Quisiera partir desde dos pequeñas experiencias personales que
he vivido estos días, y que creo, representan la experiencia de muchos, en
relación con el sufrimiento que nos produce la enfermedad propia y ajena.
Toda esta semana, un matrimonio amigo me a mantenido
rezando por un pequeño de 5 años que sufrió un accidente, Mati. Como el pedido de oración era intenso, lo expandí entre mi
familia y amigos. Y Mati, se convirtió en motivo de conversación diaria con
Dios y entre nosotros hasta hoy y lo seguirá siendo un tiempo más seguramente.
Esto pasa todo el tiempo en las redes sociales, continuos
pedidos de oración. Eso nos permite hacer una extraordinaria experiencia de
contacto diferente con la angustia que nos produce la enfermedad. Nos sacamos
de la soledad y del aislamiento. Y entonces a través de la “solicitud por los demás”
-como nos dice san Pablo hoy-, hacemos la experiencia de la sanación, superamos
la enfermedad a través del amor generoso. Si la ciencia llegara a suprimir la
enfermedad, nosotros nunca deberíamos suprimir la experiencia de abrir nuestros
horizontes a cuidarnos unos a otros, de lo que nos aísla y nos quita el
horizonte de vida común.
Eso hace Jesús en su preocupación por el enfermo, no quita
sólo la enfermedad, sino que hace salir de sí mismo y de nosotros, la fe, la
confianza, la esperanza, el abandono, la corriente de vida. Esa es su sentencia
hoy: “Hija,
tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad”. Y “No
temas, basta que creas”.
Pero, nada de todo esto sucede si no tocamos esas
realidades que tanto nos hacen sufrir a unos y otros. La fe nos hace tocar esas
realidades y quien no las toca debilita y adormece su fe. Los ejemplos de hoy
en el Evangelio son muy claros:
“Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos,
para que se sane y viva”.
Ella “pensaba: “Con sólo tocar su manto quedaré sanada”.”
“¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta,
sino que duerme”.
Jesús, toca al que sufre, cura al que sufre y al que
consuela a pesar de su sufrimiento.
La segunda experiencia es desgarradora. En la semana recibimos la dura noticia del nacimiento al
cielo del pequeño Benjamín…
Mauricio su padre, en su gran dolor nos dio un gran testimonio de
fe…
Él cuenta
que cuando su hijo tenía 2 años se enfermó de meningitis y estuvo muy
grave… Mauricio
en esa ocasión, se puso delante
de la imagen de
la Virgen María y le dijo: “Vos que sabes lo que es la muerte de un hijo, cura a mi hijo, porque vos pudiste soportarlo, pero yo no puedo”. Y Benjamín se sanó. “Yo sabía, mi hijo era prestado, era tan
especial que no parecía mi hijo, era un regalo, era prestado”, dice
Mauricio. A Benjamín, esta vez lo atropellaron unos autos que corrían picadas, cuando salía del jardín junto con su hermana, él tenía 5 años… Y esta vez Mauricio confiesa: “Yo no quiero ser malo,
no quiero tener
odio, porque sé que mi lugar está con mi hijo. Mi
hijo está en el Cielo, y
yo quiero ir con mi hijo al Cielo,
por eso quiero hacer las cosas
bien, no quiero hacer mal a nadie.”
¡Que comentar! Está todo dicho…
Gritos de fe como estos, se elevan a
diario y no pueden permanecer invisibles o sin audio para el mundo sembrado de
alboroto, como dice el Evangelio hoy: “Allí vio un gran
alboroto, y gente que lloraba y gritaba.” Alboroto, llantos y gritos que no nos hace salir de la desesperación, sino
que por el contrario nos hunden más y más.
Nuestra salida está en Jesús porque:
“Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo
que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su
pobreza.”
Ir, Tocar, Animar,
Levantar… como Jesús, como tantos y tantos que
visitan a los enfermos aislados en centros de salud, en sus casas, escondidos
por nuestro alboroto.
La expresión de san Pablo me resulta inspiradora: “No
se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia,
sino de que haya igualdad.” Los que tienen salud, la comparten con su
compasión cristiana, los que gozan hoy de misericordia, se ponen al servicio de
los que no la experimentan, los que pueden andar, van hacia los postrados… Los
enfermos reciben la visita abriendo su corazón a ese movimiento de compasión y
se echan a andar interiormente, dando receptividad, una sonrisa, y gratitud. Y
así se siembra igualdad a escala humana.
Nuestra conciencia se vería adormecida o alborotada, si
Jesús no nos tocara con su Palabra
que nos mueve hacia Él para ir hacia los otros. Si nos tocara con su Cuerpo entregado y su Sangre derramada
en la Eucaristía y, al entrar en nosotros nos hace entregarnos y derramarnos
dócilmente. Si Jesús no nos tocara con el sufrimiento
de tantos enfermos y, nos llamara desde ellos a tocarlo con nuestra visita,
nuestros cuidados, nuestra compañía.
El sufrimiento vivido así nos iguala, porque nos acerca,
nos pone en comunicación, rompe el aislamiento, propaga la compasión, la
misericordia y la ternura de unos para con otros. No hay así, ya un mundo de
felices y otro de infelices sino, un mundo en que los hombres sanos dan de su
fuerza vital a los que les falta y, extraen de nosotros lo mejor de nuestra
condición de humanos hijos de Dios. Pero además, los que tienen fuerza vital
reciben de los supuestamente débiles, el testimonio de otra fuerza vital que no
se agota, que no retrocede, que no se acaba, que es la fe y la esperanza.
En la realidad tocada por los gestos y las palabras de
Jesús, todos nos superamos y pasamos a un mejor y definitivo lugar. Nos
igualamos en el abajamiento mutuo, eso es una maravilla aunque a veces no lo
parezca.
Así habrá igualdad, de acuerdo con lo que dice la
Escritura: “El que había recogido mucho (en salud) no tuvo de sobra (en
ternura y compasión), y el que había recogido poco (en
salud) no sufrió escasez (de ternura y compasión)”.
P. Sergio-Pablo Beliera