Homilía Solemnidad de Santa María Madre de Dios, Ciclo A, 1 de enero de 2014
“…Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer…”
Tomar conciencia de semejante expresión es entrar de lleno en el estupor del obrar maravilloso de Dios. El Hijo eterno del Padre, engendrado no creado de su misma naturaleza, nacido de una creatura suya obra de sus amorosas manos. ¡Cuán sorprendente puede ser Dios!
Hacedor de belleza que expresan su extraordinaria y exquisita bondad por nosotros los hombres. ¿Quién como Dios?
En el mundo el artista de la más bella de las obras de arte, muere, y su obra de arte continúa viva después de él. En Dios, el Gran Artista, el hacedor y su obra continúan juntos el correr de la vida. Porque el Artista Divino, no es corruptible y no hace sus obras en el hombre de materia corruptible.
Dios vive antes de obra y en su obra, pero una vez que la ha creado, no se desprende de ella, su obra queda indefectible y entrañablemente unida a él para siempre.
María es esa mujer, elegida por el Padre para enviarnos a su Hijo. Esa mujer María, es toda ella hecha a la medida de su maternidad, por lo cual es hecha a la medida de ser la Madre del Hijo del Padre, a quien llamamos Jesús, por el mismo querer del Padre: “…se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.”
Para hacerse hombre verdadero el Dios verdadero elige el modo de una mujer, hecha madre por obra del Espíritu Santo. Esta mujer, María, es ahora capaz de concebir y dar a luz al Hijo de Dios encarnado en su seno virginal, sin perder su condición de mujer, de creatura de Dios y, a la vez alcanzando la maternidad más bella, la de ser la Madre del Hijo Jesús, “Dios de Dios, Luz de Luz”.
No hay Mujer más bella que María, toda Ella embellecida por el Amor de Dios.
No hay Madre más buena que María, toda Ella hecha Bondad de Dios.
Este misterio de la fe, nos habla claramente del obrar de Dios en el hombre, porque así como obró en María, como Mujer y Madre, así obra en nosotros.
Así lo expresan vivamente las palabras de Pablo: “…la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo" ¡Abba!, es decir, ¡Padre!”
La obra del Espíritu en María la hace Madre de Jesús el Hijo del Padre.
La obra del Espíritu en nosotros es hacernos hijos de Dios por Jesús y así poder llamarlo verdaderamente Padre.
La obra del Espíritu dignifica y exalta su condición de Mujer haciéndola modelo y realización de la condición de mujer.
La obra del Espíritu en nosotros es dignificar nuestra condición humana poniendo de manifiesto que somos hijos de Dios en el Hijo Amado Jesús y clamando a Dios por su nombre de Padre.
Celebrar a la Madre de Dios es admirarnos de la Belleza y Bondad de Dios,
Maravillarnos de su obra en su más preciosa creatura,
Y dejarnos atraer hacia esa misma Belleza y Bondad para ser siempre obra de sus manos.
Celebrar a la Madre de Dios es afianzarnos en la obra de paz y reconciliación de Dios con el hombre, y experimentarnos benditos del Padre, pobres, pequeños y dignos de sus cuidados de amor y ternura. Es recibir su bendición de Padre para hacernos benditos como el Hijo y su Madre. Y escuchar sobre nosotros descender su bendición:
“Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti
y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra su rostro
y te conceda la paz.”
P. Sergio Pablo Beliera
miércoles, 1 de enero de 2014
domingo, 29 de diciembre de 2013
HOMILIA SOLEMNIDAD DE LA SAGRADA FAMILIA, CICLO A, 29 DE DICIEMBRE DE 2013
“…el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate,
toma al niño y a su madre…” Hoy contemplamos a Jesús en medio de María y
José. El hijo que en María proviene del Espíritu Santo. El hijo que en José es
acogido en el sueño.
Allí esta Él, en medio de ellos
dejándose acoger y así dejándose acoger por toda la Humanidad, aún aquella que
no lo espera. Es el Dios de la Paciencia que sabe buscar y esperar al hombre.
Se deja hacer. Y a la vez recibe a todos
silenciosa y gratuitamente. El silencio de Jesús ya da el fruto del encuentro
amoroso entre Dios y el hombre.
La familia sagrada de Jesús, María y
José, es la familia de tres ciudades en la que viven distintas situaciones de
su vida de fe y de familia: Belén, Egipto, Nazaret.
La familia de Belén nos habla
fuertemente en su silencio y en su sencillo ocultamiento.
Es un silencio de adoración de las
maravillas de Dios. Una adoración silenciosa de Dios que se hizo hombre en su
hijo Jesús.
En el silencio que no comprende adoran y
reciben con gratitud la Gratuidad del Dios que salva dando a sí mismo en la
carne de un hijo que proviene del Espíritu Santo y que es acogido.
En Belén, se aprende a adorar
simplemente sin necesidad de palabras, sólo en el lenguaje del gozo que un Niño
nos ha nacido.
En Belén, se aprende a encontrar un
lugar que sea digno del Dios que se abaja, sin pretensiones de rey sino con la
convicción de simple siervo. Es una familia mendiga de un hogar, de un techo,
como tantas a lo largo de la historia. Dios no tiene un techo propio, pero José
le encuentra uno.
En Belén, se aprende a no renunciar a un
techo, a un hogar porque son una familia. Como tantas familias que buscan un
techo porque saben que una familia necesita una casa en que hacer la
experiencia del hogar.
En Belén, experimentan como su hijo
Jesús se convierte en adoración para pastores y magos, los pequeños y los
sabios se postran ante su Niño envuelto en pañales, y surge la admiración
interior.
En Belén, la familia aprende del rechazo
y del peligro que el hombre puede experimentar frente a Dios, porque Dios
derriba a los poderosos de sus tronos, pero no con el poder de la fuerza, sino
con la potencia de su obrar silencioso, con su montaña de ternura y compasión
por su pueblo, dando su vida por el y no sirviéndose de el.
En Belén, la familia el peligro que
comporta para los demás, tener a Dios en medio suyo. Es una familia que debe
preparar la huida, el exilio, para proteger al Niño, y eso comporta proteger su
fe, ser fiel a Dios y no a los hombres.
Es la familia obediente a Dios y sólo a
Dios.
En Egipto, se aprende de la Providencia
de Dios. Allí, como extranjeros, están más seguros que en su propia tierra
entre los suyos.
Así cómo la familia de Jacob creció y se
expandió en Egipto, la sagrada familia puede ver los primeros crecimientos del
Niño en Egipto.
En Egipto, es un momento de gran
comunión familiar, de dejarse acoger por los otros, de recibir de otros
protección y seguridad. Allí, en su experiencia, Dios reconcilia a Israel con
Egipto y se prepara ya una reconciliación universal, porque la sagrada
familia se hace allí universal, según el querer de Dios.
Y finalmente, llega el momento de la
vuelta, del regreso, pero como Moisés, Jesús no podrá entrar en la tierra prometida.
Deberán partir a las periferias de Galilea, a la pequeña Nazaret.
En Nazaret, Jesús será educado por José
y María, lejos del centro religioso, social y político de Jerusalén. Será un
Niño de las periferias de una aldea pobre, de padres que viven de su trabajo de
artesanos.
En Nazaret, no irá a ninguna gran
escuela rabínica, y sus vecinos son gente de trabajo.
En Nazaret, su vida social será en una
sociedad de pares sin marcadas diferencias. Rodeado de un paisaje fértil al
cual se verá será muy afecto.
En Nazaret, es el tiempo de la vida
oculta o también, de la vida visible e insignificante de la humildad de un Dios
que vive, crece y trabaja en medio de su pueblo, sin hacerse notar, porque ha “venido
a servir y no a ser servido”.
En Nazaret, no hay lugar para grandezas
y aires de gloria, sólo espacio para una gran y sosegada vida de Comunión, de
Servicio y Silencio.
“El que respeta a su padre tendrá larga vida y el que obedece al Señor
da tranquilidad a su madre”. Por eso mismo, es el tiempo de crecer
en estatura, sabiduría y gracia delante de Dios, guiado por sus padres, a la
vista de todos pero sin ser visto, como la semilla que cae en tierra fértil y espera
el momento de dar su fruto.
Así María y José viven un triple
movimiento de su vocación y misión:
Acoger al
Salvador con su Sí, dejando hacer a Dios por su Espíritu.
Dejándose
salvar por Él, en la gracia y en la historia.
Y colaborando
con Él en la salvación de los hombres, como padres que se vuelven hermanos por
escuchar y poner en práctica la palabra de Dios.
En Belén, en Egipto, en Nazaret, la
sagrada familia va, Adorando, Meditando y Fructificando al tiempo y forma de
Dios.
P.
Sergio-Pablo Beliera
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