Homilía 29º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo C, 20 de octubre de 2013
Estas
palabras del libro del Éxodo, nos ponen en clima para meditar la Palabra de
Dios que nos alimenta este Domingo.
Se trata de
mantener los brazos firmes en alto hasta la puesta del sol, hasta el ocaso del
día y de la vida. Es una actitud orante que repetimos cuando rezamos el Padre
nuestro, que el sacerdote repite cuando eleva su oración presidiendo la Asamblea
de Dios reunida.
Los brazos en alto, firmes
hasta el cumplimiento de la Promesa, es una de las posturas que mejor expresa
al creyente que suplica a Dios. Que con sus brazos en alto de manera sostenida,
hace como un vaso comunicante entre el Cielo y la tierra, desde el cual
desciende la fuerza de lo alto que necesitamos en nuestra débil condición de
peregrinos, de caminante, de mendigos.
Ahora, si
algo es difícil es poder mantener esos brazos en alto, los brazos habitualmente
se nos caen después de un tiempo. ¿De
dónde sacar esas fuerzas que le den a nuestros brazos en alto, esa fuerza que
de por sí no tienen?
Podemos
señalar tres aspectos esenciales, sin ser los únicos:
“Yo
estaré de pie sobre la cima del monte, teniendo en mi mano el bastón de Dios”.
El gesto de Moisés expresa la fe: de pie, sobre la cima del monte, teniendo en
la mano el bastón de Dios.
En primer lugar la fe. La
oración nace de la fe. Es la fe la que da origen a nuestra oración. Nuestra
oración se vuelve balbuciente, dubitativa, verborragia, inconsistente, sin la
fuerza suficiente y necesaria, sin la fe. Es la fe la que engendra en nosotros
la fuente, fuerza, la dirección adecuada de nuestra oración.
“Moisés
tenía los brazos levantados”. Es la fe la que vuelve nuestra oración
silenciosa y expectante. Moisés no dice nada, solo levanta sus brazos. La
actitud lo dice todo. Y Dios escucha esa actitud total de nuestra persona. Es
un silencio creyente que toma toda la persona.
La
posibilidad, la capacidad de la oración, nace, brota del don de la fe. Es que
la fe la que es dada como don definitivo, e impresa en nuestra alma, en la
celebración del Bautismo, acontecimiento de gracia que desciende de lo alto
hasta grabarse como un sello en nuestra alma y darle vida a toda nuestra
existencia de creyentes, de hijos amados de Dios. Parafraseando palabras del
Concilio Vaticano II, podemos decir que los Sacramentos son la fuente y la
cumbre de nuestra oración, porque en ellos bebemos de la fuente y somos
impulsados hacia la cumbre del Encuentro de Comunión con la Trinidad-Amor.
Por lo
tanto, la oración brota de la fe, pero a la vez la oración es hecha en el
ámbito vital de la fe, del “Sí”, del “Amén”, del “Así sea”, del “Aquí estoy”, y
luego silencio de todo el ser para recibir a Dios mismo que nos visita en la oración,
no con palabras, sino con su Presencia.
En segundo
lugar, la comunidad, la asamblea, la oración unánime con los hermanos, el gesto
unánime con los hermanos. No existe propiamente una oración personal que no sea
la oración de la comunidad. Hoy día hay que tener especial cuidado con la
expresión “Oración personal”, porque
muchas veces no dice lo que la oración es en sí misma.
Toda oración es para la
Comunión. O sea, toda oración es católica o no es oración. Como dice el místico
teólogo Hans Urs Von Balthasar: Dios no puede escuchar una oración que excluya
a alguno de mis hermanos. Aún cuando este me haya hecho el peor de los daños,
debe estar incluido en la oración. Y sólo si salgo del concepto de oración
privada eso es humanamente posible.
La oración pues nunca es
propiamente para mí, es para nosotros. La oración es en plural, un plural
gozoso. La oración es para ganar una batalla de la que participo desde la
oración, pero que no siempre gano desde el campo de batalla.
Cuando la oración se vuelve un
encuentro privativo, intimista, un dialogo cerrado entre yo y Dios, eso no es
oración, eso en todo caso puede llamarse reflexión, aunque ni siquiera eso sea
propiamente. La oración es para que Dios haga justicia frente a la injusticia
que envuelve a la humanidad y la hunde en el desencuentro.
La oración verdadera, es el
gesto silencioso y en común de los creyentes que se sostienen unos a otros para
que Dios venza en el campo de batalla de la vida cotidiana, la lucha contra la
tentación de la voluntad propia a favor de la Voluntad de Dios vivida en la
Comunión de la fraternidad humana y creyente.
Así lo prescribe la Iglesia, al
pedir el silencio profundo antes de la Oración Colecta de la Misa, después de
escuchar la Palabra de Dios, después de la Comunión del Cuerpo y la Sangre del
Señor Jesús. Es un silencio en común que nos envuelve en una sola súplica y en
una sola Presencia.
En tercer lugar, la oración de
la fe es insistente, sostenida en el tiempo, ininterrumpida. sin desfallecer.
Es la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, es la oración que nos
encomendó antes de callar.
Es la oración del pobre, la
oración como pobre, la oración de la viuda. La oración de los pobres que no
tienen quien les haga justicia sino Dios. La oración del pobre que nace de la
fe es oración que espera confiadamente en el Señor.
Es la oración sin prepotencia.
Por lo tanto una oración que suplica, pero no manda, sino que confía. Como dice
Jesús: “Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche,
aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará
justicia.”
Pablo dice a Timoteo: “Recuerda
que desde la niñez conoces las Sagradas Escrituras: ellas pueden darte la
sabiduría que conduce a la salvación, mediante la fe en Cristo Jesús.” La
oración no se ocupa de los problemas personales, privados, sino de animarnos en
la esperanza de un sentido envolvente a toda nuestra existencia. Abarcando
todas la existencias en una existencia común. Dios no habla en continuas
revelaciones privadas, sino a través de su Palabra que se ha hecho Escritura
Sagrada, leída, escuchada, meditada y hecha vida en la existencia total del
Pueblo de Dios. Porque: “Toda la Escritura está inspirada por Dios,
y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la
justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para
hacer siempre el bien.” Esto es verdadera oración de fe.
El modo de orar que quiere
enseñarnos Jesús: “orar siempre sin desanimarse”, es la oración del “Hágase
tu Voluntad y no la mía”, del “Hágase tu Voluntad en la tierra como en el
Cielo”, del “Mi alimento es hacer la Voluntad del Padre”. Eso la vuelve
continua y sin desfallecer, firme, directa, profunda, verdadera, gozosa.
Cuando la oración no encarna la
Voluntad de Dios, no es oración. La oración es hecha, es vivida, para encarnar
en nosotros la Voluntad de Dios, que “en un abrir y cerrar de ojos” nos
hace la justicia de acoger su Voluntad y gozarnos de ella, por más doloroso que
sea el desprendimiento que ello implique.
Esa justicia
de Dios que creamos en que Él sostiene nuestra existencia en su Misericordia,
en su Bondad, para una dicha en común. Y esta se manifiesta no sólo en voces
interiores no audibles para el resto, sino en acontecimientos donde se vive
según su Voluntad sin desfallecer porque Dios no se hace esperar para hacernos
sufrir, sino para moldear nuestra existencia en común en Su existencia de
Comunión.
Por eso el
modo de orar que Jesús quiere enseñarnos es aquella que partiendo de la fe,
alimenta la fe, y que responde a la pregunta lanzada por Jesús: “Pero
cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?.” Y a
la que responde el salmista, el orante por excelencia de la Biblia: “Dirigimos la mirada hacia los montes: ¿de dónde nos
llegará ayuda? Nuestro socorro nos viene del Señor, que hizo el cielo y la
tierra…”
P.
Sergio-Pablo Beliera