“Ustedes
son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo…”
Con estas dos imágenes simples y de gran belleza y
sentido, Jesús, continúa las bienaventuranzas proclamadas en el monte.
Allí sentado, como Maestro y Señor que revela el sentido
de los misterios más profundos que inquietan a la humanidad, Jesús da un paso
más en su mirada única y definitiva de una larga búsqueda.
Los
que reciben esta confirmación y llamada a la vez, son los pobres, los pacientes, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los
misericordiosos, los que tienen el corazón puro, los que trabajan por la paz,
los que son perseguidos por practicar la justicia, los insultados y perseguidos…
El mensaje se
dirigirá a nosotros si estamos entre estos que viven así, o si hemos elegimos
ir hacia ahí. De otra manera es un mensaje dicho a otros, porque hemos decidido
estar en otro lugar, salvándonos a nosotros mismos.
Estos que son
sal y luz, son los que han captado y recibido la atracción interior a
permanecer en la condición de humildad, de mendigos, de fieles a la fidelidad
de Dios frente a la infidelidad de los hombres. Han elegido estar donde Dios
está, humildemente encarnado, enseñando en un lugar remoto, lejos de las
grandes escuelas, del centro de poder religioso, político y social. Enseñando y
recogiendo discípulos entre gente simple, trabajadores y pecadores, religiosos
pero sin prejuicios.
No cualquiera
pues, es sal y luz, sino estos Bienaventurados, estos felices, estos dichosos,
pobres por dentro y por fuera.
Todas estas
palabras de Jesús son en plural, ‘ustedes’, no dice ‘aquel que…’ Es una
comunidad, un puñado de sal, es una ciudad. No es la virtud de unos pocos. No
es la exaltación de la virtud individual, del esfuerzo personal, la gloria de
uno que es bueno…
No, es una
comunidad de sal… O sea, es la sal de una comunidad que vive sazonando.
No, es una
comunidad de luz… O sea, es la luz de una comunidad que vive iluminando.
Es la santidad de una comunidad que cree
en la fidelidad de Dios a su pueblo, que desecha de su horizonte y de sus
opciones el individualismo, para abrazar el destino comunitario de la fidelidad
a Dios.
En esta comunidad de bienaventurados, de
sal y luz, está interesado Jesús. En estos que se dejan salvar y amar en
comunidad, es donde Jesús pone su mirada primera.
Por lo tanto la sal que no debe perder su
sabor, es la de una comunidad de pobres que ama a los pobres, que sirve a los
pobres, porque ella misma es bienaventurada en esa pobreza. La sal de nuestra
comunión es la que sala la vida de los pobres que han sido abandonados a su
suerte, expulsados de la comunión humana y divina.
Así también, la luz que hay en la comunidad, brilla e
ilumina la oscuridad del olvido del hermano por el hermano. Es la luz de una
comunidad en que vive Dios como Luz de sus opciones y elecciones, la que esta
imposibilitada de ocultar esa Luz y ser ella misma lugar de vida de esa Luz que
quiere iluminar con la Comunión de Amor, la descomposición del amor del hombre
por el hombre.
Como profetiza Isaías: “Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los
pobres sin techo, si cubres al que ves desnudo y no te despreocupas de tu
propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará
en cicatrizar…”
Hay muchas formas de compartir, pero la elegida por Dios
en Jesús, es la compartir el propio pan, el de la propia mesa, lo que se tiene
para sí mismo. En verdadero partir el pan, como Jesús parte el Pan de la
Eucaristía y nos da comer de su Vida para que haya Vida en nosotros.
Hay muchas formas de albergar, pero la elegida por Dios en
Jesús, y que por lo tanto es la que como Iglesia debemos elegir, es la de
albergar al sin techo en la propia morada, en la propia casa, en el propio
hogar. Dios nos ha acogido en su Morada, en la Carne de Jesús, en su Corazón.
Y la tarea continúa:
“Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y
la palabra maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la
penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al
mediodía.”
Nada de esto se debe vivir en soledad, o como iniciativa
propia, personal. No porque esté mal, sino porque todo nuestro obrar y todas
nuestras obras deben dar a los pobres de este mundo, la esperanza de un Dios
que comulga con sus dolores, porque es Comunión de Amor que nos saca de nuestra
soledad, de la desgracia del aislamiento.
Es el pedido explícito de Jesús: “Así debe brillar ante los ojos
de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas
obras y glorifiquen a su Padre que está en el cielo.”
Ese plural, no sólo nos protege de nuestros egocentrismos,
de nuestros yoismos, de nuestra vanidad; sino que ese plural potencia todas
nuestras obras al poner de manifiesto nuestra Comunión. En una sana familia,
ninguno de los progenitores puede sentirse feliz de ser más amado o valorado
que el otro, porque eso va en detrimento de la sagrada experiencia de la
Comunión, de los lazos de Comunión, de los vínculos de Comunión, de las
relaciones de Comunión que nos rodean de amor no sólo desde un lado sino desde
todos los lados.
La luz de la santidad personal no alcanza al hombre
contemporáneo, se necesita la experiencia de la santidad en comunidad y de una
comunidad de santidad, en la que todos puedan entrar y experimentarla como su
hogar fecundo. La Comunidad es “una ciudad situada en la cima”.
Toda nuestras pobrezas que nos vuelcan a los pobres, y los
pobres que nos confirman en nuestra pobreza, tienen la gracia, la fuerza y la
llamada de dar Gloria al Padre. Esas son las obras con sabor y con luz que
mejor podemos ofrecer y que no podemos ocultar a los hombres de hoy.
Padre, cuida a tu familia con incansable bondad, y, ya que
sólo en ti ha puesto su esperanza, defiéndela siempre con tu protección.
P. Sergio-Pablo Beliera