sábado, 12 de diciembre de 2015

Homilía 3º Domingo de Adviento, Ciclo C, 13 de Diciembre de 2015

Quisiera comenzar esta meditación resaltando un aspecto de la oración colecta de hoy, que llamó mi atención. Dice ese fragmento de la oración: Padre nuestro, que acompañas bondadosamente a tu pueblo en la fiel espera del nacimiento de tu Hijo…”
El Padre Dios es quien nos acompaña con su bondad mientras esperamos el nacimiento de su Hijo engendrado en el seno de María. El Padre se pone en un rol activo de acompañar, pero no a su Hijo, sino a nosotros su pueblo. Él permanece a nuestro lado mientras los misterios de la salvación se despliegan a favor de su pueblo. Ya que Él nos ha prometido desde antiguo “Yo seré tu Dios, y tu serás mi pueblo”.
Solo Dios puede acompañar lo que significa e implica la espera de Dios mismo. Dios Padre espera con nosotros ansiosamente la venida de su Hijo, sus brazos ya están extendidos, su mirada fija en el horizonte, su corazón dispuesto y colmado de alegría por la generosidad del Hijo que viene, del Hijo que se abaja, del Hijo que se dona por entero, por amor a su Pueblo haciéndose uno de su Pueblo.
No es una mera espera humana surgida de nuestros mejores deseos o de nuestra frustración, sino que es una espera sustentada en la espera del Padre, es una espera divina que late en nuestro interior al unísono con el corazón del Padre. ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti…!”
Este doble motivo: el Padre que espera con nosotros y el Hijo que viene a nosotros, son los que provocan, originan y sustentan “festejar con alegría su venida y alcanzar el gozo que nos da su salvación”. No es una celebración humana más, sino la celebración gozosa del Cielo y de la tierra del cielo en nuestras vidas de creyentes.
No se puede permanecer en la indiferencia frente a semejante don, frente a semejante motivación, frente a semejante oportunidad. Una vez más el hombre recibe la medicina que lo hace dejar de pensar en sí mismo y gozar de la Presencia de Dios y de su obrar en medio de nosotros.
La espera del Padre y nuestra esperanza se unen y hacen que ambos expresen su alegría. ¡Grita de alegría, hija! ¡Aclama! ¡Alégrate y regocíjate de todo corazón, hija!” Y por otro lado, “Él exulta de alegría a causa de ti, te renueva con su amor y lanza por ti gritos de alegría, como en los días de fiesta.”
Con estos motivos más que valederos y experimentando ya una gran libertad interior, ya no nos angustiamos facilmente por nada, y, en cualquier circunstancia, empezamos a recurrir a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar nuestras peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, comienza a tomar bajo su cuidado nuestros corazones y pensamientos introduciéndonos en el corazón y los pensamientos de Cristo Jesús.
Este es ya el comienzo de la promesa anunciada por Juan: “…viene uno… él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego…”.
Gozándonos por la venida del Hijo, ya comenzamos a gozarnos de la obra del Hijo en nosotros su pueblo. La obra del Hijo que viene es bautismo en el Espíritu Santo y encendernos en su fuego.
El Hijo que viene, viene para bautizarnos en el Espíritu Santo, esto es para cambiar “nuestro corazón de piedra por un corazón de carne como el suyo” y hacernos hijos de Dios, porque sólo el espíritu unge a los hombres como hijos de Dios, así como el Espíritu descendió sobre María y la cubrió con su sobra para engendrar al Hijo de Dios. Los hijos de Dios tiene el corazón reblandecido para escuchar y poner en práctica la voluntad amorosa del Padre.
Y bautizados en el fuego de la Caridad de Dios que nos abraza por enteros y nos purifica de todo lo que no es Dios en nuestros corazones y en nuestra conducta, haciéndonos a nosotros mismos caridad para Dios y para nuestros hermanos, porque fuimos hechos para amar a Dios como Él nos ama, y amar a nuestros hermanos como Él nos ama a nosotros. Es el fuego que nos hace amar a Dios “con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, con toda nuestra vida”.
Bautismo en el Espíritu Santo en el que el Hijo nos hace decir con Él: “El Espíritu del Señor está sobre mí; él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres.”
Por eso: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense, pues el Señor está cerca.”

P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 6 de diciembre de 2015

Homilía 2º Domingo de Adviento, Ciclo C, 6 de Diciembre de 2015

Un antiguo dicho popular campero dice: “el burro adelante para que no se espante”, que se aplica en general a aquellos que se ponen por delante de los demás, cuyo ego los hace decir ‘yo’ antes que ‘nosotros’. También podríamos recordar lo que se dice como “guerra de egos” cuando las personas compiten entre sí, sin darse tregua ni respiro, por el protagonismo.
Dios, nuestro Dios, carece de esta experiencia, por el contrario no duda ni le ‘tiembla el pulso’ por ponerse por detrás de todas las cosas, aunque ellas de hecho sólo puedan subsistir por su influjo y presencia.
El evangelista Lucas lo hace notar al colocar el nombre de Dios detrás de una larga lista de ‘poderosos’ de este mundo: “Tiberio … Poncio Pilato … Herodes … Filipo … Lisanias … Anás y Caifás, Dios…” Siempre resulta sugestivo como Dios nos transmite las cosas, allí en una lista de nombre con sus cargos de emperador, gobernadores, tetrarcas y sumos sacerdotes, Él aparece sólo como Dios a secas, sin preámbulo alguno.
Y no sólo eso, este Dios, nuestro Dios, aparece para una acción concreta y sorprendente: para llamar a un desconocido (Juan) hijo de un desconocido (Zacarías) trayéndolo desde el desierto.
Un Dios último y sin títulos ni prerrogativas que llama a uno que se le parece.
Un desconocido a los ojos de los hombres cuya única virtud es la escucha vivida en el silencio de algún lugar ignoto.
Dios viene pues, para llamar en medio de una historia que se crea sus propias reglas, pero en la que Él actúa sigilosa y directamente no por el uso del poder y la riqueza, sino por el uso de la Voz que resuena en uno que vacío de sí mismo y desapegado de todo, está libre para escucharlo y hacer lo que Dios le susurra al oído interior.
Tal vez el remedio de Juan, sea el indicado a tantos insatisfechos.
La primer Palabra proviene de Dios y esa Palabra se desliza suavemente en los corazones y oídos trabajados en el silencio que permite la escucha, y entonces sí decir a los otros las palabras de Dios, convocar y actuar.
Juan, está en el buen lugar que puede sincronizar con el lugar que ocupa Dios en esta historia cuyos verdaderos protagonistas e impulsores a veces desconocemos flagrantemente.
Juan, nos da la clave de cómo se actúa en la historia detrás del impulso de Dios, siguiendo el impulso de Dios.
Juan, da su lugar adecuado y suficiente a la conexión con Dios y dispone toda su persona para eso. Es su ocupación principal y la que permite que escuche y actúe en el sentido adecuado, necesario e imprescindible.
Un desequilibrio en la hiper conexión con el mundo y sus asuntos, en cantidad de tiempo, espacio y preocupación; conlleva una ineficaz conexión con Dios y sus asuntos que son los que verdaderamente sostienen el mundo. Miles de ruidos, miles de imágenes, decenas de puntos de atención, nos limitan, condicionan y entorpecen.
Cómo Juan, nos tenemos que hacer desde el silencio y la escucha, desde el llamado de Dios y sus planes.
Como Juan tenemos que ser libres de ser lo que Dios nos ofrece ser y hacer. Como Juan debemos abrazar nuestra vocación no por ligaduras de tradición, de destino impuesto o cómodo, desde capacidades o supuestos talentos conocidos (¿quién sabe a ciencia cierta cuales son verdaderamente todos sus talentos si no hemos explorado más que dentro de un frasco?). Juan que por tradición familiar debía ser sacerdote y estar en el templo, lo encontramos orante en el desierto, puro pero lejos del centro de pureza ritual y social de su época. Será un profeta. ¿Dónde está nuestra profecía?
(Juan) comenzó entonces a recorrer… anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados…”
Dios se introduce en la historia e introduce a sus elegidos, para una misión de cambio radical, profundo, que nos devuelva la integridad perdida, la plenitud de las potencialidades y fuerzas que Él nos ha dado. Esto, está poética y pictóricamente expresado en las palabras del profeta Baruc, que acabamos de leer.
“Paz en la justicia” y “Gloria en la piedad”
“Dios conducirá (a su pueblo) en la alegría,
a la luz de su gloria,
acompañándolo con su misericordia y su justicia.”
O como dice san Pablo hoy: “Estoy firmemente convencido de que Aquel que comenzó en ustedes la buena obra la irá completando hasta el Día de Cristo Jesús.”
¿Encuentra Dios en nosotros, silencio, escucha y disponibilidad para esta obra a completar?
“Levántate, sube a lo alto, y contempla la alegría que te viene de Dios.” (Bar 5, 5; 4, 36)


P. Sergio-Pablo Beliera