viernes, 6 de marzo de 2015

Homilía III Domingo de Cuaresma, Ciclo B, 8 de Marzo de 2015

Ser probados por Dios a veces nos resulta cuestionable, cuando no insoportable e intolerable, porque lo consideramos desmesurado ya que el choque de fuerzas pareciera desproporcionado, Él y nosotros.
Claro, detrás de una percepción así, subyace una imagen y una experiencia de Dios, que no se ajusta a lo que Dios es en sí y ha demostrado ser en la historia del Pueblo de Dios y, porque no de la humanidad. Porque si alguien se ha mostrado tolerante y ajustado a sus fuerzas y posibilidades ha sido Dios mismo.
A algunos hoy les podrá molestar ver a Jesús entrar a la explanada del Templo de Jerusalén y reaccionar así: “…encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas…”.
Creemos que nuestra imagen de Dios es más propia que la que está poniendo de manifiesto Jesús. La imaginación nos juega una mala pasada, vemos demasiadas películas y entendemos y juzgamos la actitud de Jesús en esa medida. ¿Acaso creo que mi imagen y percepción de Dios es más adecuada que la de Jesús? Pensémoslo bien.
Debemos ser profundamente sinceros y decir que muchas veces nos encontramos molestos con el actuar de Dios, protestando en nuestro interior por lo menos respecto de cómo Dios se toma las cosas, por el tiempo y las circunstancias en las que procede.
Ahora, ¿no es por demás provocadora nuestra actitud frente a Dios?
¿Es que nosotros no estamos probando a Dios constantemente con nuestros pensamientos, con nuestros sentimientos, con nuestras acciones y omisiones?
¿No será que somos nosotros los que elegante y sutilmente obramos con violencia frente a Dios? No dejemos de considerarlo, por lo menos…
La presencia del celo por Dios y el lugar de su Presencia entre nosotros, no debería estar ausente de nuestras jornadas. Tal vez, jornadas demasiado hechas para nuestros negocios, que para la relación amorosa de hijos para con su Padre.
Es que tal vez el bastardeo constante de la figura del padre y de la madre, por parte de padres e hijos, contribuye a una imagen distorsionada y por lo pronto ausentista, apática e incrédula del padre y de la madre. Como si una cosa y la otra, lo que hacemos entre nosotros y lo que hacemos con Dios, no estuvieran en una interrelación constante.
¿Tengo pasión en la relación con Dios?
¿O soy un predicador de una tolerancia intolerable para quien ama y es amado?
Porque hay quienes se permiten pasiones de amores indiscutidos y, frente a Dios se vuelven unos prudentes y cómodos convivientes.
¿Dónde está mi celo por Dios?
¿Dónde y como se puede encontrar en mí una pasión por Dios, su gente y sus cosas?
Jesús no vino de paseo, y el tiempo y la obra encomendada lo apremian, ¿no es acaso necesario que manifieste que ha asumido nuestra humanidad y es capaz de reaccionar con pasión no en beneficio propio sino como pasión por Dios y por nosotros?
Por lo pronto nadie debería distraerse de la experiencia esencial que Jesús hace y nos quiere animar a hacer nosotros: animarnos a destruir todo -“Destruyan este templo”- y permitirle a Él y sólo a Él reconstruirlo de nuevo como su propio Cuerpo –“…y en tres días lo volveré a levantar”… él se refería al templo de su cuerpo…-, ya no como una propiedad individualista y egocéntrica, sino como una persona abierta a Dios y a los demás, no ya como un negocio, sino como una obra gratuita, lo más desapropiada que pueda ser para volverse lugar puro de la Presencia y convergencia de Dios, nosotros y los otros.
Subyace siempre en nosotros la pregunta: “¿Qué signo nos das para obrar así?” que inútilmente intenta ponerse por sobre Dios y cuestionarlo y ponerle nuestras exigencias y condiciones.
Y no la aceptación irrefutable de un Jesús que nos da como coordenadas de GPS su propia experiencia de riesgo: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”… él se refería al templo de su cuerpo…
Tal vez cuando nuestras cosas se vienen abajo y las dejamos ir voluntariamente ,aunque con dolor, Dios pueda ayudarnos de verdad a tener un templo nuevo en nuestro propio cuerpo, que es el Cuerpo de Jesús al que estamos unidos desde el Bautismo y la Confirmación, y que renovamos en cada Comunión de su Cuerpo y de su Sangre, cada vez que nos alimentamos de su Palabra de vida que nos hace recapacitar como a los discípulos: “Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.”
Quiero permitir que Dios ponga las cosas en su lugar y renunciar a cuestionarlo y ponerlo a prueba con pedido de signos… ¡Basta ya de eso! No genera más que la negativa de Dios a entrar en ese juego perverso que tanto daño nos hace y del que Él no puede fiarse como dice el Evangelio hoy: “…muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.”
Si quiero atraer la atención de Dios sobre mí, no hay otro camino que el recorrido por Jesús y sus discípulos: “…nosotros… predicamos a un Cristo crucificado, escándalo… y locura…, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados... Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.”
Se necesita cristianos un poco menos “razonables” y “ajustados” a los criterios humanos -de una humanidad deshabitada por Jesús- y más celosos de lo que viene del Evangelio mismo. Sólo así puede aparecer en nosotros ya, los efectos de una resurrección en consonancia con la Resurrección de Jesús, que para eso hemos emprendido este camino Cuaresmal hacia la Pascua.
Repitamos en nuestro corazón y con nuestros labios esta semana: “Mis ojos están siempre fijos en el Señor, porque él sacará mis pies de la trampa. Mírame y ten piedad de mí, Señor, porque estoy solo y afligido.” (Sal 24, 15-16) “…mira con agrado el reconocimiento de nuestra pequeñez, para que seamos aliviados por tu misericordia…” (Oración Colecta).


P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 1 de marzo de 2015

Homilía II Domingo de Cuaresma, Ciclo B, 1 de Marzo de 2015

Creo que todos ‘sabemos’ que Dios es capaz de hacer cosas impensadas por el hombre para nuestro bien. Es más, Dios es capaz de cargar sobre sí todo el mal del hombre, para que nada recaiga sobre nosotros. 
Excepto algo que se llama descubrimiento, crecimiento, aprendizaje, otros lo llaman proceso de madurez. 
Dios mientras se hace cargo de todo, se ocupa de educarnos paso a paso, sin nuestra prisa o pausa, pero son su paciencia y su progresividad.
La escena de la Transfiguración de Jesús, que ocupa el centro de este segundo domingo de Cuaresma, contiene dentro un centro. Y ese centro tiene como motivo esa experiencia que Jesús y el Padre, hacen hacer a sus discípulos para que ellos a su tiempo, maduren y den testimonio educando a otros en esa misma experiencia.
Jesús no se transfigura para sí mismo, sino para fortalecer la experiencia de Pedro y sus compañeros. Para hacer de Pedro un hombre testigo de que Dios hace todo por anticipado y luego también. Un Dios en el que nos podemos fiar, confiar, y por eso mismo atestiguar frente al mundo con nuestra propia experiencia que ‘sabemos’ lo que Dios hace y es capaz de hacer con nosotros y por nosotros. 
Así como formó a Moisés y a Elías a quienes sacó de situaciones no ideales ciertamente y que tuvieron sus traspiés a lo largo de su camino de aprendizaje, ahora con su Hijo Amado forma a los testigos elegidos de antemano para formar testigos según su corazón, porque sólo él puede manifestar lo que está en el Corazón de sí y lo que existe en el corazón del hombre. Así mismo hará con Abraham a quien pondrá "a prueba” para extraer de él lo mejor de su persona creyente.
Y así como Dios ha dialogado y educado a sus profetas, ahora acompaña el desarrollo de la fe de Pedro, Santiago y Juan, para que ellos nos formen a nosotros con el mismo modo de Dios. Y como Jesús transfigurado habla con Moisés y Elías, hablará el Padre y el mismo con sus discípulos.
Pero debemos recordar que es un diálogo que hace experiencia de Dios, una experiencia que se acompaña con un diálogo con Dios.
Los invito a mirar el centro literalmente del texto:
“Pedro dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: “Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo”.”
Miremos a este Pedro que habla en nombre de los tres y que no sabe que decir porque se experimenta sobrepasado por la experiencia de Dios que acaba de vivir y que está viviendo. Las palabras no pueden traducir su experiencia común. Se queda mudo y por eso dice algo que pareciera desatinado, como fuera de lugar y de tiempo. Sin embargo esas palabras traducen esa experiencia sobrecogedora que une pasado, presente y futuro. 
Pedro propone algo según lo conocido por el, no puede ir más allá, eso es normal, y por eso mismo Jesús los ha llevado a esta experiencia, para que después al final del camino puedan traducir lo vivido según esta experiencia guardada en el corazón.
Lo que propone Pedro, le termina de dar forma el Padre. Pues es el Padre con su intervención el que explícita lo que puedo balbucea. Lo que parecía destinado cuando era movido por la sobrecogedora experiencia de la luminosidad y blancura de Jesús en diálogo con los dos grandes profetas, ahora lo cumple el Padre. El Padre aporta la carpa que a usado para acompañar al pueblo por la experiencia formativa y madurativa del desierto en la liberación de Egipto. Y aporta su voz clarificante que indica el nuevo y definitivo interlocutor del hombre, Jesús, el Hijo muy Amado.
La sombra es indicativa de una presencia real, ya que no se encuentran a ciegas dentro de una nube, sino debajo de una nube que los envuelve con su presencia que no puede ser vista más que en Jesús. Bien dirá en otro Evangelio Jesús, «quien me ve a mi ve al Padre». 
El Padre hace todo por Pedro, pero le deja a Pedro manifestar su aprendizaje paulatino y cumple su intuición de una manera que él no podía imaginar.
Jesús ve crecer la experiencia para la que había llevado a sus discípulos al subir el monte. Donde Luz, Presencia y Palabra, serán las manifestaciones con las que Dios formará la visión, la audición y la compensación de sus testigos.
Dios sigue al hombre en su experiencia, no lo apura, toma de lo que tiene y desde allí lo hace crecer. Así debe entenderse también la experiencia de Abraham y su hijo Isaac. Dónde este Padre hace las veces de los discípulos, mientras el hijo hace las veces de Jesús.
Así la transfiguración deja de ser una experiencia extraordinaria de Jesús únicamente, y pasa a ser la experiencia que El intuye tiene que hacer con sus testigos-discípulos para hacerlos sólidos y consolidados a la hora de tener ellos que continuar la experiencia de Jesús y formar a otros como ellos han sido educados por Dios.
Pedro tiene razón y el Padre se la confirma, no se puede hacer una experiencia así y quedarse a la intemperie y solos, nos debemos dejar hacer una morada en su presencia y acompañados por la sola persona de Jesús, el Hijo Amado que sustituye todos los sacrificios en su sacrificio en la Cruz y cuya certificación es la resurrección.
Pedro estuvo dispuesto a quedarse con Jesús después de lo que había vivido y lo dijo como pudo, es al Padre a quien le compete completar el gesto y la palabra sin desechar la palabra y el gesto propuesto por el hombre.
Una vez creados y hecho hijos suyos, Dios no hace cosas con nosotros desde la nada sino con lo que somos y tenemos para afirmar nuestro ser en su más pleno sentido y plenificar nuestro deseo de entrega y permanencia.
Como Jesús y sus discípulos, no podremos detenernos aquí, sino ponernos una vez más e marcha, pero desde aquí, no sin esta experiencia de El y de nosotros. Sólo así somos testigos creíbles de una experiencia de interrelación amorosa con Dios.
Sólo así nuestro pasado, como le pasa a Moisés y Elías, encuentra su sentido y plenitud en el presente representado por Jesús sólo y nadie más.
Como lo resume muy bien San Juan de la Cruz, «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad».

P. Sergio-Pablo Beliera