Homilía 3º Domingo de
Pascua, Ciclo C, 14 de abril de 2013
¿Me amas? ¡Qué pregunta! ¡Y quien la hace!
Pero, ¿puede haber otra pregunta más
fundamental por hacer a quien se reencuentra después de vivencias tan fuertes y
definitorias para uno y para otro?
Frente a mis momentos fundamentales, de esos
que se imprimen de manera única en nuestra existencia, que dejan de manifiesto
nuestro ser más íntimo, y en lo que no podemos escondernos ni siquiera de
nosotros mismos, ¿dejo que se me haga esta pregunta? ¿estoy dispuesto a develar
su esencia? ¿estoy dispuesto a soportar escucharla y tener que dar una
respuesta?
La pregunta triple, repara en Pedro una
experiencia dolorosa y humillante respecto de Jesús, de sí mismo y de los demás
discípulos. Pero, llamativamente Jesús no pide una reparación con Él… La
reparación de Pedro, el lugar en el que amar a su Señor, es en sus corderos, en
sus ovejas.
Es que, ¿tendría alguna autoridad sobre el
amor, un corazón que se revelara preocupado por la ofensa recibida y exigiera
algo para él como reparación? La autoridad del amor de Jesús, es justamente no
reclamar nada para sí mismo, esa es su Pascua, esa es la Pascua de la humanidad
en su humanidad resucitada, ese es el cruce trascendental de los hombre en el
hombre Jesús Hijo de Dios.
En un mundo que se repliega sobre su narcisismo
y su individualismo, podemos interpretar sólo la triple pregunta como espejo de
la triple negación a la persona de Jesús. Pero, Jesús no le reprocha la triple
negación en esta triple pregunta, sino que ayuda a Pedro a ubicarse en como
salir de su negación a su vocación de amar a Jesús. Jesús no quiere centrar a
Pedro en Él, sino en su posibilidad, en su oportunidad de amar aún como Jesús
ama, que es afirmándose en su vínculo con el Padre y con los pecadores
creyentes, sus corderos y ovejas por las que da la vida y la recupera, para que
estas tengan vida en abundancia.
La tristeza de Pedro, es la tristeza de todos
los hombres que se hacen una imagen de sí mismos que no se corresponde con los
acontecimientos interiores y exteriores de su vida. Tanto Pedro, como nosotros
debemos pasar de la tristeza por nuestro orgullo herido, a un amor más grande
por nuestros hermanos conquistados por el Corazón Amante y Herido de Jesús.
Pedro y nosotros tenemos que estar cada día en contacto con la desproporción
entre el amor de Jesús y el nuestro, pero que lejos de humillarnos, nos
enaltece hacia una aventura de amor en la espesura de tantos corazones, de
tantas historias necesitadas de amor. Hasta identificarnos plenamente con
estilo de amar de Jesús hasta dar la vida.
El Ágape de Dios excede las fuerzas y la buena
voluntad del hombres, que solo tiene un “te quiero”, pero que Dios hace
alcanzar al hombres a través del don de su Ágape derramado en nosotros desde el
Corazón abierto de Jesús. Estamos llamados a ese Ágape de Dios, pero no desde
un amor bajo el dominio de nuestra posesión sino desde un amor en el que somos
poseídos por el Amor que Dios nos tiene y manifestado en su ternura, en su
calidez con nosotros, en su esperarnos, en su ofrecernos identificarnos a pleno
con Él.
Todos los discípulos estamos llamados a pasar
por esta experiencia. Es una experiencia que nos coloca en la Comunión de Amor
de Dios a la que accedemos por la invitación de Jesús a cuidar, apacentar,
conducir, pastorear, acompañar, tantas vidas de sus ovejas dispersas, para que
participando en la experiencia de un sólo Pastor Bueno, amemos como Él ama.
Es el “Sígueme” de quienes ya no pueden
enorgullecerse falsamente de sí mismos. Un “Sígueme” que arranca desde un
realismo de amor. No se equivocaba Pedro al ser conciente que había que dar la
vida por el Maestro, pero no para detener su Amor de entrega, sino para
participar de ese mismo destinos. Debemos dar la vida pero para expandir el
Amor entregado de Jesús que nos sienta al calor de su presencia. Sin la
experiencia de estar en la cálida presencia de Jesús en la Eucaristía que nos
alimenta, no podemos enfrentar la experiencia que dar pruebas de nuestro amor
hacia Él. Es una experiencia liberadora que ya no exige al hombre un amor que
compra otro amor, sino una gratuidad de amor que busca otra gratuidad de amor.
Ámame Señor de panes y peces al calor de tus
brasas.
Ámame Señor que alimentas mi confianza en tu
ternura y abundante gratuidad.
Ámame Señor que cicatrizas las heridas de mi
idealismo, de mi orgullo, de mis ponerme por delante.
Que te ame como soy amado por ti Señor de los
tiernos corderos.
Que te ame con tu mismo amor Señor ya que ese
Amor ha sido derramado en mis entrañas.
Que te ame poniendo mi huella sobre tu huella
Señor del Amor grande y abundante.
Dame amarte en tus pequeños siempre en peligro
de no ser amados.
Dame amarte donde nadie ame.
Dame amarte dejándome llevar a donde quieras
llevarme para amar como Tú.
P. Sergio-Pablo Beliera