible, bendícenos con la fe y un amor de amistad contigo cada vez.

P. Sergio-Pablo Beliera