domingo, 20 de octubre de 2013

Homilía 29º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo C, 20 de octubre de 2013


Homilía 29º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo C, 20 de octubre de 2013
“…sus brazos se mantuvieron firmes hasta la puesta del sol”.
Estas palabras del libro del Éxodo, nos ponen en clima para meditar la Palabra de Dios que nos alimenta este Domingo.
Se trata de mantener los brazos firmes en alto hasta la puesta del sol, hasta el ocaso del día y de la vida. Es una actitud orante que repetimos cuando rezamos el Padre nuestro, que el sacerdote repite cuando eleva su oración presidiendo la Asamblea de Dios reunida.
Los brazos en alto, firmes hasta el cumplimiento de la Promesa, es una de las posturas que mejor expresa al creyente que suplica a Dios. Que con sus brazos en alto de manera sostenida, hace como un vaso comunicante entre el Cielo y la tierra, desde el cual desciende la fuerza de lo alto que necesitamos en nuestra débil condición de peregrinos, de caminante, de mendigos.
Ahora, si algo es difícil es poder mantener esos brazos en alto, los brazos habitualmente se nos caen después de un tiempo. ¿De dónde sacar esas fuerzas que le den a nuestros brazos en alto, esa fuerza que de por sí no tienen?
Podemos señalar tres aspectos esenciales, sin ser los únicos:
“Yo estaré de pie sobre la cima del monte, teniendo en mi mano el bastón de Dios”. El gesto de Moisés expresa la fe: de pie, sobre la cima del monte, teniendo en la mano el bastón de Dios.
En primer lugar la fe. La oración nace de la fe. Es la fe la que da origen a nuestra oración. Nuestra oración se vuelve balbuciente, dubitativa, verborragia, inconsistente, sin la fuerza suficiente y necesaria, sin la fe. Es la fe la que engendra en nosotros la fuente, fuerza, la dirección adecuada de nuestra oración.
“Moisés tenía los brazos levantados”. Es la fe la que vuelve nuestra oración silenciosa y expectante. Moisés no dice nada, solo levanta sus brazos. La actitud lo dice todo. Y Dios escucha esa actitud total de nuestra persona. Es un silencio creyente que toma toda la persona.
La posibilidad, la capacidad de la oración, nace, brota del don de la fe. Es que la fe la que es dada como don definitivo, e impresa en nuestra alma, en la celebración del Bautismo, acontecimiento de gracia que desciende de lo alto hasta grabarse como un sello en nuestra alma y darle vida a toda nuestra existencia de creyentes, de hijos amados de Dios. Parafraseando palabras del Concilio Vaticano II, podemos decir que los Sacramentos son la fuente y la cumbre de nuestra oración, porque en ellos bebemos de la fuente y somos impulsados hacia la cumbre del Encuentro de Comunión con la Trinidad-Amor.
Por lo tanto, la oración brota de la fe, pero a la vez la oración es hecha en el ámbito vital de la fe, del “Sí”, del “Amén”, del “Así sea”, del “Aquí estoy”, y luego silencio de todo el ser para recibir a Dios mismo que nos visita en la oración, no con palabras, sino con su Presencia.
En segundo lugar, la comunidad, la asamblea, la oración unánime con los hermanos, el gesto unánime con los hermanos. No existe propiamente una oración personal que no sea la oración de la comunidad. Hoy día hay que tener especial cuidado con la expresión “Oración personal”, porque muchas veces no dice lo que la oración es en sí misma.
Toda oración es para la Comunión. O sea, toda oración es católica o no es oración. Como dice el místico teólogo Hans Urs Von Balthasar: Dios no puede escuchar una oración que excluya a alguno de mis hermanos. Aún cuando este me haya hecho el peor de los daños, debe estar incluido en la oración. Y sólo si salgo del concepto de oración privada eso es humanamente posible.
La oración pues nunca es propiamente para mí, es para nosotros. La oración es en plural, un plural gozoso. La oración es para ganar una batalla de la que participo desde la oración, pero que no siempre gano desde el campo de batalla.
Cuando la oración se vuelve un encuentro privativo, intimista, un dialogo cerrado entre yo y Dios, eso no es oración, eso en todo caso puede llamarse reflexión, aunque ni siquiera eso sea propiamente. La oración es para que Dios haga justicia frente a la injusticia que envuelve a la humanidad y la hunde en el desencuentro.
La oración verdadera, es el gesto silencioso y en común de los creyentes que se sostienen unos a otros para que Dios venza en el campo de batalla de la vida cotidiana, la lucha contra la tentación de la voluntad propia a favor de la Voluntad de Dios vivida en la Comunión de la fraternidad humana y creyente.
Así lo prescribe la Iglesia, al pedir el silencio profundo antes de la Oración Colecta de la Misa, después de escuchar la Palabra de Dios, después de la Comunión del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús. Es un silencio en común que nos envuelve en una sola súplica y en una sola Presencia.
En tercer lugar, la oración de la fe es insistente, sostenida en el tiempo, ininterrumpida. sin desfallecer. Es la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, es la oración que nos encomendó antes de callar.
Es la oración del pobre, la oración como pobre, la oración de la viuda. La oración de los pobres que no tienen quien les haga justicia sino Dios. La oración del pobre que nace de la fe es oración que espera confiadamente en el Señor.
Es la oración sin prepotencia. Por lo tanto una oración que suplica, pero no manda, sino que confía. Como dice Jesús: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia.”
Pablo dice a Timoteo: “Recuerda que desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús.” La oración no se ocupa de los problemas personales, privados, sino de animarnos en la esperanza de un sentido envolvente a toda nuestra existencia. Abarcando todas la existencias en una existencia común. Dios no habla en continuas revelaciones privadas, sino a través de su Palabra que se ha hecho Escritura Sagrada, leída, escuchada, meditada y hecha vida en la existencia total del Pueblo de Dios. Porque: “Toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien.” Esto es verdadera oración de fe.
El modo de orar que quiere enseñarnos Jesús: “orar siempre sin desanimarse”, es la oración del “Hágase tu Voluntad y no la mía”, del “Hágase tu Voluntad en la tierra como en el Cielo”, del “Mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”. Eso la vuelve continua y sin desfallecer, firme, directa, profunda, verdadera, gozosa.
Cuando la oración no encarna la Voluntad de Dios, no es oración. La oración es hecha, es vivida, para encarnar en nosotros la Voluntad de Dios, que “en un abrir y cerrar de ojos” nos hace la justicia de acoger su Voluntad y gozarnos de ella, por más doloroso que sea el desprendimiento que ello implique.
Esa justicia de Dios que creamos en que Él sostiene nuestra existencia en su Misericordia, en su Bondad, para una dicha en común. Y esta se manifiesta no sólo en voces interiores no audibles para el resto, sino en acontecimientos donde se vive según su Voluntad sin desfallecer porque Dios no se hace esperar para hacernos sufrir, sino para moldear nuestra existencia en común en Su existencia de Comunión.
Por eso el modo de orar que Jesús quiere enseñarnos es aquella que partiendo de la fe, alimenta la fe, y que responde a la pregunta lanzada por Jesús: “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?.” Y a la que responde el salmista, el orante por excelencia de la Biblia: Dirigimos la mirada hacia los montes: ¿de dónde nos llegará ayuda? Nuestro socorro nos viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra…”

P. Sergio-Pablo Beliera