domingo, 11 de octubre de 2015

Homilía 28º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B, 11 de octubre de 2015

“Después, ven y sígueme”… Es la llamada de Jesús que resuena a lo largo de los siglos buscando un oído atento, un corazón dispuesto y una libertad de ir a Él y tras Él sin otra cosa que la propia persona y Su propia persona.
Ese, “después” viene de un antes que es apasionante: “Jesús lo miró con amor y le dijo…” Quien reciba esa mirada tiene asegurado un amor incondicional, gratuito y hasta el extremo que sólo se puede encontrar de manera definitiva en Jesús.
Pero ese “después”, viene antecedido además por un pedido singular: “…ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres…” Una libertad absoluta, un dejar atrás lo anterior y ponerse en total disponibilidad de corazón y movimiento. Una libertad de todo para amar al Todo.
Los invito a recordar que hay dos renuncias a las riquezas que exige Jesús:
Una para todos, que es la renuncia del uso de los bienes materiales para la entregarlos a la hospitalidad, la caridad, la solidaridad con los pobres (entre estos, se encontraban Marta, María y Lázaro, Zaqueo, Nicodemo, José de Arimatea, Susana y tantos otros que lo ayudaban a Jesús con su hospitalidad y sus bienes).
Y otra renuncia que pide a algunos, que es para el seguimiento de Jesús, para ser exclusivamente su discípulo (entre ellos están, los 12 apóstoles, Leví, los 72 discípulos, y este hombre que se presenta hoy ante Jesús y otros tantos a los que Jesús llamó).
En todos los casos, el hombre para Jesús es administrador de bienes y nunca poseedor de los mismos para uso exclusivamente propio, y menos para dejarse poseer por los bienes, sustituyendo los bienes la conciencia y la libertad.
La clave, la llave, que abre el sentido profundo del mensaje, de la llamada de Jesús a:
“…ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres;
así tendrás un tesoro en el cielo.
Después, ven y sígueme”,
está dada por las palabras de la primera lectura:
“Oré, y me fue dada la prudencia, supliqué,
y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría.
La preferí a…
No la igualé a…
La amé más que a…”
Y por la segunda lectura:
“La Palabra de Dios es viva y eficaz,
y más cortante que cualquier espada de doble filo:
ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu,
de las articulaciones y de la médula,
y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón…”
Todo depende de haber escuchado a Jesús y haber elegido su elección de nosotros para ser de los suyos. Jesús está para ser “preferido a” todo, para “no igualarlo a” nadie ni nada, para ser “amado más que a” cualquier persona, oportunidad, o cosa.
El seguimiento de la doctrina, del pensamiento, de las palabras de Jesús, implica necesariamente un seguimiento de su persona, de su estilo, de su vida.
Pero bajo ninguna condición es una exigencia. Todo parte de una corriente de amor mutuo que Jesús inicia con cada uno de los que se encuentra, con cada uno de nosotros.
Esto está hoy expresado plásticamente en el cruce de miradas entre Jesús y este hombre que nos representa a todos nosotros:
“Un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le preguntó…”
“Jesús lo miró con amor y le dijo…”
“Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado…”
“Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos…”
La situación empieza de modo apasionado, entusiasta, gestual:
el hombre corre hacia Jesús,
se arrodilla ante Él,
Le pregunta decidido.
Pero, poco a poco la situación se va desinflando, va perdiendo la pasión, el entusiasmo. Y termina muy des-motivadamente, con un hombre con mala cara e invadido por la tristeza.
Este hombre había empezado aparentemente bien, pero en el diálogo con Jesús su situación verdadera se va desnudando. El que quería saber: “¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?”, no acepta la respuesta y las consecuencias para su vida concreta.
Nos pasa, y nos pasará, que esta situación de una u otra manera se nos presenten también a nosotros. Desde su adolescencia este hombre cumplía con los mandamientos, pero no había encontrado la persona de Dios, no lo había elegido a Dios, era ético, moralmente correcto, pero en el fondo, entre Dios y sus bienes, elije el apego a sus bienes y no el amor de predilección que le manifestó Jesús al pedirle que se desprenda de todo para estar sólo con Él.
También nosotros podemos haber iniciado un camino desde nuestra adolescencia con Dios, llenos de entusiasmo, de interés y generosidad, pero en la medida que tenemos que quedarnos sólo con Jesús, vamos eligiendo las personas y las cosas, y Él va quedando detrás.
Nuestra esperanza está puesta en que los discípulos que contemplan esta escena, quedan espantados (“Los discípulos se sorprendieron por estas palabras…”).
Frente a lo que acaba de provocar Jesús, están extrañados de sus palabras, de su propuesta (“Los discípulos se asombraron aún más…”).
Y ponen en confrontación su seguimiento de Jesús y su desprendimiento de las personas y los bienes (“Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”).
¡Como si Jesús necesitase que se lo recordaran y sin recordar lo que Jesús ha dejado! Tiernamente los llama y nos llama: “Hijos míos…”
¡Cuantas veces y de cuan diversas maneras nos vemos enredados en situaciones similares con Dios, con Jesús!
Nada nos conviene más que acoger en nosotros la respuesta de Jesús:
“Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo:
Hijos míos…
Les aseguro que el que haya dejado casa, hermanos y hermanas, madre y padre, hijos o campos
por mí y por la Buena Noticia,
desde ahora, en este mundo, recibirá el ciento por uno en casas, hermanos y hermanas, madres, hijos y campos, en medio de las persecuciones;
y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna”.
Pero no olvidemos nunca que dejarlo todo, es para abrazarlo todo entero a Jesús, su persona y su vida entera. Para ser libres de amarlo, de asimilarlo y de seguirlo. No somos estoicos ni budistas ni practicamos el zen, somos “cristianos” o sea uno con Cristo en su persona y opciones: Dios el Padre y los hombres necesitados de salvación.
Por eso, “lo preferí a… No la igualé a… Lo amé más que a…” cómo Jesús lo hizo conmigo, con nosotros.
Recordando siempre que la pregunta existencial: “¿qué debo hacer para heredar la Vida eterna?” nos ha sido respondida: “…ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme” “…y en el mundo futuro recibirá la Vida eterna”.
El deseo inicial de plenitud (“heredar la vida eterna”) sólo alcanza su plenitud (“recibirá la vida eterna”), por el camino del desprendimiento a favor de los pobres (“así tendrás un tesoro en el cielo”) que nos permite el ir libre y gratuitamente a Jesús y seguirlo por puro amor, que es ya la vida eterna.
“Sácianos en seguida con tu amor, y cantaremos felices toda nuestra vida”.


P. Sergio-Pablo Beliera