domingo, 9 de febrero de 2014

Homilía 5º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo A, 9 de febrero de 2014

“Ustedes son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo…”
Con estas dos imágenes simples y de gran belleza y sentido, Jesús, continúa las bienaventuranzas proclamadas en el monte.
Allí sentado, como Maestro y Señor que revela el sentido de los misterios más profundos que inquietan a la humanidad, Jesús da un paso más en su mirada única y definitiva de una larga búsqueda.
Los que reciben esta confirmación y llamada a la vez, son los pobres, los pacientes, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los que tienen el corazón puro, los que trabajan por la paz, los que son perseguidos por practicar la justicia, los insultados y perseguidos…
El mensaje se dirigirá a nosotros si estamos entre estos que viven así, o si hemos elegimos ir hacia ahí. De otra manera es un mensaje dicho a otros, porque hemos decidido estar en otro lugar, salvándonos a nosotros mismos.
Estos que son sal y luz, son los que han captado y recibido la atracción interior a permanecer en la condición de humildad, de mendigos, de fieles a la fidelidad de Dios frente a la infidelidad de los hombres. Han elegido estar donde Dios está, humildemente encarnado, enseñando en un lugar remoto, lejos de las grandes escuelas, del centro de poder religioso, político y social. Enseñando y recogiendo discípulos entre gente simple, trabajadores y pecadores, religiosos pero sin prejuicios.
No cualquiera pues, es sal y luz, sino estos Bienaventurados, estos felices, estos dichosos, pobres por dentro y por fuera.
Todas estas palabras de Jesús son en plural, ‘ustedes’, no dice ‘aquel que…’ Es una comunidad, un puñado de sal, es una ciudad. No es la virtud de unos pocos. No es la exaltación de la virtud individual, del esfuerzo personal, la gloria de uno que es bueno…
No, es una comunidad de sal… O sea, es la sal de una comunidad que vive sazonando.
No, es una comunidad de luz… O sea, es la luz de una comunidad que vive iluminando.
Es la santidad de una comunidad que cree en la fidelidad de Dios a su pueblo, que desecha de su horizonte y de sus opciones el individualismo, para abrazar el destino comunitario de la fidelidad a Dios.
En esta comunidad de bienaventurados, de sal y luz, está interesado Jesús. En estos que se dejan salvar y amar en comunidad, es donde Jesús pone su mirada primera.
Por lo tanto la sal que no debe perder su sabor, es la de una comunidad de pobres que ama a los pobres, que sirve a los pobres, porque ella misma es bienaventurada en esa pobreza. La sal de nuestra comunión es la que sala la vida de los pobres que han sido abandonados a su suerte, expulsados de la comunión humana y divina.
Así también, la luz que hay en la comunidad, brilla e ilumina la oscuridad del olvido del hermano por el hermano. Es la luz de una comunidad en que vive Dios como Luz de sus opciones y elecciones, la que esta imposibilitada de ocultar esa Luz y ser ella misma lugar de vida de esa Luz que quiere iluminar con la Comunión de Amor, la descomposición del amor del hombre por el hombre.
Como profetiza Isaías: Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin techo, si cubres al que ves desnudo y no te despreocupas de tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar…”
Hay muchas formas de compartir, pero la elegida por Dios en Jesús, es la compartir el propio pan, el de la propia mesa, lo que se tiene para sí mismo. En verdadero partir el pan, como Jesús parte el Pan de la Eucaristía y nos da comer de su Vida para que haya Vida en nosotros.
Hay muchas formas de albergar, pero la elegida por Dios en Jesús, y que por lo tanto es la que como Iglesia debemos elegir, es la de albergar al sin techo en la propia morada, en la propia casa, en el propio hogar. Dios nos ha acogido en su Morada, en la Carne de Jesús, en su Corazón.
Y la tarea continúa:
“Si eliminas de ti todos los yugos, el gesto amenazador y la palabra maligna; si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía.”
Nada de esto se debe vivir en soledad, o como iniciativa propia, personal. No porque esté mal, sino porque todo nuestro obrar y todas nuestras obras deben dar a los pobres de este mundo, la esperanza de un Dios que comulga con sus dolores, porque es Comunión de Amor que nos saca de nuestra soledad, de la desgracia del aislamiento.
Es el pedido explícito de Jesús: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en el cielo.”
Ese plural, no sólo nos protege de nuestros egocentrismos, de nuestros yoismos, de nuestra vanidad; sino que ese plural potencia todas nuestras obras al poner de manifiesto nuestra Comunión. En una sana familia, ninguno de los progenitores puede sentirse feliz de ser más amado o valorado que el otro, porque eso va en detrimento de la sagrada experiencia de la Comunión, de los lazos de Comunión, de los vínculos de Comunión, de las relaciones de Comunión que nos rodean de amor no sólo desde un lado sino desde todos los lados.
La luz de la santidad personal no alcanza al hombre contemporáneo, se necesita la experiencia de la santidad en comunidad y de una comunidad de santidad, en la que todos puedan entrar y experimentarla como su hogar fecundo. La Comunidad es “una ciudad situada en la cima”.
Toda nuestras pobrezas que nos vuelcan a los pobres, y los pobres que nos confirman en nuestra pobreza, tienen la gracia, la fuerza y la llamada de dar Gloria al Padre. Esas son las obras con sabor y con luz que mejor podemos ofrecer y que no podemos ocultar a los hombres de hoy.
Padre, cuida a tu familia con incansable bondad, y, ya que sólo en ti ha puesto su esperanza, defiéndela siempre con tu protección.


P. Sergio-Pablo Beliera