domingo, 21 de abril de 2013

Homilía 4º Domingo de Pascua, Ciclo C, 21 de abril de 2013


Homilía 4º Domingo de Pascua, Ciclo C, 21 de abril de 2013
Como una palabra punzante y dirigida directo al centro neurálgico de mi ser, al escuchar las palabras del apóstol Pablo hoy, experimenté una vez más esa llamada esencial, esa vocación intransferible e ineludible: la de ser dignos de la Vida eterna… Es ese anhelo por la experiencia de los que “están delante del trono de Dios y le rinden culto día y noche en su Templo…” Y la trascendental experiencia salida de la boca de Jesús: “Yo les doy Vida eterna…”
La vocación es en primer lugar un anhelo de Dios. Un anhelo profundo… Un anhelo intransferible sino sólo a la persona de Dios… Un anhelo de sólo Dios… Un anhelo de Dios mismo por Dios mismo… Anhelo de lo que sólo Dios puede dar, porque sólo Él es lo que da y sólo Él puede dar lo que es por siempre y para siempre…
Quien ha encontrado lo que es para siempre, ¿puede soltarlo? ¿puede dejarlo pasar?
Cuando Dios ha penetrado en el interior y a tocado con su fuego y ha permitido experimentar en un instante que parece eterno, su colmo y gozo, ¿puede uno sustraerse a no permanecer en la búsqueda de quedarse con la mejor parte? ¿puede uno pretender para sus días menos que aquel instante?
Me resulta sorprendente que en una vocación consagrada el anhelo por Dios, por lo eterno esté devaluado meramente por una presunción de cambiar el mundo para que este sea mejor… Esa es una vocación humana fundamental, dejar el mundo mejor de lo que lo hemos encontrado, pero que no alcanza a justificar el sentido profundo de la propia existencia de cara a Dios. Lo eterno, la vida eterna es inseparable de la ofrenda de la propia vida a Quien constituye la Vida Eterna en sí misma. Quien me ofrece Vida Eterna, o sea su Eterna Compañía, merece que le brinde mi compañía desde ahora y para siempre.
Si esto no está primero en nuestra vocación caemos en un humanitarismo digno de lo mejor de la condición humana, pero carente de la presencia inigualable de Dios. El darnos a los demás por ellos mismos termina en un profundo desgaste y vacío, porque nadie podrá devolvernos más de lo que dimos, y a nadie podremos dar tanto como nos han dado… Un cambio humano sin Dios no es posible, es inviable, la humanidad ha gastado generaciones enteras en esta experiencia frustrante y mucho más en el último siglo. Hoy más que nunca debemos escuchar la llamada: “Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen… ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos…” Pertenecemos a Dios y, cuando Dios nos llama a ponernos como faros de esta pertenencia en medio de nuestros hermanos, debemos abrazar con pasión esa llamada que no es sólo para nosotros, sino que nos toma por entero a nosotros para que demos la Luz de Dios a los demás, que sostienen la existencia cristiana con otras fuerzas.
Dios es Pobre, Obediente y Casto y por eso amamos la pobreza, la obediencia y la castidad y la abrazamos. Dios es pobre, obediente y casto porque no tiene nada para sí, sino que el donación total de sí mismo. La pobreza, la obediencia y castidad de Dios no es una condición meramente derivada de su Encarnación, sino de su ser divino más profundo. Por eso no tiene en Él ninguna connotación de miseria o deshumanización. Al contrario la Pobreza, la Obediencia y la Castidad de Dios diviniza, porque expulsa de nuestra existencia todo aquello que no es Dios mismo, y nos hace libres para amar a Él y a nuestro hermanos, sobre todo a los tocados por la miseria y heridos por el dolor, la soledad y el olvido. Es la experiencia vivida por los primeros cristianos que: “llenos de alegría, alabaron la Palabra de Dios, y todos los que estaban destinados a la Vida eterna abrazaron la fe…” Esa es la verdadera pobreza, obediencia y castidad de los que aman a Dios por sobre toda atadura humana, cultural, racial, de época…
Los llamados hoy a vivir consagrados a Dios y los planes de Dios, están llamados a vivirlo con una libertad suprema, sin confusiones. Y lo pueden hacer animados por una experiencia histórica y el desafío de una cultura que ya no nos pide otra cosa que a Dios mismo. La historia permite a una vocación consagrada hoy, aprender de aciertos y errores con una gran libertad y suficiente distancia que ilumina cualquier subjetividad. Y el momento actual donde el hombre se ocupa de tantas cosas del mundo por sí mismo y tan bien, que no nos pide otra cosa que vivamos nuestro donarnos a Dios con entereza y integridad, sin subterfugios o medianías, sin mezclas ni aleaciones impropias de la Altura y Anchura de Dios mismo.
El hombre de hoy está suficientemente endiosado como para que nosotros le agreguemos una gota más de conformismo y narcisismo.
El hombre de hoy está tan suficientemente degradado por las inadmisibles diferencias de oportunidades de vida y mezquindades individualistas, como para que los consagrados no demos lo que hace a los hombres revertir de fondo toda desigualdad e injusticia, que Dios es Padre y nosotros somos hermanos todos unos de otros.
El buen pastor tiene una sola mirada: mira al Padre y en sus ojos ve a los hombres y se enamora de esa mirada.
El buen pastor, tiene todo su corazón para el Padre y por eso derrocha amor a los hombres.
Conoce al Padre y por eso conoce la esencia de los hombres.
Su interés es el Padre y los hombres y no sí mismo. Sólo hace lugar a un solo amor que lo mueve hacia el Padre y hacia los hombres.
Tu Jesús, cómo buen pastor, escuchas la voz del Padre y el Padre escucha tu vos y se conocen mutuamente dándose el uno al otro, y permaneciendo uno, en mutua pertenencia nada ni nadie puede arrebatarlos al uno del otro.
Tu Jesús, que no ha sido arrebatado de las manos del Padre ni por el poder del pecado de los hombres, ni por el poder de la muerte, nos garantizas que nada ni nadie puede arrebatarnos de tu mano.
El que ha sido llamado por el buen pastor Jesús, debe ser oveja de su corral, permanecer en el y alimentarse de sus pastos, pero por sobre todo debe pertenecerle y escuchar su voz, por lo cual debe permanecer unido a El de día y de noche, en toda ocasión y circunstancia, sólo conoce la voz aquel que es asiduo al Pastor y que no quiere seguir a otros ni siquiera a sí mismo.
No ser arrebatado, no sólo supone el poder del Pastor, sino la decisión libre de la oveja de no dejarse arrebatar por nada ni nadie, no distraerse en el camino e ir por otra cosa que no sea la vida que le da el Pastor. Debemos cuidar que la fuerza del Pastor y su voluntad y ofrenda por nosotros, de su fruto en nuestra tarea diaria de hacer todo lo que nos une a El y de purificar todo lo que nos separa de El. De no identificarnos con nada ni nadie que este por sobre el Pastor que es uno con el Padre.
Y así como este Pastor no lo es por descendencia humana de David, ni es este su arquetipo, sino el Padre mismo, así nosotros no debemos concebirnos a nosotros mismos en ninguna figura y poder humano, sino en el ser engendrados como hijos por el espíritu de Jesús que es el Hijo Cordero de Dios.
Las ideologías, los sistemas de poder temporal, las concepciones humanas y mundanas de la vida, las simpatías culturales y políticas, las preferencias por modos y formas temporales o históricas, son siempre un peligro de escuchar otra voz y de entender nuestra pertenencia de tal manera que prescindimos de Jesús y su forma de ser pastor lejos de las formas humanas, históricas y temporales de concebir toda pertenencia y forma de alimentar la vida. El buen pastor ha rechazado en su tiempo identificarse y ser identificado como rey. Eso quiere decir que hoy rechazaría cualquier otra forma de identificación que lo separe de concebirse sólo como Hijo Único y Amado por el Padre, de quien sólo recibe gloria y poder. Permanecer como consagrados es también esto e implica esto hasta el final.
Los vínculos de Vida nacen y terminan en la relación permanente y exclusiva con el Padre, esa no es una experiencia menor, sino "la experiencia" del consagrado para escuchar, permanecer y no ser arrebatado del Buen Pastor Jesús.
Las vocaciones consagradas están hoy claramente llamadas una vez más a la experiencia en la que nuestros contemporáneos puedan decir: “Éstos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero…” Claramente Dios y solo Dios… Sostenidos por la sola experiencia de Jesús: “El Padre y yo somos una sola cosa”. Anhelantes de participar de esta experiencia desde ahora y para siempre. “Reconozcan que el Señor es Dios: Él nos hizo y a él pertenecemos; somos su pueblo y ovejas de su rebaño…”

P. Sergio-Pablo Beliera