sábado, 29 de septiembre de 2012

HOMILÍA 26º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 30 DE SEPTIEMBRE DE 2012


HOMILÍA 26º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 30 DE SEPTIEMBRE DE 2012
Una gran experiencia entre los hombres es la experiencia de la concordancia. Es un gran misterio cuando experimentamos que concordamos con otros. Esa concordancia expresa el misterio de un mismo espíritu compartido más allá de toda limitación de tiempo y lugar, de cultura o raza. Es el misterio del espíritu compartido, del mismo espíritu en cada uno.
Ahora, cuando esa concordancia se da entre creyentes, la experiencia se potencia porque lo que se comparte es ya el Espíritu mismo de Dios. Es estar ya en el mismo Corazón de Dios, el que nos hace estar en el mismo Espíritu de Dios, y es estar en el mismo Espíritu de Dios el que nos permite participar de su misma obra, desde distintos ángulos de la existencia rompiendo todas las limitaciones que los hombres podemos tener, fruto de nuestra época.
el que no está contra nosotros, está con nosotros”… En esta experiencia vemos crecer el Bien y diminuir el mal entre nosotros. Vemos como prevalece lo común por sobre lo particular, lo comunitario sobre lo individual.
Cuando le pertenecemos a Cristo, estamos en el mayor bien y estamos lejos de todo mal… “por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.”
Frente a la experiencia de la concordancia está la experiencia de la discordancia. “…no es de los nuestros.” Es ahí cuando prevalece el que está en contra de nosotros. La discordancia es la falta de acuerdo de los corazones que de por sí deberían estar de acuerdo. La discordancia es el corazón quebrado, el corazón partido, el corazón dividido por la discordia interior que genera la discordia exterior. Y como el Espíritu no puede estar dividido o en contra de sí mismo, es claro que hemos hecho una opción contra ese espíritu común que el Espíritu de Dios entre nosotros. ¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su espíritu!”
Nada puede contribuir más al la discordia que aquello que me hace tropezar y que debe ser quitado, cortado, arrancado a su debido tiempo. No son los otros mi peligro, sino el uso que yo hago de lo que ya le pertenece a Dios, y que tomo como propio para uso propio: puede ser la Cuerpo del que soy parte, la Iglesia; puede ser el cuerpo en el que habito y con el cual me he puesto en el camino del seguimiento de Jesús. Tengo tanto valor para Jesús como nuestra comprensión llegue a captar en estas palabras suyas: Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.” Somos sus “pequeños que tiene fe” y su amor es tan grande por nosotros que: “Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar.”
Es desde esta perspectiva desde donde mi mano, mi pie, mi ojo, tienen un sentido de alto impacto para que tome conciencia que es lo que estoy haciendo con aquello que ya he entregado a Dios y que en esta nueva mutua pertenencia toma un significado y nuevo valor.
Mano con la que tomo mi cruz; pie con el que cargo el peso de mi cruz; ojo con el que contemplo la Cruz.
Cuando mi mano se resiste a tomar la cruz de tu persona Jesús, cuando se resiste a tomar la cruz de tus palabras, cuando se resiste a abrazar la cruz de tus gestos; es que debo corta la resistencia de esa mano de una vez por todas por amor a Ti y tu presencia en mi, a mi pertenencia a Ti, mi Maestro y Señor.
Cuando mi mano no hace nada por ir hacia tu cruz y tomarla con amor, cuando mi mano no hace nada con la cruz que ha tomado, cuando mi mano suelta la cruz que ha tomado; es entonces que debo corta esa inercia, esa apatía, ese desgano impropio de quien me ama y me ha hecho suyo en la Cruz y a quien pertenezco por entero hasta hacer que Tu te identifiques conmigo, que osadía la tuya Siervo y Hermano.
Cuando mi pie se queja del peso de la cruz que carga, cuando ese peso es sentido con amargura, cuando ese peso mi pie lo experimenta como no suyo y quiere que lo cargue otro; es entonces si que debo cortar esa queja, amargura y falta de pertenencia, y que no merezco dejar habitar en mi, donde residen las marcas de los clavos de los pies de Cristo crucificado, a quien pertenezco hasta la locura que Tú cargaras con todo el peso del Mal sobre esos pies.
Cuando mi pie carga solo su peso porque la cruz ya no es la Tuya y la de los otros sino solo la de mis infortunios de irresponsable y liviano vivir, cuando cargo sobre mis pies sin amor el peso de una cruz que es de amor, cuando mis pies cargan por cargar nomás sin el peso de Tu sagrado Nombre grabado en la Cruz; es entonces que debo cortar esa ingratitud de mi pie, ese “hacer la suya” y no hacer lo Tuyo, Cordero Inocente y Amante hasta perderlo todo por Amor y recobrarlo todo por ese mismo Amor.
Cuando mi ojo mira solo con curiosidad la Cruz de la que pendiste con tu mirada puesta en el Padre y en mí, cuando mira con duda el valor de la Cruz en la que Tú gritaste que no se me tenga en cuenta este pecado, cuando mi ojo no se posa más que inquieto en esa Cruz que nos abre las puertas del Cielo; es entonces que mi mirada debe ser arrancada de esa visión que desprecia el don de contemplarte con fe en la Cruz suspendido, Tú que desde ella me contemplas con ternura y belleza, Amor de los Amores.
Cuando mi ojo se vuelve inquieto para adentrarse en mirar y dejar entrar las imágenes de la violencia, la destrucción y la muerte y se convierte en puerta del mal, cuando mi ojo se vuelve curiosamente sobre la vida de los otros sin el pudor del misterio, cuando mi ojo mira impudorosa e imprudentemente los cuerpos y las cosas para volverlas satisfacción; es entonces si que con decisión debo arrancar esa pasión de mi ojo para que solo tenga la Pasión de una puerta por la que ingresas Tú y lo que Tú traigas contigo, Luz de mi ojo.
Jesús ama mi mano, mi pie y mi ojo tanto como para advertirme que no haga con ellos lo que el no haría conmigo entero.
Es así como concordamos con el Cuerpo de Cristo animado por el Espíritu y con los cuerpos que somos cada uno. Es así como todo concuerda con el solo pertenecerle a Jesús y recibir todo lo que a Él le pertenece.

P. Sergio-Pablo Beliera

domingo, 23 de septiembre de 2012

HOMILÍA 25º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 23 DE SEPTIEMBRE DE 2012


HOMILÍA 25º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 23 DE SEPTIEMBRE DE 2012
Si hay algo que no ha cambiado desde el principio de la humanidad -tal como la conocemos y experimentamos en nosotros y en los que nos rodean- es que, el modo de vida de unos influye para bien o para mal en los otros, y que cuando no queremos cambiar lo que pretendemos es cambiar al otro, y si esto no es posible, directamente herir o matar al mensajero que nos alza la voz de la novedad, de la grandeza, de la amplitud, de la extensión, que no queremos aceptar o alcanzar. Así se cumplen las palabras de la Sabiduría: Tendamos trampas al justo, porque nos molesta y se opone a nuestra manera de obrar; nos echa en cara las transgresiones a la Ley y nos reprocha las faltas contra la enseñanza recibida”.
Una forma muy generalizada y sutil de rechazo al cambio hacia un bien mayor, que se nos plantea en la vida y a través de la vida de otro, es la discusión de todo, es el imperativo de tener que someter todo a una discusión. El “dialoguemos”, es una forma sutil de caer en la trampa de, “no quiero cambiar”, “no estoy dispuesto a cambiar”… De ahí la pregunta, el cuestionamiento de Santiago: ¿De dónde provienen las luchas y las querellas que hay entre ustedes?” No provienen de buscar un cambio genuino y sincero, no provienen de una buena y sana disposición para dar un paso superador, no provienen de un deseo certero de un bien mayor, sino solo de enredar la cosa para que el bien no llegue a realizarse. Insisto, es sutil, se presenta con la apariencia del bien de comprender, del llegar a un consenso, a un entendimiento.
No por nada los discípulos “temían hacerle preguntas” a Jesús, porque estaban enredados en su ambivalencia de cambiar y no cambiar a la vez. De querer seguir al Maestro pero, de rechazo al contenido de su mensaje. Mientras tanto discutían entre ellos: “Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”. Cuando no queremos asumir algo grande y significativo, nada mejor que enredarnos en discusiones y rivalidades, en pretensiones de reconocimiento y aires de grandeza. ¿Se puede temer al Maestro que nos habla con toda claridad? Sin duda que no, pero lo hacemos porque queremos aferrarnos a lo conocido por un lado, porque queremos asegurarnos nuestro destino a nosotros mismos, porque queremos que los demás nos reconozcan un lugar que hemos elegido y no estamos dispuestos a soltar tan fácilmente.
Miremos nuestro micromundo familiar, nuestro micromundo de relaciones de amistad, nuestro micromundo de relaciones de la comunidad cristiana. Y encontraremos fácilmente este tropiezo. No resulta nada increíble e improbable vernos luchar entre nosotros guiados por nuestras pasiones e instintos desordenados. Un sin fin de justificaciones surgen constantemente para darles satisfacción: la necesidad de sentirse amado, la necesidad de realización, la necesidad de libertad, la necesidad de satisfacción, la necesidad de reconocimiento, la necesidad de sentirse que se hace algo importante, la necesidad de demostrar a los demás que podemos, la necesidad… Justamente por presentarse como necesidad imperiosa e insustituible, por prevalecer como autosatisfacción, por requerir ser dada si o si y ahora, es que nos muestran su razón engañosa y falsa. De otra manera negaríamos el principio esencial de la libertad del hombre respecto de las cosas y las personas.
Jesús, a trabajado sobre sí la condición esencial de servidor para lanzarse como novedad sobre el mundo entero. Y nos presenta esta consigna absolutamente cristiana, verdad que corta el dos el mundo de lo humano, para convertirlo en humano-cristiano. Dicho de otro modo, el nuevo hombre se llama ahora cristiano. Y Jesús, lejos de soltarnos nos toma de la mano y nos guía: Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo…” Este detalle de sentarse, manifiesta la decidida actitud de Jesús de involucrarnos en el camino que el mismo ha emprendido y por lo tanto de enseñarnos. Esta caminata de la rivalidad, de la competencia, es transformada por Jesús en un encuentro familiar a su alrededor, para aprender juntos una verdad indeclinable en el camino de ser cristiano. No hay enojo, reproche o acusación, hay enseñanza serena, de padre a hijos, de Hermano mayor a hermano menor, de Hijo a hijos. Jesús, no entra en diálogo con lo que discuten, les enseña el camino, no busca que se pongan de acuerdo, ni gasta inútiles esfuerzos en hacerlos sentirse valorados… No directamente les enseña una verdad que lleva escrita en su corazón y en su historia: “y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos"”.
Jesús es el primero que se hizo el último y el servidor de todos. No nos pide más que una plena y definitiva identificación con Él. No hay dos caminos para caminar con Él, solo uno, y ese es el camino que el mismo camina, el primero que se ha hecho el último y el servidor con su propia vida de todos. Y lejos de cerrar el círculo sobre Él, apuesta a una apertura sin precedentes que abarca desde los más insignificante hasta el mismo Dios, donde no cabe más que una continuidad amorosa: "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".

P. Sergio-Pablo Beliera