HOMILÍA 26º DOMINGO TIEMPO ORDINARIO,
CICLO B, 30 DE SEPTIEMBRE DE 2012
Una gran experiencia entre los hombres es la experiencia
de la concordancia. Es un gran misterio cuando experimentamos que concordamos
con otros. Esa concordancia expresa el misterio de un mismo espíritu compartido
más allá de toda limitación de tiempo y lugar, de cultura o raza. Es el
misterio del espíritu compartido, del mismo espíritu en cada uno.
Ahora, cuando esa concordancia se da entre
creyentes, la experiencia se potencia porque lo que se comparte es ya el
Espíritu mismo de Dios. Es estar ya en el mismo Corazón de Dios, el que nos
hace estar en el mismo Espíritu de Dios, y es estar en el mismo Espíritu de
Dios el que nos permite participar de su misma obra, desde distintos ángulos de
la existencia rompiendo todas las limitaciones que los hombres podemos tener,
fruto de nuestra época.
“el que no está contra nosotros, está con nosotros”… En
esta experiencia vemos crecer el Bien y diminuir el mal entre nosotros. Vemos
como prevalece lo común por sobre lo particular, lo comunitario sobre lo
individual.
Cuando le pertenecemos a Cristo, estamos en el
mayor bien y estamos lejos de todo mal… “por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.”
Frente a la experiencia de la concordancia está
la experiencia de la discordancia. “…no es de los nuestros.” Es
ahí cuando prevalece el que está en contra de nosotros. La discordancia es la
falta de acuerdo de los corazones que de por sí deberían estar de acuerdo. La
discordancia es el corazón quebrado, el corazón partido, el corazón dividido
por la discordia interior que genera la discordia exterior. Y como el Espíritu no
puede estar dividido o en contra de sí mismo, es claro que hemos hecho una
opción contra ese espíritu común que el Espíritu de Dios entre nosotros. “¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del
Señor, porque él les infunde su espíritu!”
Nada puede contribuir más al la discordia que
aquello que me hace tropezar y que debe ser quitado, cortado, arrancado a su
debido tiempo. No son los otros mi peligro, sino el uso que yo hago de lo que
ya le pertenece a Dios, y que tomo como propio para uso propio: puede ser la
Cuerpo del que soy parte, la Iglesia; puede ser el cuerpo en el que habito y
con el cual me he puesto en el camino del seguimiento de Jesús. Tengo tanto
valor para Jesús como nuestra comprensión llegue a captar en estas palabras
suyas: “Les aseguro
que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el
hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.” Somos sus “pequeños
que tiene fe” y su amor
es tan grande por nosotros que: “Si alguien llegara a escandalizar a uno de
estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello
una piedra de moler y lo arrojaran al mar.”
Es desde esta perspectiva desde donde mi mano,
mi pie, mi ojo, tienen un sentido de alto impacto para que tome conciencia que
es lo que estoy haciendo con aquello que ya he entregado a Dios y que en esta
nueva mutua pertenencia toma un significado y nuevo valor.
Mano con la que tomo mi cruz; pie con el que
cargo el peso de mi cruz; ojo con el que contemplo la Cruz.
Cuando mi mano se resiste a tomar la cruz de tu
persona Jesús, cuando se resiste a tomar la cruz de tus palabras, cuando se
resiste a abrazar la cruz de tus gestos; es que debo corta la resistencia de
esa mano de una vez por todas por amor a Ti y tu presencia en mi, a mi
pertenencia a Ti, mi Maestro y Señor.
Cuando mi mano no hace nada por ir hacia tu cruz
y tomarla con amor, cuando mi mano no hace nada con la cruz que ha tomado,
cuando mi mano suelta la cruz que ha tomado; es entonces que debo corta esa
inercia, esa apatía, ese desgano impropio de quien me ama y me ha hecho suyo en
la Cruz y a quien pertenezco por entero hasta hacer que Tu te identifiques
conmigo, que osadía la tuya Siervo y Hermano.
Cuando mi pie se queja del peso de la cruz que
carga, cuando ese peso es sentido con amargura, cuando ese peso mi pie lo
experimenta como no suyo y quiere que lo cargue otro; es entonces si que debo
cortar esa queja, amargura y falta de pertenencia, y que no merezco dejar habitar
en mi, donde residen las marcas de los clavos de los pies de Cristo crucificado,
a quien pertenezco hasta la locura que Tú cargaras con todo el peso del Mal
sobre esos pies.
Cuando mi pie carga solo su peso porque la cruz
ya no es la Tuya y la de los otros sino solo la de mis infortunios de
irresponsable y liviano vivir, cuando cargo sobre mis pies sin amor el peso de
una cruz que es de amor, cuando mis pies cargan por cargar nomás sin el peso de
Tu sagrado Nombre grabado en la Cruz; es entonces que debo cortar esa
ingratitud de mi pie, ese “hacer la suya”
y no hacer lo Tuyo, Cordero Inocente y Amante hasta perderlo todo por Amor y
recobrarlo todo por ese mismo Amor.
Cuando mi ojo mira solo con curiosidad la Cruz
de la que pendiste con tu mirada puesta en el Padre y en mí, cuando mira con
duda el valor de la Cruz en la que Tú gritaste que no se me tenga en cuenta
este pecado, cuando mi ojo no se posa más que inquieto en esa Cruz que nos abre
las puertas del Cielo; es entonces que mi mirada debe ser arrancada de esa
visión que desprecia el don de contemplarte con fe en la Cruz suspendido, Tú
que desde ella me contemplas con ternura y belleza, Amor de los Amores.
Cuando mi ojo se vuelve inquieto para
adentrarse en mirar y dejar entrar las imágenes de la violencia, la destrucción
y la muerte y se convierte en puerta del mal, cuando mi ojo se vuelve
curiosamente sobre la vida de los otros sin el pudor del misterio, cuando mi
ojo mira impudorosa e imprudentemente los cuerpos y las cosas para volverlas
satisfacción; es entonces si que con decisión debo arrancar esa pasión de mi
ojo para que solo tenga la Pasión de una puerta por la que ingresas Tú y lo que Tú
traigas contigo, Luz de mi ojo.
Jesús ama mi mano, mi pie y mi ojo tanto como
para advertirme que no haga con ellos lo que el no haría conmigo entero.
Es así como concordamos con el Cuerpo de Cristo
animado por el Espíritu y con los cuerpos que somos cada uno. Es así como todo
concuerda con el solo pertenecerle a Jesús y recibir todo lo que a Él le
pertenece.
P. Sergio-Pablo Beliera